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6 de julio

Formando una gran caravana, el Congreso se ha trasladado hoy de Valencia a Madrid. Por el camino, un coche en el que iban Malraux, Ehrenburg y Kellin, ha chocado con un camión de obuses. Por poco ocurre una catástrofe.

En el pueblo de Minglanilla, los delegados han comido en casas de campesinos. Ha habido enternecedoras y vivas escenas de confraternización. Al atardecer, en Madrid, en un jardín de los alrededores de la ciudad, el ayudante del general Miaja ha recibido y saludado al Congreso.

Emocionados y nerviosos, los escritores se han instalado en el vacío hotel Victoria, preparado bien que mal para esta ocasión.

Por la noche han tronado los cañones. El Congreso no ha dormido. La gente iba de una habitación a otra, aguzando el oído, inquieta. Pero los cañones que retumbaban eran los nuestros: ayer, las tropas republicanas rompieron el frente por Villanueva de la Cañada, ¡atacan a Brúñete y a Quijorna! En gozoso día hemos llegado aquí.

7 de julio

Por la mañana, el Congreso ha celebrado su sesión en la sala del «Auditorio». Los madrileños han dado una lección al confuso Valencia, lo han organizado todo con muy buen sentido y eficacia. El ambiente de trabajo es aquí otro, más disciplinado, más preciso, menos oficial, más revolucionario. En los asientos destinados al público se ven muchos militares soldados y oficiales, españoles e internacionales. Los delegados buscan a sus compatriotas, conversan alegremente, les entregan regalos, cigarrillos, ropa y víveres.

Hoy han hablado René Blak, el argentino Uturburu, el chileno Romero, Willi Bredel, Vsievolod Vishnievski, Vladimir Stavski, Ludwig Renn, Nordal Grieg, Gustav Regler.

Mediada la sesión, ha entrado de súbito en la sala una delegación de las trincheras con la noticia de la toma de Brúñete y con una bandera recién capturada a los fascistas. El entusiasmo ha sido indescriptible.

No veo en absoluto Madrid. Paso por sus calles corriendo en automóvil y no tengo tiempo de observar nada. ¿Ha cambiado la ciudad en estos meses?

En la sesión de la tarde, la mayor parte de los oradores han hablado en español. Por esto se ha celebrado en el enorme local del cine Goya, para que los madrileños pudieran asistir.

Ha presidido María Teresa, muy solemne y emotiva. Ha dado la palabra al jefe de una división y luego a mí.

Yo estaba nervioso, por primera vez iba a pronunciar un largo discurso en español. He dicho:

—Al venir a este Congreso, yo me preguntaba qué es esto, en esencia: ¿un Congreso de Quijotes, un rezo literario impetrando la victoria sobre el fascismo o un nuevo batallón de voluntarios internacionales con gafas? ¿Qué pueden dar y a quién, este Congreso y las discusiones de personas armadas sólo con palabras? ¿Qué pueden dar aquí, donde el metal y el fuego se han convertido en argumentos, y la muerte es la demostración básica en la discusión?

Desde los tiempos más antiguos, no bien surgió el arte del pensar expresado en la palabra, hasta nuestros días, el escritor se pregunta: ¿quién soy yo, un profeta o un payaso, el capitán o el tambor de mi generación? Las respuestas han sido siempre distintas, a veces triunfales, a veces demoledoras. En el país en que ahora nos encontramos, en España, los escritores han conocido las amarguras de la humillación y los honores supremos, para sí y para su oficio. Hay países en que a los escritores se los considera algo así como hipnotizadores. Hay un país en que los escritores participan en la dirección del Estado, como hacen, por lo demás, las cocineras y todos quienes trabajan con sus manos o con su cabeza.

Si los escritores han experimentado muchas seducciones y han cometido muchos errores en la valoración de su papel en la sociedad, ello se debe, en parte, al carácter especial de su profesión. El trabajo del literato, su producción, casi nunca es anónimo. El nombre del autor, su individualidad, aunque sea la más insignificante, sirve oficialmente de objeto de demanda para el público y constituye un elemento inseparable del juicio que merece la calidad del libro. Cuando un obrero produce, por ejemplo, cerillas, o un campesino produce trigo, puede aplicar en su trabajo toda su individualidad y todo su saber personal, toda su alma, y, pese a todo, el fruto de su trabajo será anónimo, será, simplemente, cerillas o trigo. Si un escritor produce aunque sólo sean diez líneas, aunque éstas sean incoloras, vacuas de contenido y descuidadas, las firma con su nombre, y esto se considera normal, es casi obligatorio, y cuantas menos son las líneas escritas, cuanto menos pueden éstas decir, tanto más necesaria resulta al pie la firma del autor.

Ha sido esto, en parte, lo que ha dado origen, entre los escritores de distintas épocas y diferentes pueblos, a la falsa teoría de la «expresión», teoría que, modificando su aspecto y la terminología, siempre se ha reducido, aproximadamente, a la idea de que el escritor tiene dentro de sí, quizá en alguna parte entre el hígado y los ríñones, cierta glándula misteriosa, la cual, a modo de «piedra filosofal» de los viejos alquimistas, produce de por sí una valiosa sustancia: la literatura. Según la teoría de la «expresión», la tarea del escritor estriba en hallar la mayor fuerza para interpretarse a sí mismo, para penetrar lo más hondamente posible en su interior, para defenderse contra influjos exteriores y hacer posible que la glándula milagrosa elabore su jarabe del arte.

Me inclino a creer que en esta sala, en este Congreso, no hay personas con las cuales sea necesario discutir en torno a la teoría de la «expresión». El camino de creación y de trabajo social recorrido por cada uno de los aquí presentes, antes de que le condujera aquí, al heroico Madrid antifascista del año 37, le ha librado hace tiempo de semejantes ilusiones. Nosotros nos hemos convencido hace tiempo —y lo hemos comprobado miles de veces— de que nuestros sentimientos y nuestros estados de ánimo, como escritores, no se engendran desde dentro, sino que expresan el estado de los espíritus y de los pueblos y clases, sus afanes y esperanzas, sus desilusiones y su ira.

Nuestro excelente amigo Romain Rolland ha expresado con las palabras que cito a continuación, este robusto sentimiento del nexo que se da entre el escritor y la sociedad: