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Defendiendo a Madrid contra las hordas de los bandidos del aire, los aviadores republicanos combaten sin regatear sus fuerzas ni sus vidas. Esta noche, un caza republicano, por primera vez en plena noche, ha atacado y ha derribado en el sector de El Escorial a un Junker trimotor fascista. El aparato de bombardeo, envuelto en llamas que ardían en medio de las tinieblas de la noche, ha caído al suelo en el dispositivo de los republicanos. Hoy, por la mañana, se han encontrado sus restos y tres cadáveres de aviadores alemanes. El heroico aviador, Carlos Castejón, ha sido ascendido a capitán por su hazaña.

Esta mañana, la artillería antiaérea ha derribado cerca de Villanueva de la Cañada otro Junker. Su tripulación también ha perecido.

Los fascistas han respondido con un nuevo y feroz bombardeo de las aldeas de Cañada y Quijorna, en el que han participado cuarenta aparatos de bombardeo y cuarenta cazas. En un nuevo combate aéreo, los republicanos han derribado dos Fiats. En otro encuentro, un aparato de bombardeo ligero republicano ha logrado incendiar y derribar a un caza.

En la segunda mitad del día, los fascistas, después de un intervalo, han reanudado su bombardeo sobre Madrid con artillería pesada. Esta vez han elegido como blanco el barrio obrero de Cuatro Caminos. Ahí no hay absolutamente ningún objetivo militar, pero sí hay mucha carne para los cañones, mucha gente pobre, en su mayor parte viejos, mujeres y niños, que viven apretados en lamentables y frágiles casitas. Ahora, sobre Cuatro Caminos se elevan columnas de humo. Los obuses estallan sin interrupción. Las ambulancias se llevan de las estrechas calles cuerpos ensangrentados, muertos y medio vivos.

3 de agosto

En el frente de Madrid hay relativa calma. En cambio, los fascistas han vuelto a dirigir el fuego directamente sobre la ciudad. Hoy, por la noche, su artillería ha disparado como no lo había hecho durante dos meses por lo menos. Desde la medianoche hasta las dos y media de la madrugada he contado más de doscientas cincuenta explosiones, esta vez en el centro de la ciudad. Muchas veces los disparos de la artillería se hacían simultáneamente; el número de obuses dirigidos a la ciudad puede ser fijado en cuatrocientos. Nunca los artilleros habían tenido ante sí un blanco tan enorme y favorable como en España en el año 1937. Disparen como disparen, siempre dan en alguna casa... Un obús ha estallado muy cerca de la nuestra, varias ventanas han salido volando; por la mañana, las imperturbables mujeres de la limpieza madrileñas han recogido los cascotes del estucado poco firme.

En los hospitales y depósitos de cadáveres de Madrid, hay un nuevo centenar de heridos y muertos. Víctimas inocentes, han dado su sangre y su vida sólo porque se han atrevido a vivir y respirar en el Madrid republicano antifascista. Hay también algunos que se han salvado por milagro. He hablado con la numerosa familia de un conductor de tranvías la cual ha quedado cubierta, mientras dormía, por los ladrillos que caían desde arriba. En los tres pisos superiores, estalló un obús de cañón de ciento setenta y cinco milímetros. Cuando los miembros de esta familia, compuesta de nueve personas, han salido de los escombros, se ha visto que todos habían quedado vivos e ilesos, incluso un niño de pecho.

En una de las calles centrales, cinco explosiones han desfigurado un gran edificio cubierto de banderas inglesas. ¡Qué incorrectos, esos obuses!

12 de agosto

No hace mucho vieron la película Golpe por golpe—maniobras en Bielorrusia— y cambiaron impresiones muy tumultuosamente.

—¡No te digo nada!

—¡Allí deberíamos de ir nosotros, donde los tanquistas soviéticos, a ver y aprender!

—¡Y qué terreno!

Explican filosóficamente y con sentido del humor:

—Se diga lo que se quiera, pero nosotros, tanquistas españoles, luchamos en condiciones difíciles. Aquí todo es antitanque. El terreno, el clima, los cañones y la gente.

