No ha sido posible conversar con detenimiento; constantemente interrumpían, se brindaba y se discutía. No obstante, he preguntado a Sandino si hay mando único y a quién están subordinadas todas las fuerzas armadas. Me ha respondido que hay ya mando único, que en Cataluña todas las fuerzas armadas están subordinadas a él, Sandino, y que en lo tocante a las cuestiones generales él se pone de acuerdo con Madrid.
Estaba allí, también, Miguel Martínez, hombre de pequeña estatura, comunista mexicano, llegado ayer, como yo, a Barcelona. Nunca había vivido en España y ahora ha venido a ayudar y a ofrecer al Partido de aquí la experiencia que ha adquirido en la guerra civil mexicana.
He aquí como Miguel ha conseguido venir desde Francia.
No tenía los documentos en regla, debía esperar largo tiempo el visado y el avión de línea. Pidió ayuda a André, quien le recibió una tarde en su casa, cerca del boulevard Saint-Germain. El pequeño apartamento del escritor estaba lleno de gente. En las tres habitaciones había grupos esperando y hablando en voz baja. André le llevó a la cocina, allí aún quedaba sitio libre.
—¿Puede usted partir hacia X... dentro de una hora?
—Sí.
—Espere allí mañana a las once sentado a una mesa del café Mirabeau. Es un café grande, cualquiera le indicará dónde se encuentra. Allí le irán a ver.
Miguel partió. A la mañana siguiente, estaba en X... con una maletita de mano, se encaminó directamente de la estación al café. Tuvo que esperar largo rato; empezaba a creer que había hecho el viaje en vano. De pronto, pasada la una, se presenta ante la mesita el propio André. André no se disculpó.
—¿Ha tenido buen viaje? Vamos a tomar un pernaud. Sobre la moral de los técnicos franceses de nuestro segundo cuarto de siglo habrá que escribir aparte. Al fin y al cabo, dos entre cinco son el cuarenta por ciento. Si un cuarenta por ciento de pilotos va a luchar contra el fascismo francés, también luchará el setenta por ciento. El problema está en si realmente este cuarenta por ciento es un cuarenta y no un veinte o un cero.
—El pernaud me da náuseas —dijo Miguel—, tomaré un vermut. ¿Qué ha ocurrido? ¿No vuelo?
—Hoy, cinco pilotos debían trasladar a Barcelona siete aparatos. Me los recomendaron y han recibido el dinero. Tres se me han presentado hace dos horas en el aeródromo y me han dicho que no conducirían los aparatos a Barcelona. Hasta se han hecho los ingeniosos: han dicho que el dinero recibido les había causado tanta sensación que no desean experimentar otras más fuertes. Los franceses, en estos casos, siempre son ingeniosos. Éstos lo son aún más porque sabían que no puedo denunciarlos a la policía. Hasta me han preguntado si no tenía la intención de denunciarlos. Esto ha sido lo menos gracioso, pero ellos no lo consideran así.
—Podía haber sido peor —dijo Miguel—. Como canallas, aún resultan personas bastante decentes. Después de haber cobrado el dinero, podían haber conducido los aviones a donde Franco, en vez de llevarlos a Barcelona, y recibir allí dinero por segunda vez.
—Usted es un filósofo. Pero esta perspectiva aún no está excluida. Quedan dos pilotos. Se comprometen a conducir hoy, antes de la noche, tres aparatos. Pueden hacer con ellos lo que les venga en gana. De todos modos, parece que estos dos son personas decentes. Uno ni siquiera ha tomado el dinero. Ni ha hablado de cobrar. En todo caso, ésta no es una combinación para usted, Miguel. Vale más que espere usted una semana a que tenga que abrazar a Franco en vez de abrazar a José Díaz. Es más, allí pueden fusilarle sin darle ocasión siquiera de abrazar a Franco.
—¿Una semana? Imposible —respondió Miguel—. En una semana todo puede haber acabado en España. Volaré a España. Intentaré volar.
—No es cuestión de intentarlo. Quien lo intentará será el piloto. Esto es una locura, Miguel. Es una locura que no tiene nombre. Le he hecho una promesa y ahora no puedo retirar la palabra, pero siento que esto es insensato. Y lo veo muy claramente porque yo mismo volaré con el segundo piloto. Pague pronto el vermut. Los matachines de las Cruces de fuegoestán sobre la pista aparte de que los tres pilotos sin duda mantienen contacto con ellos. Me están siguiendo desde la mañana. No podemos perder ni un segundo.
En el aeródromo de X... todo presentaba un aspecto habitual y descuidado. El policía que revisa los pases de entrada estaba sentado en un banco ante su puesto, dormitando con un periódico en las manos. Los mecánicos discutían en el bar. Los aviones de línea aterrizaban y partían. Una avioneta daba vueltas por encima del campo. André se metía por los hangares con la mayor naturalidad del mundo y charlaba con los obreros; Miguel le estaba observando desde cierta distancia. La maletita le cohibía y le traicionaba; Miguel hasta quería abandonarla en el retrete, pero tenía miedo de perder de vista a André. Así se acercaron a un gran aparato bimotor, cuyas hélices rodaban ya lentamente. André se puso a hablar con un joven que estaba echado sobre la hierba y, de súbito, sin soltar el pitillo de la boca, dijo nerviosamente a Migueclass="underline"
—Pero ¿qué espera usted?
Miguel trepó en un santiamén a la cabina. Dentro, había dos personas. Una muchacha con un impermeable blanco, tostada por el sol y con un ramo de flores, sentada sobre largas bombas cilindricas. Un viejo de cabello blanco peinado con raya al medio, se acomodó en el «farol» delantero de cristal.
El joven se levantó de la hierba y sin despedirse de André ocupó el asiento del piloto. No llevaba ni casco ni gorra ni guantes. André llamó a un obrero con un grito. El obrero retiró las cuñas de debajo de las ruedas. En seguida, con un ceñido viraje inclinado, casi rozando la avioneta, el aparato tomó altura. Por un instante se vio a André, que estaba de pie, las piernas separadas, puestas las manos en los bolsillos, el pitillo en la boca, como director de music-hall en un ensayo general.
El día era claro, caluroso; el avión oscilaba; los viajeros hacían como si no se dieran cuenta de la presencia de los demás. El piloto, por la espalda, tenía el aspecto de hombre pensativo, soñador. Miguel intentaba orientarse. Desconocía el paraje, pero lo recordaba bien por la geografía. Procuró descubrir el Ródano, la ciudad amurallada de Carcasona, las primeras cadenas de los Pirineos, Perpiñán. Pero no se veían montañas.
Nunca se acababan los fértiles campos franceses, el verdor brillante, deleitoso, cuadriculado por la red de las carreteras, como trazada a lápiz. Transcurrieron más de dos horas; por fin llegaron las montañas, el aparato se elevó a más de dos mil metros, el aire se hizo fresco. Miguel perdió definitivamente la orientación. Ante el piloto no había mapa alguno, su aspecto infundía poca confianza.