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—¿Qué enemigo tiene enfrente?

—Los facciosos.

—Pero ¿quiénes, en concreto? ¿Qué fuerzas? ¿Cuántos cañones y ametralladoras? ¿Disponen de caballería?

El capitán se ha encogido de hombros. Si el enemigo se llama enemigo es porque no da cuenta de sus dispositivos ni de sus fuerzas. ¡De otro modo no sería enemigo, sino amigo! En torno, todo son risas ante la sabiduría y la agudeza del capitán.

—¿Han salido de reconocimiento?

No, el capitán no ha hecho reconocimientos. Pero un soldado fue a la caza del conejo y dijo que por la izquierda los facciosos tenían ametralladoras, dispararon contra él. Si el señor lo desea, se pueden pedir detalles al mozo, el propio capitán pensaba hacerlo hace tiempo. Han empezado a buscar al mozo, pero ha resultado que éste se ha ido a Lérida, se le ha puesto enferma la hermana. Entretanto, se sirve la mesa. La comida es excelente, en efecto. Se sientan a lo democrático, todos juntos; todos escuchan, ceremoniosos, la amable conversación, que traduce Marina; el capitán encomia el Ejército Rojo, yo elogio el ejército español. El capitán explica que él lleva ya treinta años de servicio militar, que siempre ha sido y será fiel al gobierno. No puede comprender cómo ha habido gente que se ha levantado en contra. No basta que el gobierno no les guste, esto no es una razón para sublevarse contra él. El gobierno es el gobierno... Las montañas de aromático cordero poco a poco se van derritiendo. Me enseñan a beber del porrón —vasija de vidrio con un pitón corto y otro largo— dirigiendo el chorro de vino directamente a la boca abierta; a todos les hace gracia mi poca habilidad. Se quedan estupefactos al enterarse de que en Rusia no hay porrones y de que allí sólo saben beber con vasos.

Después de la comida, el capitán ha desaparecido —los soldados han dado a entender, con gestos, que se había ido a la tumbona—. Por lo visto están todos muy contentos de tener por comandante a un padrazo; me han explicado —traduciendo Marina— que es una buena persona.

Jiménez y yo hemos rebasado el puesto de guardia avanzado y hemos seguido adelante a rastras. Los soldados no nos lo han impedido. A los cien metros, cansados de arrastrarnos, hemos continuado en cuclillas; luego, totalmente erguidos. En torno, silencio, ni un alma, viento. Así hemos caminado unos tres kilómetros; hemos encontrado una carreta sin caballos, nada más; todo está en calma. Jiménez ha examinado con mis gemelos las colinas de los alrededores —aún había otros dos o tres kilómetros sin posiciones de fuego—. Es posible que el enemigo se encuentre tras esos altozanos, es posible que esté más lejos. Hemos regresado, hemos comenzado a explicar a los del puesto avanzado que el enemigo está por lo menos a cuatro kilómetros de distancia. Ellos lo han confirmado. A Marina los soldados también le habían dicho que el enemigo está lejos, pero no pueden atacarle porque falta para ello la orden del centro.

Nos hemos dirigido hacia el norte, hacia el pueblo de Siétamo, tomado el día anterior a los fascistas por sexta vez. Las viejas casas del pueblo forman como una mancha negra en una leve hondonada entre montañas.

Al anochecer, hemos subido al pueblo. En Siétamo se encuentra un destacamento obrero bien armado. Los hombres han venido de Barcelona. Es gente fogueada, tranquila, que participó en los combates de julio. El jefe de la columna, Santos, albañil, trabajaba aún no hace mucho en el sur de Francia. Tiene a su lado a un consejero, un joven teniente. A los especialistas militares los llaman, aquí, «técnicos». Me han mostrado los cadáveres de dos hombres muertos en el tiroteo de la mañana. A uno la bala le entró en el cráneo por encima de la oreja; al otro, le penetró por el sacro. Se parecen uno al otro. Son de poca estatura, delgados, casi unos niños. Uno tiene apretado en la mano un pañuelo blanco. Son los primeros muertos que veo en la guerra civil española.