Es difícil discutírselo. Seguramente no se encontraría en ninguna parte un relieve tan poco propicio para la actuación de los tanques. Bien estaría que se tratase de auténticas montañas, en este caso no habría de qué hablar. El tanque no está obligado a subir por una pared y basta. Pero aquí, sobre todo en el frente del centro, el terreno es rocoso —ondulado—, boscoso y demás. Se encuentra un valle de medio kilómetro; luego, el valle se estrecha formando un desfiladero como una rendija; después, se abre un campo dilatado, llano, pero entrar en ese campo tampoco es cosa fáciclass="underline" hay que dar vueltas por las laderas y descensos a la vista del enemigo. Luego se presenta en seguida otra pendiente que ni siquiera es muy alta, pero sí terriblemente empinada. Mientras la doblas, ofreces al enemigo toda la barriga del tanque. No hay que abrir muchos fosos antitanque. La naturaleza los ha excavado con gran abundancia, como no habría podido hacerlo ninguna unidad de zapadores. El conductor ha de hacer gala de un extraordinario arte y aun de mayor paciencia.

El clima de España es de lo más antitanque. De esto se ha escrito mucho en la prensa europea y distinguidos especialistas militares presagiaban que desde comienzos del verano a este lado de los Pirineos se interrumpirían por completo las acciones de los tanques. Se aducía como ejemplo Abisinia, donde con la llegada del calor, los tanques dejaron de funcionar: no lo resistían ni las personas ni las máquinas. Aquí resisten personas y máquinas. ¡Pero lo que ello cuesta! La temperatura en el tanque, cuando está en marcha, se eleva hasta los sesenta y cinco grados; la del aceite, ¡hasta los ciento cinco! Ya pesar de todo, el mecanismo trabaja sin fallos y los hombres en las máquinas atacan las líneas fascistas, las rompen, llegan hasta las posiciones de fuego y las liquidan. Y téngase en cuenta que la simple conducción del tanque, la simple permanencia en ese sofocante aire metálico, candente, es ya un acto digno de admiración.

Mi interlocutor cuenta:

—Hablando con sinceridad, una vez, de todos modos, no lo soportamos. Sentimos que, un poco más y nos desmayamos, pues, la verdad, no se podía respirar. Lo experimentamos todos, pero individualmente. Y para que lo sintiéramos a la vez, hacía falta que lo dijera el comandante. Y he aquí que, después de haber disparado una dotación de municiones, el jefe dice: «Vamonos a repostar de aire.» Nos apartamos unos ochocientos metros, bajo un olivo, salimos del tanque y venga a respirar. ¡Pero cómo respirábamos! En mi vida había respirado de aquel modo. Respirábamos, en verdad espléndidamente. Cerca de nosotros, a muy poca distancia, cayeron dos obuses, pero ello no influyó para nada en nuestra respiración. Luego, de vuelta, ocupamos nuestro lugar y volvimos al combate. Claro, perdimos en aquello dieciocho minutos, pero, se lo aseguro, el resultado fue de todos modos muy útil...

La artillería antitanque no constituye, desde luego, en lo más mínimo, una peculiaridad española. Pero es, precisamente, en la campaña española donde este tipo de arma ha aparecido por primera vez. Pequeños cañones casi del todo imperceptibles para la aviación y las tropas de tierra, transportables con mucha facilidad hasta las líneas más avanzadas, saben clavar sus aguijones dolorosamente. Ponerse al abrigo de esta artillería es difícil, sobre todo en las condiciones que ofrece el relieve español. Uno de los recursos de lucha más eficientes contra el cañón antitanque, según ha demostrado la experiencia de combate, es que una máquina atraiga sobre sí el fuego de los cañones y los otros dos tanques, con ayuda de la infantería o sin ella, tomen como en tenaza, desde dos partes, los cañones antitanques, disparen contra ellos y los aniquilen.