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«Lo nuevo, aquí, no está en que los grandes artistas —precursores— canten al sol antes de su salida, sino en que el día, al fin, se ilumina, en que se ha tendido un puente entre el sueño del arte y la acción social. Así el sueño del arte no está entretejido ya solamente de lo que se prevé, se crea a base de la vida material. Cobra vida en la realidad. En nosotros ha aparecido un nuevo sentimiento de seguridad, nunca experimentado antes. Ya no somos hombres que nos movemos en el agua. Cuando Wagner creaba su Tristón,no esperaba hallar nunca en Europa un público que pudiera escucharle y comprenderle, y escribía, dicen, para el público imaginario de Río de Janeiro... Los genios del arte se han visto obligados a crearse, al mismo tiempo que elaboraban sus obras avanzadas, una visión ilusoria del futuro pueblo que va a reconocer en tales obras su propia canción. Ahora este pueblo existe. Ya no estamos solos. Ya creamos conjuntamente. Aunque el papel del gran artista estribe siempre en adelantarse al estadio de su época, en ver la plenitud de lo que en el momento dado sólo apunta, el artista pertenece, con todo, al mismo siglo que las otras brigadas de trabajadores. Y todos juntos laboran según un mismo plan, como en otros tiempos los pueblos edificaban las catedrales.»

¿Cuál es, en nuestra época, la norma de conducta del escritor honrado que tiene conciencia de su nexo con la sociedad y con su clase social? ¿De qué mejor manera puede servir a los trabajadores?

¿Es necesario dar consejos al maquinista de un tren o distraer a los pasajeros para obligarlos a soportar un largo viaje? ¿O hay que saltar del vagón y empujar el tren en una cuesta empinada?

Ustedes saben que el temperamento y la sinceridad de una serie de escritores antifascistas los ha impulsado a participar de manera directa en esta lucha en calidad de voluntarios. Encerraron en el armario de su casa sus manuscritos y se fueron en seguida como soldados de las Brigadas Internacionales del Ejército Popular español. Otros han venido aquí con las buenas intenciones de mirar y escribir, pero al ver la guerra, al ver el peligro del pueblo español, han interrumpido su trabajo literario y han empuñado las armas.

Sobre esta cuestión se discute: ¿cómo ha de conducirse el escritor, en contacto con la guerra civil de España? Desde luego, tienen razón quienes sostienen que el escritor ha de luchar contra el fascismo con las armas que mejor domina, es decir, con su palabra. Byron hizo más con su vida para la liberación de toda la humanidad que con su muerte para la sola liberación de Grecia. Pero hay momentos en que el escritor —me refiero a algunos escritores— se ve obligado a convertirse él mismo en personaje activo de su obra, y no puede confiar en los héroes de ficción, ni siquiera ideados por él mismo. Sin esto, se rompe el hilo de su obra creadora, siente que sus personajes han avanzado mientras que él se ha quedado a la zaga. Pero, desde luego, los escritores han de participar en la lucha como escritores.

Para ayudar así al pueblo no es obligado, ni mucho menos, pelear en el frente ni siquiera venir a España. Cabe participar en la lucha hallándose en cualquier rincón del globo terrestre. El frente se ha extendido muy lejos. Sale de las trincheras de Madrid, atraviesa Europa entera, todo el mundo. Cruza países, aldeas y ciudades, pasa por las ruidosas salas de los mítines, serpentea calladamente por los anaqueles de las librerías. La particularidad principal de este frente de combate nunca visto en la lucha de la humanidad por la paz y la cultura, estriba en que en ninguna parte encontrará ahora un lugar donde poder recluirse quien anhele paz, sosiego y neutralidad.

En el transcurso de este último mes, he visto en Europa a personas que se llaman materialistas y revolucionarios ultraizquierdistas, y que pretenden demostrar la necesidad de llegar a un compromiso con Hitler, he visto a sacerdotes católicos vascos que iban al ataque junto con las tropas de su pueblo, al lado de los comunistas, contra las legiones fascistas italianas que han recibido la bendición del Vaticano.

