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Ha transcurrido más de media hora. El humo sobre Quinto se ha desvanecido hace rato. La pausa queda interrumpida por el vuelo de la aviación. Cinco aparatos republicanos de bombardeo, ligeros, descargan sus bombas sobre los fortines. Luego llega desde el suroeste un destacamento de cazas para cubrir la caballería republicana y la columna motorizada que cumplen la otra parte de la operación.

Después del mediodía, se desarrolla un pequeño episodio. Desde la retaguardia avanza por la llanura un camión con un remolque. Sin apresurarse mucho, salta tranquilamente por los terrones y se va aproximando a las líneas avanzadas. Al principio nadie se fija en él. Luego todo el mundo empieza a mirarlo. En el camión, una pieza de artillería; en el remolque, obuses.

Mirando con los gemelos, reconocemos este sorprendente combinado de la batería Táhlmann: un viejo cañón del setenta y cinco del siglo xix tomado del museo —sí, sí, del Museo Histórico militar de Madrid— al principio de la guerra civil. Ahora los republicanos tienen buena artillería, moderna. Pero los jóvenes artilleros franceses no quieren separarse de su viejo. Han pedido conservar el cañón en combate mientras no se venga abajo.

El camión sigue avanzando más y más. Todos esperan, sorprendidos, a ver hasta dónde llegará aún. Los fascistas también esperan —por lo visto, quieren achicharrar a los insolentes de un solo disparo—. Del camión se apartan dos figuras. Hacen un reconocimiento, luego regresan. El camión se para en un montículo —ahora ya se encuentra a unos quinientos metros delante de la vanguardia de infantería— y la venerable pieza de artillería empieza a disparar furiosamente en tiro directo contra las troneras de los fortines fascistas.

Las baterías de Quinto abren un fuego diabólico contra el viejo cañón y sus jóvenes servidores, de un arrojo sin límites. Cada varios segundos desaparece de nuestra vista envuelta en una columna de humo y el corazón se contrae de dolor. Pero al instante entre el humo de nuevo brilla la llama ¡«Tahlmann» responde!

Cuarenta minutos dura este duelo estremecedor. El cañón dispara toda su dotación de municiones: 120 obuses. Sus últimos disparos se hunden en el estrépito de las baterías republicanas. El tercer potente ataque de fuego —y último— sume a Quinto en el humo y el polvo.

La infantería no tarda. Los combatientes se levantan del suelo y con las bayonetas caladas, con granadas de mano, se lanzan sobre la primera línea de trincheras. Durante algunos minutos los fascistas siegan con fuego de ametralladora. Pero por detrás, sobre la cresta de las colinas, también aparecen hombres: es otra brigada republicana, la que vadeó el río y corta la retirada a los fascistas.

Los cañones de los facciosos enmudecen. Hay un desordenado tiroteo, estallan las granadas de mano. Los reductos han quedado vacíos.

Los republicanos entran en ellos y lo encuentran todo abandonado en medio del pánico: ametralladoras, bolsas de cartuchos, hasta gorras, periódicos zaragozanos de ayer, abanicos de papel con el retrato de Franco, cadáveres y algunos heridos. A uno, un obús le ha arrancado un brazo. El soldado se cubre la herida con un trapo para ponerla a salvo de las moscas y pide agua. En las zanjas de comunicación, hay montones de documentos rotos y boinas escarlata de los requetés.

Junto a las baterías, están atareados dos jóvenes con los cabellos blancos de polvo. Son franceses: el capitán Carré-Gaston y el teniente Samuel quienes, junto con un grupo de seis jóvenes comunistas, franceses y belgas, tan heroicamente han atacado a Quinto con el viejo cañón. Están entusiasmados con los trofeos. Los cañones abandonados por los fascistas se encuentran en perfecto estado y con reserva de municiones.

El pueblo se ha tomado, pero aún no ha quedado limpio de enemigos. Varios centenares de fascistas se han encerrado con ametralladoras en la iglesia. Los demás, se esconden por las casas. En las callejuelas hay tiroteo. El jefe de la unidad sanitaria ha venido en la primera ambulancia. Hace entrar el vehículo en la plaza de la iglesia, sale para recoger a los heridos y una bala en la sien, disparada desde el campanario, le deja muerto en el acto. Colocan el cadáver en la ambulancia.

