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adorablemente femenina porque para llegar a ella había que recorrer los vericuetos de la androginia y el homoerotismo, en Diana Soren yo siempre había visto, en la pantalla, un subtítulo no escrito: Hay el amor que no se atreve a decir su nombre, pero también hay algo peor, y es el amor sin nombre. ¿Cómo llamar el posible amor con esta posibilidad pura que, al entrar a la fiesta de Año Nuevo 1970 después de un estallido de gas, se llamaba "Diana Soren"?

La miré. Me miró. Luisa nos miró mirándonos. Mi esposa se acercó y me dijo a boca de jarro: -Creo que debemos irnos. -Pero si la fiesta aún no empieza -protesté. -Para mí ya terminó.

– ¿Por la explosión? No me pasó nada. Mira. Le mostré mis manos tranquilas. -Me prometiste esta noche. -No seas egoísta. Mira quién acaba de entrar. La admiramos mucho.

– No pluralices, por favor. -Quisiera hablar con ella un rato. -No regreses demasiado tarde -arqueó la ceja, reflejo casi inevitable, pavloviano, genético, en una actriz mexicana.

No regresé más. Sentado al lado de Diana Soren, hablando de cine, de la vida en París, descubriendo amigos mutuos, me sentí traidor y como siempre, me dije que si no traicionaba a la literatura, no me traicionaba a mí mismo; lo demás me tenía sin cuidado. Pero al rozar con la punta de los dedos la mano de Diana Soren, tuve la sensación de que la traición, de haberla, tenía que ser doble. Diana, después de todo, era la esposa de un autor francés muy popular y premiado, Iván Gravet, que había escrito dos libros preciosos sobre su juventud como prófugo de la Europa Oriental primero, y más tarde como combatiente en la guerra. Sus novelas más recientes parecían escritas para el cine y fueron producidas en Hollywood, pero en todo lo que escribía algo inteligente había siempre, junto con un desencanto creciente. Lo imaginaba capaz de una broma final, desmesurada pero sin ilusiones. Era mi colega. ¿Era traicionable? Él mismo, si se parecía a mí, le daría más valor a sus libros que a sus mujeres… Empecé a desear a Diana.

Los encuentros de un hombre y una mujer ocurren a dos niveles. Uno externo, filmable, si ustedes quieren, es el nivel del gesto, la actitud, la mirada, el movimiento. Es más interesante el nivel interno en el que comienzan a surgir, y agolparse, sensaciones, preguntas, dudas, escarceos con uno mismo, imaginaciones, sobre todo la imaginación de ella; ella misma, ¿qué estará pensando, cómo será, qué se imaginará de mí? Frente al encanto de esa cabeza rubia recortada como un casco para el combate medieval o para la lucha callejera de los sesentas (que quedaron atrás esa noche, los sesentas súbitamente tan lejanos como la Guerra de Cien Años), yo me imaginaba una invitación sobrecogedora, carnal, la cabeza de Diana Soren diciéndome, imagina mi cuerpo, te lo ordeno, cada detalle de mi cabeza, de mi rostro, tiene su equivalencia en mi cuerpo, busca en mi cuerpo la sonrisa de mi boca visible, busca los hoyuelos de mis mejillas, busca la respiración de mi naricilla respingada, busca la pareja táctil y excitable de mi mirada, busca la compañía gemela de mi pelo rubio, suave, lavado, corto, peinado a veces, otras libre como el viento, pero cercano, cercanísimo a su modelo más íntimo, invisible, inseguro: mi carne.

Ése era un nivel de mi deseo naciente mientras platicábamos afablemente en el sofá de la casa de Eduardo Terrazas. No debía revelarlo, pues otro artículo de la constitución de los encuentros nos ordena nunca darle a una mujer las municiones que puede atesorar para dispararlas contra ti cuando necesite (y le hará falta un día) atacarte. Es algo consustancial a ellas: almacenar nuestros pecados y descargarlos sobre nosotros cuando les hace falta y nosotras menos nos lo esperamos. ¿Defensa propia? No. Las mujeres son grandes en el arte de hacernos sentir culpables. Para disfrazar mi propio, inmediato, deseo, acudí, pues, a la idea anti-afrodisiaca de la mujer como generadora de culpas, la mujer como verdadera Reserva Federal o Fort Knox de la Culpa, que las almacena para evitar la inflación y luego va soltando los lingotes del reproche poco a poco, destilados, hirientes, envenenados, al cabo victoriosos, porque nosotros los hombres, maravillosos paradigmas de generosidad, jamás haríamos esto… Pensé en la traición que, en mi caso, ya se había consumado aunque no ocurriese nada con Diana Soren -Luisa sola y de regreso en San Ángel- y la traición que ella podría perpetrar si yo me salía con la mía esa noche; más que nunca, decidí que debía ser una traición doble, compartida, que nos uniera y nos excitara…

