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Lo que provocaba un vistazo sobre esos cajones (porque algo me impedía tocar sus contenidos, deleitarme en sus texturas) era ver y tocar y deleitarse en la carne que se podía ocultar detrás de semejantes delirios. Qué maravilla: una muchacha vestida de playera y pantalones de mezclilla azul; y debajo de este atuendo popular, las intimidades de una diosa. ¿Cuál? Ella misma me dio la clave la segunda noche de nuestro amor. La primera, me había guiado secretamente hacia su ropa interior sentándose en mis rodillas y cambiando de voz, diciéndome al oído con vocecita infantil, levántame mi faldita, ¿verdad que me vas a levantar mi faldita?, ¿no me vas a tocar mis calzoncitos?, tócame por favor mis calzoncitos, amor, te lo ruego, por lo que más quieras, levántame la faldita y quítame los calzoncitos, no tengas miedo, tengo diez años pero no se lo voy a decir a nadie, dime qué tocas, amor, dime qué sientes cuando me levantas la faldita y me tocas el gatito y luego me quitas los calzoncitos.

La segunda noche, desnuda, tirada sobre la cama, evocó otros espacios, otras luces. Estaba en el auditorio de su escuela en Iowa, el High School. Era de noche. Afuera, había nevado. Todo el día, estuvieron ensayando los villancicos y las pastorelas para la fiesta de Navidad. Ella y él se quedaron solos para ensayar un poco más. La noche de diciembre se adelanta, cae de pronto, azul y blanca. Había un tragaluz en el auditorio. Recostados los dos mirando hacia arriba, veían pasar las nubes. Luego ya no hubo nubes. Sólo hubo luna. La luna los iluminó. Ella tenía catorce años. Fue la primera vez que hizo el amor completamente, virginalmente, con un hombre…

Entonces supe qué diosa era o más bien, cuáles diosas, porque era varias. Era Artemisa, hermana de Apolo, virgen cazadora cuyas flechas adelantaban la muerte de los impíos; diosa de la luna. Era Cibeles, patrona de los orgiastas que en su honor se castraban a la luz de la luna, rodeando a la diosa flanqueada por leones, que así dominaba a la naturaleza. Portaba una corona de torres. Era Astarté, la diosa nocturna de Siria que con la luna a sus órdenes movía las fuerzas del nacimiento, la fertilidad, la decadencia y la muerte. Era, finalmente, sobre todo, Diana su propio nombre, una diosa que por único espejo admite un lago donde se reflejen, idénticos, ella y su orbe tutelar, la luna. Diana y su pantalla. Diana y su cámara. Diana y su sacrificio, su celebridad, sus flechas subiendo y bajando en el medidor inapelable de la taquilla.

Era Diana Soren, una actriz norteamericana que vino a México a hacer en unas montañas espectaculares cerca de la ciudad de Santiago una película de vaqueros que empezaba a filmarse mañana mismo, día 2 de enero, en el foro 6 de los Estudios Churubusco de la ciudad de México.

En el estudio, dejaba de pertenecerme. Se adueñaban de ella las peinadoras, las maquillistas, las vestidoras. Sus verdaderos afeites, sin embargo, Diana sólo se los confiaba a Azucena, su secretaria, dama de compañía, cocinera y masajista catalana. Esa primera mañana en el set, marginado, me divertí mucho explorando los untes empleados por Azucena para embellecer a Diana. Mi boca me sabía siempre a durazno. A mi Juana de Arco le untaban fórmulas que hubiesen conducido directamente a la hoguera a las brujas medievales que se atreviesen a proporcionárselas, secretamente, a las mujeres urgidas, insatisfechas, de todas las aldeas de Brabante, Sajonia y Picardía. Una gelatina concentrada, anticapitosa y multiadelgazante, aplicable cotidianamente sobre el vientre, las caderas y las nalgas hasta penetrar por completo sus biomicroesferas; un transdifusor adelgazante basado en sistemas osmo-activos de difusión continua; una crema restructurante y liporeductora para combatir las grasas de la piel; una mousse exfoliadora, translúcida, rosada, para eliminar las células muertas; un ungüento de aguacate y caléndula para suavizar los pies, una mascarilla de tuétano de buey… ¡Dios mío! ¿Servían para algo todos esos menjurjes? ¿Sobrevivían a una noche de amor, una parranda, un regaderazo, un discurso político en el PRI? ¿Sólo aplazaban lo que todos veíamos, un mundo de mujeres gordas, arrugadas, con celulitis? ¿Enmascaraban los ungüentos a la muerte misma? Y sólo entonces, preparada ella por todas estas brujerías, rodeados ambos del bullicio de un set cinematográfico, aislados en la intimidad del camerino sobre ruedas, nos entregábamos gozosos al amor exigente, inagotable, de Diana, cubierta de bálsamos pero pidiendo ser usada, úsame, me decía, gástame, quiero ser usada por ti; ¿tendría yo el sentido refinado de los límites, para no pasar del uso al abuso? Ella me impedía saberlo. No había conocido a mujer más exigente pero más entregada también, embarrada de untos etéreos, perfumados, sabrosos, sin los cuales, Diana, yo ya no sabría vivir.

