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– Todos dicen que esto es lo más aburrido del mundo -dijo Diana mientras se encargaba de ordenar mi ropa en el closet-. Quién sabe cuántos westerns se han hecho aquí. Parece que el paisaje es espectacular y los salarios locales bajos. Combinación irresistible para

Hollywood.

Era cierto. Ese mismo fin de semana, descubrimos que aquí no había restoranes, aunque sí muchas farmacias; no llegaban periódicos extranjeros, salvo las imprescindibles revistas Time y Newsweek y eso con una semana de retraso, cuando las noticias ya eran fiambre; cabarets, ni siquiera intentos divertidos de inventar trópicos imposibles en la montaña mexicana, sólo barras malolientes a cerveza y pulque, de donde estaban legalmente excluidos los soldados, los curas, los menores y las mujeres; y un solo cine, especializado en comedias de Clavillazo y colecciones de pulgas. La televisión aún no extendía sus alas parabólicas hacia el universo y nadie en este equipo, dedicaría un solo minuto a una telenovela mexicana en blanco y negro. Los gringos podían extasiarse, con nostalgia, mirando anuncios de productos yanquis. Nada más.

La peluquera de Diana se ofreció a cortarme el pelo para evitar el corte de recluta que parecía ser la moda entre los hombres de Santiago, determinado por el método ultramoderno de ponerle a los señores una jícara en la cabeza, cortando sin compasión todo lo que se asomara debajo de ese casquete. Todas las nucas masculinas lucían ese corte abrupto, parecido a las barrancas del lugar. Betty la peluquera decidió, como digo, evitarme ese horror.

– Qué bueno que viniste -me dijo mientras me mojaba el pelo-. Salvaste a Diana del stunt man.

La miré con interrogación. Sacó sus tijeras y me pidió que ya no moviera la cabeza.

– No sé si lo habrás visto. Es un tipo muy profesional, muy bueno para su trabajo, lo usan mucho en películas del Oeste, por su manera de montar y sobre todo de caerse de un caballo. Le trae ganas a Diana desde la anterior película que hicimos en Oregon. Pero allí la competencia era muy dura.

Betty se rió tanto que casi me deja como Van Gogh. -Cuidado.

– Dijo que en México sí la iba a conquistar. Y entonces te apareces tú. Suspiró.

– Estas locaciones son aburridísimas. ¿Qué quieres que haga una chica sin un novio? Nos volveríamos locas. Nos conformamos con lo que sea. -Gracias.

– No, de ti le dijeron que eras tierno, apasionado y culto. En realidad te luce.

– Ya te dije gracias una vez, Betty.

– Si vas a la locación, lo verás. Es un tipo bajito pero correoso, muy curtido, como una silla de montar, rubio, con ojos desconfiados…

– ¿Por qué no te lo quedas tú?

Betty rió con ganas, pero las ganas eran más

fuertes que la risa.

El comentario de la peinadora sobre la anterior locación en Oregon me puso a imaginar cosas. Quise convencerme, perversamente, de que la única manera de amar a una mujer es saber cómo la amaron, qué dicen de ella y cómo son todos los hombres que la quisieron antes que yo. No le comenté esto a Diana, era demasiado pronto. Me lo reservé para una ocasión que adiviné inevitable. En cambio, sí podía decirle que si ella hacía el amor hoy, sólo lo hacía conmigo, pero si ella muriese hoy, moriría para todos ellos, todos ellos pensarían en su amor con ella con tanto derecho

como yo.

Se lo dije una noche fría, cuando las sábanas recién lavadas aún estaban húmedas y nos impedían dormir, molestos, conscientes de la incomodidad que nos rodeaba en este paraje, pero dispuestos a vencer, empezando por las sábanas frías; íbamos a calentarlas. Nuestro amor iba a ser invencible.

– Sólo estoy solo contigo mientras estés viva, Diana. No puedo estar solo contigo si te mueres. Nos acompañarían todos los fantasmas de tus amores. Con derecho, con razón, ¿no crees?