Republicanos, anarquistas, marxistas, católicos, simplemente, hombres sin partido, para todos hay sitio en las filas de los combatientes contra el enemigo común, el fascismo. No hay sitio tan sólo para quien quiere creer o cree en alguna posibilidad de compromiso con dicho enemigo. En este caso, por hondamente que esté escondida la idea de la capitulación o del contubernio, por complejas que sean las argumentaciones políticas, filosóficas o artísticas con que se encubre dicha idea saldrá al exterior y se desenmascarará a sí misma.

Digan cien mil palabras sobre lo que quieran, alaben, critiquen, entusiásmense, lloren, analicen, generalicen, aduzcan comparaciones geniales e impresionantes características, da lo mismo, tal es la lógica de nuestro tiempo, ¡ustedes han de decir al fascismo «sí» o «no»!

La paz entre los pueblos se ha hecho indivisible e indivisible se ha hecho la lucha por la paz de los pueblos. Para nosotros, hombres que hemos promulgado la Constitución Soviética, quedan bastante alejados el parlamentarismo americano, el francés y hasta el español. Pero consideramos que todo esto se encuentra a un lado de la línea. Al otro lado, se encuentra la tiranía hitleriana, el ambicioso afán de poder del dictador italiano, el terrorismo trotskista, la rapacidad insaciable de los militaristas japoneses, el odio de Goebels por la ciencia y la cultura, el frenesí racista de Streicher.

No hay dónde esconderse, dónde ponerse al abrigo de esa línea divisoria, ni en la primera línea de fuego ni en la más profunda retaguardia. No cabe decir: «No quiero ni lo uno ni lo otro», como tampoco puede decirse: «Yo quiero lo uno y lo otro», «Estoy contra la violencia y contra la política.» Y quien menos puede decirlo es el escritor. Cualquiera que sea el libro que escriba, trate de lo que trate, el lector penetra en él hasta las más escondidas líneas y encuentra la respuesta: «por» o «contra».

La mejor confirmación de esta verdad nos la ofrece el ejemplo de André Gide. Al publicar su libro, lleno de sucias calumnias contra la Unión Soviética, dicho autor intentaba conservar la apariencia de neutralidad y esperaba mantenerse en el círculo de escritores «izquierdistas». ¡En vano! Su libro en seguida ha llegado a los fascistas franceses y se ha convertido, junto con su autor, en su bandera fascista. Y esto es singularmente aleccionador para España dándose cuenta de las simpatías de las masas por la República española, temeroso de atraer sobre sí la ira de los lectores. André Gide, en un apartado rincón de su libro ha incluido algunas palabras confusas aprobando a la Unión Soviética por su actitud respecto a la España antifascista. Este camuflaje, sin embargo, no ha engañado a nadie. El libro ha sido impreso por entero en varios números del principal órgano de prensa franquista, Diario de Burgos.¡Los suyos han reconocido al suyo!

Por esto exigimos del escritor una respuesta honrada: ¿con quién está, en qué lado del frente de lucha se encuentra? Nadie tiene derecho a dictar la línea de conducta al artista y creador. Pero quien desee ser tenido por hombre honrado no ha de permitirse pasear ora por un lado de la barricada ora por el otro lado. Esto se ha convertido en un peligro para la vida y es mortal para la reputación.

Ustedes saben que para nosotros, escritores del país soviético, el problema acerca del papel del escritor en la sociedad ha sido resuelto hace tiempo de manera totalmente distinta que en los países del capitalismo. Desde el momento en que el escritor ha dicho «sí» a su pueblo, que construye el socialismo, se convierte en un creador avanzado, con todos los derechos, de la nueva sociedad. Con sus obras influye directamente en la vida, la empuja hacia adelante y la modifica. Esto hace que nuestra posición sea elevada y honrosa, pero difícil y de responsabilidad. Nuestro escritor Sóboliev ha dicho —y en esto hay una parte de verdad— que el país soviético le da al escritor todo menos una cosa; el derecho a escribir mal. El crecimiento de nuestro lector se adelanta, a veces, al del escritor. El autor necesita poner en tensión todas sus fuerzas intelectuales y creadoras para no quedarse a la zaga de sus lectores, para no perder su confianza y, simplemente, su atención.