El amor es no hacer otra cosa. El amor es olvidarse de esposos, padres, hijos, amigos, enemigos. El amor es eliminar todo cálculo, toda preocupación, toda balanza de pros y contras.

Empezaba con la escena de las rodillas y el calzoncito.

Culminaba con la memoria del auditorio, la tierra nevada y la luna pasando por el tragaluz. Cogía sin cesar.

– Un día -se reía con excelente humor- estaré en estado de subjetividad total. Es decir, muerta. Ámame ahora.

– O mientras tanto…

Me invitó a seguirla a la locación en Santiago. Dos meses. El estudio le tenía alquilada una casa. No la había, visto, pero si yo iba con ella, seríamos felices.

Nos separamos. Ella se adelantó. Yo decidí seguirla, preguntándome si bastarían la literatura, el sexo y mucho entusiasmo. A Luisa le dejé una nota pidiendo perdón.

VII

– Eres un loco bien hecho -se rió ella cuando llegué a la casa de Santiago y Diana me tomó de las manos, dándome la cara, y corrió hacia atrás, sin tropezar, ligera y descalza, hacia su recámara-. Azucena, trae las maletas del señor, le dijo a la dama de compañía y a mí, ya ves, conozco la casa al revés y al derecho, la puedo recorrer a ciegas, no es difícil, no es grande, pero es fea…

Se rió y le di la razón. En el taxi que me condujo desde el aeropuerto pesqué por el rabo del ojo la vista de la catedral en el centro de la ciudad, dos altas torres elegantes y aereadas, con balcones en cada uno de los tres descansos del ascenso, y me pregunté una vez más por qué los españoles construyeron para la eternidad y nosotros, los mexicanos modernos, para el sexenio… Santiago nunca fue una gran ciudad, sino un mero puesto fronterizo para gambusinos audaces que, en busca de oro y plata, encontraron sobre todo fierro y para llevárselo tuvieron que combatir a unos cuantos indios, escasos y más interesados en practicar su arquería que en matar criollos. Busqué en vano otra etapa de nuestra arquitectura urbana que me parece elegante, el neoclásico, incluso el parisino porfirista, pero de eso no había nada… El cemento chato, el vidrio resquebrajado, la instantaneidad desintegrándose instantáneamente, una modernidad muerta al nacer, una arquitectura nescafé, se iba extendiendo desde el centro hasta la casa que le dieron a Diana, una cueva modernista de un piso, indescriptible, entrada por el garage, patio interior con muebles de fierro, una estancia ancha con muebles indescriptibles también, cubiertos de sarapes, las recámaras, no sé qué más, lo he olvidado todo, era una casa sin permanencia, no merecía el recuerdo de nadie.

El entusiasmo de Diana la habitaba. Ése era su lujo, su distinción. Me maravilló su buen ánimo. Aquí estábamos, en un pueblo, literalmente, dejado de la mano de Dios, como si Dios quisiera vengarse de los hombres que tanto lo habían desengañado mandándolos a vivir a esta planicie seca, pedregosa, hirviente de día, helada de noche, una corona dura e inservible de roca volcánica rodeada de barrancos, cortada del mundo a cuchilladas, como si Dios mismo no quisiera que nadie viniera aquí, sino por sus culpas, condenado.