Mañana por la mañana la columna quiere ocupar dos alturas que dominan a Siétamo por la parte de los facciosos. Jiménez y yo nos acostamos a dormir en una vieja casa campesina, sobre bancos de piedra, encima de colchonetas de cuero. De una cuba vacía nos llega el tufo acre y turbador del vino.

Nos han despertado las explosiones y el tiroteo. Nos hemos levantado de un salto, hemos empuñado el fusil. Me he precipitado al cuarto inmediato, he encendido una cerilla; Marina dormía como un tronco, vestida, estiradas sus largas piernas, sonriendo como una niña. A la primera llamada se ha levantado, no ha preguntado nada y ha tomado su pesado fusil. He abierto el portalón de par en par, he puesto el coche a la salida y he hecho subir a la muchacha al asiento posterior.

Se disparaba a lo largo de la callejuela. Jiménez y yo hemos avanzado a saltos. Desde el campanario, alguien, por lo visto de los nuestros, arrojaba granadas por encima de los tejados. El estrépito es infernal. Alaridos. Son los fascistas, que gritan. Su grito, que congela el alma, impresiona mucho a nuestros combatientes. De súbito, nos encontramos de manos a boca con Santos, por poco nos damos un topetón. En dos palabras nos ha explicado lo que ocurría: un centinela se ha dormido, los fascistas le han degollado y han ocupado un extremo del pueblo, por lo visto con un pequeño destacamento. Ahora hay que cortar a este grupo de vanguardia antes de que le lleguen refuerzos.

El combate ha durado cerca de una hora. Se ha incendiado un almiar. A su vera, ha estado crepitando ruidosamente y echando chispas un olivo. Por fin, el tiroteo desde la otra parte ha cesado por completo. En pequeños grupos, aprovechando la luz de la luna, se ha empezado a reconocer el extremo de la aldea. Han encontrado tan sólo a dos fascistas muertos, con el uniforme del «tercio» —la legión extranjera. A uno de ellos, una granada de mano le había desfigurado el rostro; es posible que al dar impulso al brazo para arrojar la granada haya rozado con ella la pared de la casa de enfrente; las calles, aquí, son muy estrechas.

Han puesto nuevos centinelas y han ido a preparar café. Nosotros hemos pretendido convencer a Santos de que organizara inmediatamente un contraataque, pero Santos dice que la gente no está acostumbrada a pelear de noche.

Soñolientos, malhumorados, a las cinco de la mañana hemos subido al coche.

13 de agosto

Por caminos vecinales, entre espesas nubes de cáustico y pesado polvo, corremos a lo largo del frente hacia abajo, en dirección a Tardienta. No todos los caminos tienen postes indicadores; los campesinos de las aldeas nos aconsejan prudencia: es muy fácil penetrar sin darse cuenta en territorio enemigo, por nuestra parte no hay una línea ininterrumpida de defensa. Por este motivo varias veces damos la vuelta, retrocedemos y nos paramos largo rato en los cruces.

Por fin hemos llegado a Tardienta, animada población con muchos soldados, transportes, municiones, gran cantidad de automóviles y autobuses, estación ferroviaria, un tren blindado sobre vías.

Encontramos el Estado Mayor de las unidades de milicias. Ahí, de pronto, una escena enternecedora: Marina ha visto a su hermano Alber. De pequeña estatura, delgado, ágil, se parece mucho a su hermana. Era sastre, ahora quiere ser jefe militar, y ya lo es —es miembro del Comité Militar de la Columna de Tardienta, manda algunas secciones y va con ellas al combate. Es jovial y hasta bromista, cosa muy rara en un catalán.

La columna es importante, cuenta con varios miles de hombres, entre ellos algunos centenares de voluntarios extranjeros. Hay batallones con los nombres de Carlos Marx, Thálmann y Chapáiev. La columna está dirigida por un comité, cuyo órgano ejecutivo es una troica compuesta por un oficial de carrera (el «técnico»), el socialista del Barrio y el comunista Trueba. Reina entre ellos armonía y buen humor, propio de gente joven.