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Queda aún la cosecha no segada debido a las operaciones militares. Un joven propone que cada uno siegue el trigo que pueda, bajo el fuego enemigo, exponiéndose lo que le parezca. Quien más arriesgue la piel, más recogerá. Sus palabras son acogidas con muestras de aprobación. Pero mete baza Trueba. Considera que la proposición no es justa: «Todos somos hermanos y no vamos a ponernos mutuamente en peligro por un saco de grano.» Propone recoger en común la cosecha de la zona batida por el enemigo, y la columna militar defenderá a los campesinos. El grano, que se divida según la cantidad de trabajo y según las necesidades. La asamblea se inclina por la proposición de Trueba.

Son ya las ocho, la asamblea toca a su fin. Pero un nuevo orador altera el equilibrio. Con palabra emocionada, llena de pasión, quiere convencer a los habitantes de Tardienta que dejen de ser egoístas y empiecen a repartirlo todo en partes iguales: —¿no es por esto por lo que se está librando esta guerra sangrienta?—. Es necesario ratificar el acuerdo de la víspera y establecer inmediatamente el comunismo libertario. Es necesario confiscar la tierra no sólo a los terratenientes, sino, además, a los campesinos ricos y medios.

Gritos, silbidos, palabras gruesas, aplausos, exclamaciones de «muy bien».

A continuación del primero, otros cinco oradores anarquistas se lanzan al ataque. La asamblea está desconcertada; unos aplauden, otra parte calla. Todos están cansados. El presidente del sindicato propone votar. El primer anarquista se opone. ¿Acaso cuestiones así se resuelven votando? Lo que hace falta aquí es entusiasmo, un afán común, ímpetu, enardecimiento. Al votar, cada uno piensa en sí mismo. La votación significa egoísmo. ¡No hay que votar!

Los campesinos están confusos, las altisonantes frases los abrasan y pese a que la aplastante mayoría no está de acuerdo con el orador anarquista, no es posible restablecer el orden y votar. La asamblea rueda por la pendiente.

Ya no es posible hacer nada. Mas, de pronto, Trueba encuentra una salida. Propone: como ahora es difícil llegar a un acuerdo, quienes deseen continuar trabajando individualmente, que lo hagan. En cambio, los que deseen formar una colectividad, que vengan aquí mañana a las nueve de la mañana para celebrar una nueva reunión.

La propuesta gusta a todos. Sólo los anarquistas se van malhumorados.

Por la noche, en un pequeño local se proyecta una película. La atención del público llega al rojo vivo. Los espectadores llevan las negras boinas hundidas sobre las cejas, abren los ojos de par en par. Vasili Ivánovich Chapáiev, con su amplio capote caucasiano, corre a caballo por unas colinas, y las colinas son parecidas a las de aquí, aragonesas. Las negras boinas observan, ávidas, cómo Vasili Ivánovich agrupa a los campesinos de las proximidades del Ural contra los terratenientes y generales, cómo derrota a los fascistas suyos, rusos, también parecidos a los de aquí, españoles... Vasili Ivánovich se prepara con el mapa a la vista para el combate del día siguiente y Piétia no logra conciliar el sueño, contempla a su comandante desde el camastro.

«Te estoy contemplando, Vasili Ivánovich, y pienso: eres un hombre incomprensible para mi caletre. ÍUn Napoleón! iUn verdadero Napoleón!»

Pregunta a Chapáiev si podría ser un jefe de talla internacional. Y Vasili Ivánovich, turbándose, contesta: «No estoy muy bien de idiomas.»

Pero él se subestima. El lenguaje de Vasili Ivánovich se ha hecho comprensible a todo el mundo. De los jefes bolcheviques —de los Voroshílov, de los Chapáiev— se enorgullecen los obreros y campesinos de todos los países, como símbolo de la capacidad combativa y de la invencibilidad de los trabajadores. Ahora cada pueblo está educando a sus Voroshílov y a sus Chapáiev. No importa quede momento nadie los conozca. El primer combate los descubrirá. ¿Napoleón? Aquí estuvo Napoleón. Precisamente desde aquí, hace ciento veintiocho años, Napoleón puso sitio a Zaragoza con varios miles de soldados. Los campesinos y artesanos aragoneses se encerraron en la ciudad y se negaron a entregarse a los conquistadores extranjeros. Durante ocho meses, el general Lefevre pugnó por forzar los muros de la fortaleza, abrió pasos subterráneos, voló con pólvora algunas casas, y transcurridos ocho meses, por orden de Napoleón, levantó vergonzosamente el asedio. Ahora en Zaragoza se ha encerrado con siete mil soldados, con artillería y tanques, el viejo general Cabanellas, miembro del gobierno fascista. Los campesinos aragoneses, los obreros catalanes aprenden de Chapáiev cómo defender sus derechos. El bolchevique ruso, mortalmente herido, se hunde en el río Ural, parecido al río Ebro. Y como en respuesta, atruena la sala un furioso llamamiento:

—¡A Zaragoza!

En una casita de la plaza está reunido el Comité Militar. Al pie de las ventanas, cantan unos jóvenes. La Roja Weddingsucede a la Carmagnole—,luego resuena la desconocida letra castellana de Guerrilleros del Amur.Aquí se han reunido hombres de todo el orbe, hasta suecos, australianos y macedonios. Hay, incluso, un negus abisinio, no auténtico, desde luego. Es un obrero italiano que se ha dejado crecer la barba y la lleva como el Negus. Es un hombre muy valiente, no se pierde ni un ataque, va ai combate desnudo hasta la cintura, con el fusil y la navaja. Todos le fotografían en recuerdo, y él repite una y otra vez: «Es necesario que lo vea Mussolmi: ha de ver que otra vez peleo contra él, no en Abisinia, sino aquí.»

De pronto, confusión, se oye el zumbido de un motor. Apagan las luces. Aparece un avión, muy pequeño, una simple avioneta. Da vueltas sobre Tardienta hasta que empiezan a disparar contra él al azar.

Encontrar un rincón para dormir no es fácil, todo está archirrepleto. A mí me han alojado en un molino de vapor. El dueño era un destacado fascista de la localidad; le fusilaron. En su dormitorio, ya bastante sucio, me ha recibido un hombre de edad madura, con la cara completamente negra por el pelo sin afeitar. Es un reportero del diario barcelonés La Publicitat.Ha sacado una tarjeta de visita de una tosca cartera de bolsillo y me la ha entregado. Yo he hecho lo mismo. Nos hemos saludado ceremoniosamente y, sin decir una palabra, nos hemos acostado juntos en la única y sucia cama.

14 de agosto

Me he despertado en la cama del molinero, vestido, abrazado a un barbudo. El colega periodista en seguida se ha puesto en movimiento, se ha arreglado el viejo cuello de la camisa, ha salido y ha vuelto con el café en un pote de soldado y un buen trozo de pan. Trueba, Alber y Marina han venido a compartir el desayuno. Yo he manifestado que quiero ir a Bujaraloz, a ver a Durruti. Trueba ha dicho que me acompañaría, quiere ver la columna anarquista.

Dos horas de viaje por caminos vecinales nos han cubierto otra vez con una espesa capa de harinoso polvo calcáreo. De nuevo nos hemos parado, una y otra vez, para comprobar el camino, paralelo al frente, a una distancia de tres o cuatro kilómetros. El enemigo también se confunde por estos caminos. Esta noche, una patrulla de campesinos ha gritado a un automóviclass="underline" «¿Quién vive?» Pronta respuesta: «¡Falange española!» Los campesinos han hecho fuego, han dado muerte a todos los viajeros, entre ellos un coronel fascista.