– Ay mi amor, lo único que me espanta es pensar que tú o yo nos vamos a morir uno antes que el otro, uno se va a quedar solo, eso es lo que me llena de dolor…

– Júrame que si eso pasa nos vamos a imaginar muy fuerte, Diana, muy fuerte tú a mí o yo a ti…

– Muy fuerte, te lo juro… -Muy fuerte, muy fuerte… Luego decía que el único lecho de la muerte es cuando dormimos solos. Yo le había dicho que la muerte es el gran adulterio, porque ya no podemos evitar que los demás posean al ser amado. En cambio, en la vida, yo quería evitar, por experiencia, el menor brillo de posesión en mi mirada. A pesar de nuestras apasionadas palabras, no quería perder de vista lo pasajero de nuestra relación, temía enamorarme, darle mi corazón de veras a Diana. A pesar de mi voluntad, veía venir esa posibilidad. Disipé mi temor la primera noche de nuestra vida común en este alto desierto mexicano, resumiendo mi fantasía perversa, en una idea casi científica.

– Todos formamos triángulos -le dije-. Una pareja es sólo un triángulo incompleto, un ángulo solitario, una figura trunca.

– Norman Mailer escribió que la pareja moderna es un hombre, una mujer y un siquiatra.

– Y en la Rusia de Stalin se definía a la literatura realista socialista como el eterno triángulo entre dos estajanovistas y un tractor. No bromees, Diana. Dime qué te parece mi idea: Todos formamos triángulos. Sólo nos falta descubrir cuál. ¿Cuál?

– Bueno, tú y yo y tu mujer ya somos uno. Mi marido, tú y yo somos otro.

– Muy obvios. Debe haber algo más excitante, más secreto…

Me miró como si se frenara, como si le encantara mi idea pero al mismo tiempo la rechazara por el momento… Sí sentí (o quise imaginar) que no la había descartado del todo, que había algo estimulante en la idea de tener, cada uno, su amante por separado pero que había algo superiormente excitante en compartir el lecho mismo con una tercera persona, hombre o mujer, no importaba. O se alternaban, mujer para ella y para mí una noche, hombre para los dos, otra…

Estábamos en nuestra etapa romántica. Regresamos rápidamente a la plenitud de la pareja que éramos sin necesidad de complementar. Y regresamos, más lejos, pero hacia atrás, a un sentimiento adorable que ella

expresó.

– Me angustia la idea de las parejas que se pierden.

– No te entiendo.

– Sí, las parejas que pudieron ser pero no fueron, les couples qui se ratent, ¿sabes?, que se cruzan como barcos en la noche. Eso me angustia mucho. ¿Te das cuenta cómo ocurre eso, con qué frecuencia?

– Todo el tiempo -le dije acariciándole la cabeza reclinada sobre mi pecho-. Es lo más normal.

– Qué felices somos, mi amor, qué afortunados…

– Desolé, pero somos demasiado normales.

– Desolé.

VIII

Descubrimos que la farmacia de la plaza mayor, igual que en las novelas provincianas de Flaubert, era el centro de la vida social de Santiago y nos divertíamos viendo qué cosas vendían aquí que no se encontraban en otras partes, o qué cosas acostumbradas en Europa o los Estados Unidos no se hallaban aquí. La perfumería era atroz, puro producto local con aire de cabaret barato. Daban ganas de irse a la iglesia a oler incienso y purificarse. ¿Pasta de dientes McLean, la preferida de Diana? Ni soñarlo. ¿Bermuda Royal Lyme, mi loción preferida? Condenados a Forhans y Myrurgia. Nos reímos tácitamente unidos en la ciudadanía del consumo internacional. ¡México, país de altas tarifas y de empresas protegidas de la competencia exterior!

En la puerta de la farmacia se daban cita los jóvenes universitarios de Santiago y uno de ellos se acercó a mí una mañana que fui solo a comprar navajas para rasurar y supositorios de glicerina para mi constipación crónica y me dijo que había leído algunos libros míos, me reconoció y quería contarme que en Santiago el gobernador y las autoridades en general no habían sido electos democráticamente, sino impuestos desde la capital por el PRI, no eran gente que comprendiera los problemas locales, mucho menos los de los estudiantes.