Luisa e Iván nuestros testigos ausentes, suspendidos como dos ángeles exterminadores sobre nuestros cuerpos, pero respetando nuestra traicionera integridad porque, al cabo, nos querían, nos recordaban con gusto y no perdían la esperanza de reunirse con nosotros. ¿Y nosotros con ellos, también?

Conversábamos de otros lugares, otros amigos dispersos por el mundo, y sentíamos que nos empezaba a ligar, no sólo esa fraternidad cosmopolita, errante, sino el precio de la misma. Ser de todas partes, dijimos, es ser de ninguna parte… ¿Dónde se sentía ella a gusto? En París, en Mallorca, me dijo. ¿Los Ángeles? Se rió. Ese lugar no sólo parecía horrible en su aspecto físico, externo. Era horrible, por dentro, sin remedio.

– ¿Cómo se dice en francés, en español? Hay una palabra inglesa perfecta para Hollywood, smugness, -¿Pagado de sí, satisfecho de sí mismo? -Sí -rió ella-. La presunción de ser, ¿sabes?, universal. El ombligo del mundo. Lo que ocurre allí es lo más importante del mundo. Todos los demás son unos bicks…

– Unos payos…

– Sólo Hollywood es internacional, cosmopolita. Boy, cuando les pruebas que no, te detestan, te lo hacen pagar, te detestan.

– ¿Cómo lo sabes? Todos están enmascarados por sus caras bronceadas.

– ¡Cómo tú! -se rió abriendo unos ojotes de asombro burlón, mirando la tostada con que regresé de Puerto Vallaría. Me hizo recordar que regresé quemado, en más de un sentido.

Esa sonrisa me encantó. Podía repetirla, me dije a mí mismo, cuantas veces quisiera, durante siglos, sin cansarme nunca. La sonrisa y la risa cantarinas de Diana Soren, tan alegres, tan vivas esa noche de Año Nuevo en México. ¿Cómo no adorarla en el acto? Me mordí un labio. Estaba adorando una imagen vista, perseguida, compadecida también, a lo largo de quince años… Mi vanidad me movía. Quería acostarme con una mujer deseada por miles de hombres. Quería montarla con la verde respiración de cien mil hombres verdes sobre mi nuca, deseando ser yo, estar en mi posición. Me paré en seco. ¿Cómo iba a compartir ella, jamás, ese orgullo y esa vanidad conmigo?

Estaba subestimando, a lo largo de esta noche, la capacidad femenina de conquista, el donjuanismo del sexo opuesto. No nos gusta admitir en una mujer la perseverancia, o la suerte, que admiramos en nosotros mismos. Nuestra vanidad (o nuestra ceguera) son muy grandes. O, quizás, revelan una secreta modestia que puede ser el atractivo mayor de un individuo, su secreta, irresistible debilidad apelando, inconscientemente, el abrazo de la madre amante, protectora, descubridora del enigma de nuestra vulnerabilidad tan cuidadosamente maquillada, ocultada, negada…

Diana regresaba repetidamente al tema del hogar y del exilio. Me preguntó si conocía a James Baldwin, el escritor negro exiliado en Francia. No; era buen amigo de Bill Styron, pero yo no lo conocía, sólo lo había

leído.

– Dice una cosa -los ojos de Diana miraron al candelabro colonial de donde colgaban los globos quemados del Nuevo Año como tristes planetas muertos-. Un negro y una blanca, por ser norteamericanos, saben más sobre sí mismos y sobre el otro que cualquier europeo sobre cualquier norteamericano, blanco o negro.

– ¿Crees que se puede regresar a casa? -le pregunté.

Agitó repetidas veces la cabeza, levantando las piernas y juntándolas para apoyar la frente en las rodillas.