Más lejos de Barcelona, las patrullas son más escasas y cambian de carácter. Ahorase trata de puestos de guardia a la entrada y a la salida de los pueblos —son campesinos, jóvenes y de edad madura, campesinos catalanes y aragoneses, con blusas y boinas negras con alpargatas puestas en el pie desnudo—; es gente fornida, ancha de hombros, con rostro atezado por el eterno sol, con viejas escopetas de caza en las manos. Sosegados y dignos, mandan detenerse al coche y piden los papeles a los viajeros:
—¡Documentos!
Les presentan abultados paquetes de mandatos y certificados, pero aquellos hombres no entienden mucho de documentos y los devuelven con una sonrisa modesta, aveces confusa. Indican de buena gana el camino y, en general, tienen muy buena voluntad y son muy correctos. Siguen llamando a todo el mundo, como antes, «señor», pero al despedirse levantan el puño a lo Rot-Front.
Junto a las patrullas, a menudo hay mujeres con cántaros en el hombro. Suelen ofrecer, hospitalariamente y de manera que conmueve, para que se elija:
—¿Agua? ¿Vino?
Julio Jiménez Orgue —también Vladimir Konstantínovich Glinoiedski— me ha pedido permiso para acompañarme a Aragón. Es atento y sentimental. Cuando estalló la guerra civil en Rusia, era teniente coronel de artillería. Cuidó de algunos parques de artillería con los blancos, luego evacuó de Novorosisk, fue sochantre en París, trabajó luego diez años en la fábrica Renault, entró en la Unión para el regreso a la patria y, después, en el Partido Comunista de Francia.
Ha venido a España a ayudar, como dice él, a los «nuevos rojos».
Ayer le mandé a buscar planos de las carreteras. Recorrió cuidadosamente todas las tiendas de Barcelona y me trajo toda una colección. En el coche permanece sentado con mucha compostura, erguido el cuerpo, y se seca el sudor con un pañuelo. Le inquieta el desconocimiento que de sus armas tienen las patrullas y el poco cuidado con que las tratan. A menudo salta a la carretera, toma los fusiles de las manos de los combatientes y les enseña cómo han de sostenerlos. Ellos aceptan estas demostraciones con mucho respeto, y durante largo rato las agradecen, con gestos entusiasmados. Come y bebe poco porque padece del estómago, pero después de haber bebido, habla con mucho sentimiento de Rusia y de Francia.
En la carretera hay mucho movimiento. Corren a velocidades de locura camiones, autobuses, autos con carrocería cerrada, llevando combatientes, víveres y gente civil. Cada quince o veinte kilómetros, en los taludes, se ven automóviles deshechos, víctimas de choques o, simplemente, de la excesiva velocidad y poca maestría en la conducción. Durante los primeros días que siguieron al levantamiento, los garajes de Barcelona se vieron invadidos por una muchedumbre de aficionados al automovilismo; todos declaraban que eran chóferes, y en España sólo se considera chófer quien corre a una velocidad no inferior a los cien kilómetros por hora.
Al ponerse el sol, hemos llegado a Lérida, hermosa y coquetona ciudad sobre el río Segre, con puentes, pintorescos arcos y animada muchedumbre. Es un importante centro textil, con fábricas de seda. Pese a la proximidad del frente, reina la tranquilidad, y se ven menos militares que en Barcelona. Hemos tomado café y naranjada. Lleno de gasolina el depósito del automóvil, tomados la naranjada y el café, hemos proseguido la marcha por la carretera de Huesca. Los campos polícromos de Cataluña se trocan en una abrasada y monótona llanura arenosa, seca, polvorienta, desierta. Anochecido, llegamos a Barbastro, vieja ciudad de calles estrechas y una plaza pequeña, apretujada. En la casa del obispo se ha instalado el Estado Mayor del coronel Villalba. Bajo los arcos de piedra del portal del siglo xvi, unos soldados con uniforme del viejo ejército regular juegan a las cartas. A través de una galería iluminada por la luna, me he dirigido a la estancia del obispo, ahora cuartel general del frente Zaragoza-Huesca. Sobre una mesa con mapas militares, cuelga un enorme crucifijo de marfil. El coronel se ha levantado y se ha dirigido a mi encuentro. Es un hombre magro, severo, tímido. Él y su ayudante, el capitán Medrano, artillero, forman parte del pequeño número de oficiales que en Aragón y Cataluña han permanecido fieles al gobierno. Villalba ha conservado con él a todo su regimiento.
Las posiciones de los fascistas tienen en el flanco izquierdo las montañas de la cadena pirenaica; en el flanco derecho, la ciudad de Teruel. El frente queda dividido casi en el centro por el río Ebro. Las unidades gubernamentales se proponen cortar de los Pirineos a los fascistas, romper el frente entre Zaragoza y Huesca y, finalmente, tomar estas dos ciudades, que cubren la provincia de Navarra, el centro más reaccionario de la sublevación. Al mismo tiempo, abajo, en el sur, una columna formada en Valencia se acerca a Teruel para tomar la ciudad y asestar un golpe a los fascistas por su flanco derecho.
La lucha se hace difícil por las irregularidades del terreno, que a menudo se convierte en montañoso. Por las dos partes, la artillería dispone de cañones de tiro rápido Vickers de ciento cinco milímetros, cañones de montaña tipo Schneider, de producción española, y cañones franceses del setenta y cinco. Los facciosos disponen de algunos cañones de plaza y tanques. Las fuerzas gubernamentales cuentan con un tren blindado. La infantería de ambas partes está armada con fusiles máuser y, en parte, con granadas de mano. Hay algunos grupos de zapadores minadores. Hay algunos aviones ligeros de reconocimiento. Los medios de enlace y de dirección son insuficientes. Los combates se libran con vistas al dominio de líneas naturales, de cotas y poblados. No se efectúan trabajos de zapador en el campo, no hay trincheras.
—Eso es todo. Lo demás lo verá usted mismo.
El coronel ha puesto sobre el mapa el lápiz rojo, cuidadosamente afilado.
Después de estrecharme la mano, ha permanecido en medio de la enorme estancia; español sombrío, de afilado rostro.
Hemos dormido en las frescas habitaciones embaldosadas de la casa episcopal; la argentífera luna entraba por las ventanas; los soldados discutían y cantaban bajo los arcos.
12 de agosto
En Angüés se encuentran destacamentos campesinos, un batallón del regimiento de Villalba y el Estado Mayor de la artillería. El capitán Medrano, carirrojo, orondo y chocarrero, está herido en una pierna, que lleva vendada; camina apoyándose en un bastón, contoneándose. No sé por qué los cañones están aquí con las fundas puestas, a quince kilómetros del enemigo, en los patios de los campesinos. Los muestran con orgullo y explican cándidamente que los cañones todavía no han disparado por falta de municiones.
Continuamos nuestro camino. En el kilómetro quince, delante de Angüés, el centinela dice que no se puede seguir; aquí ya disparan, más allá se encuentra el enemigo.
En este mismo lugar, en una casita de peones camineros, hay una compañía del batallón de Villalba. Al capitán, hombre de edad madura y gordo, le hace muy poca gracia nuestro deseo de recorrer la primera línea. En vez de esto, nos ha propuesto comer. La comida será estupenda, el cordero ya se está asando a las brasas, el vino es de primera; la fruta, como no se encuentra en ninguna otra parte.