En el ataque han muerto ocho jefes y comisarios republicanos, unos sesenta soldados. Con algunos de ellos he hablado por la noche al comenzar a escribir estas líneas; ahora no están entre los vivos. Los fascistas han perdido quinientos hombres.

Pero la vida triunfa sobre la muerte. Por las calles avanza una multitud de refugiados. Los fascistas han evacuado sólo a la población en condiciones de luchar. A los viejos, a las mujeres y a los niños los han dejado bajo el fuego. Ahora se los manda a la retaguardia republicana, por si los fascistas contraatacan o bombardean. Los soldados, cansados, polvorientos, galantean a las mozas.

Por la calle principal conducen un enorme rebaño de ganado. También él ha sido hecho prisionero.

Luego, entre el tiroteo, entre los lamentos de los heridos, se oye, de súbito un increíble y alegre ruido, griterío y risas. ¿Qué ha ocurrido? Han encontrado un pozo, un verdadero pozo, con agua, y al instante se ha formado allí una larga y vocinglera cola de soldados. Alguien ya ha tomado providencias: se llenan las cantimploras, el agua no se lleva en cubos, pues no bastaría para todos, y primero hay que dar a probar el agua a una oveja, por si está envenenada.

La oveja bebe y no le pasa nada, el agua es buena, no está envenenada. No han tenido tiempo de envenenarla.

Desciende la noche. Aquí, es posible dormir.

31 de agosto

Hoy el día es caluroso y sofocante como pocos. Pero durante el día, no hay dónde tumbarse: la sombra más próxima es la de un solo olivo y luego, a muchos kilómetros de distancia, un sotito polvoriento en el que se ha escondido la reserva de tanques. No se debe estar tumbado: sería la manera más segura de sufrir un ataque de insolación. No hay tiempo de estar tumbado, pues desde la mañana otra vez se lucha y, en torno, todo está en el combate, todo participa en él, todo influye en él y de él depende.

Durante estos días, el ejército, aunque con lentitud, ha atacado sin cesar. Después de Quinto, han sido tomadas las poblaciones de Mediana, Codo, Puebla de Albertón, Ermita y Castillo de Banastro. Todo esto no son sólo pueblecitos, sino auténticas fortificaciones pequeñas, con defensas en círculo, con excelentes reductos de cemento y cemento armado, sistema alemán, con fortines y refugios, con artillería, morteros y ametralladoras. Todo ello, en su conjunto, constituye un fuerte cinturón fortificado que cubre a los fascistas en el frente de Aragón. La pasividad de las unidades republicanas de Cataluña durante casi un año entero ha permitido a los fascistas fortificarse aquí tan sólidamente.

Mediana y Codo están por completo desiertos. Aquí, los republicanos no han hecho ni un solo prisionero. Las unidades fascistas que han sobrevivido, se han unido a la guarnición de Belchite. Allí han llevado también a todos los jóvenes campesinos, movilizados a la fuerza. Los viejos, las mujeres y los niños se han dispersado.

Codo está desierto, como encantado. En calles y patios, ni una alma. Por las terrazas de la colina se apelotonan casas de uno y dos pisos, edificadas con piedra gris. En las plantas bajas, hay amontonados sacos de trigo, enormes tinas de aceite de oliva; en las casas de los ricachones, cuelgan de los techos jamones ahumados. La vajilla en las alacenas, la ropa en los armarios, flores aún no marchitas en un jarro, periódicos zaragozanos del 28 de agosto; la huida de este lugar ha sido repentina y trágica. Corretean fatigadas gallinas; el comisario ha dado la orden de no tocarlas, pero ahora no hay quien pueda ocuparse de darles de beber. Las puertas de la iglesia están abiertas de par en par, en el altar arden las lámparas, yacen las vestiduras sacerdotales, está abierto el sagrario. En un cesto de cañas, velas clasificadas. En un plátito, han quedado monedas de cobre. Y al lado mismo, sobres con dibujos religiosos: Cristo bendice un rebaño de ovejas. Si se cierra el sobre, la cabeza de Franco impresa en la lengua del sobre cubre la cabeza de Cristo y se le aloja cómodamente en el cuello...