En la comandancia militar, cajas de cartuchos, retratos de generales sobre la mesa, listas de campesinos con anotaciones: «ex anarquista», «ex socialista», «la mujer, en Murcia». En la plaza, un cartel de la Falange fascista, precipitadamente rasgado por alguno de los soldados que han pasado por aquí corriendo.
No es posible permanecer en este lugar, dan náuseas: el viento difunde el terrible hedor de los cadáveres, que cubren toda la pendiente de la montaña y el extremo del poblado. He ahí un moro enorme, brazos y piernas extendidos. A su alrededor, dispersadas por el suelo vainas de cartuchos disparados; lleva la guerrera abierta y en el negro e hinchado pecho, una gran mancha de sangre. Y otros cuatro cuerpos entecos yacen de espaldas, con las nucas deshechas. Les ha pegado un tiro su propio oficial...
Desde la inmediata hilera de colinas, a través de una hondonada, la Brigada N ataca los fortines avanzados de Belchite. Uno de ellos ha caído hoy al amanecer —se ha entregado él mismo—. El sargento ha dado muerte a su oficial y junto con cuarenta soldados se ha pasado al lado de la República. Ahora está sentado en una trincherita, entre el jefe de la brigada y el jefe de artillería, fuma y señala los objetivos.
Todo el peso del ataque ha recaído en este flanco, el izquierdo. Por el otro lado, desde detrás de la estación, dos brigadas locales, formadas por aragoneses, actúan con muy poco empuje, y se pasan la mayor parte del tiempo discutiendo con los tanques sobre cómo atacar y quién ha de atacar primero. Cuando los tanques abrieron enérgico fuego contra la estación, los soldados de estas brigadas se agruparon junto a las máquinas y se pusieron a aplaudir llenos de entusiasmo. Pero no han ido al ataque y han esperado a que la artillería de Belchite disparara contra los grupos y matara a varios hombres.
Por la izquierda atacan los madrileños, con mucha valentía, si bien aún con no mucha pericia. Corren hacia adelante de cuerpo entero, inclinando sólo ligeramente la cabeza, y se burlan de los que bajo el fuego se arrastran como si fueran unos cobardes. En cambio, si el fuego siega a varios hombres, todo el grupo se detiene y se ha acabado el ataque, es necesario volver a comenzar desde el principio después de una pausa. A fin de cuentas, llegan precisamente quienes avanzan con cautela, arrastrándose.
Lo mismo ocurre ahora: cuatro tanques han terminado de disparar; instantáneamente, el batallón que ha avanzado a rastras durante los disparos, hacia las trincheras, se levanta y se lanza al ataque; en sentido contrario corren sin armas, con las manos en alto y gritando «isalud!» los intimidados fascistas. Los llevan escoltados a la retaguardia, mientras los tanques siguen avanzando, hacia abajo, en dirección al cementerio.
Las baterías de Belchite han enmudecido. Parte de los cañones está destrozada; los demás han terminado las municiones. Pero no es tan fácil tomar la ciudad. Aquí están fortificados determinados barrios, calles y casas. Todos están armados: quien se negaba a combatir, ha sido fusilado sin dilación. Los evadidos explican que el mando de los facciosos, después de dirigir a las guarniciones de Codo y Mediana aquí, ha dado al grupo la orden de mantenerse a toda costa, ha prometido mandar pronto refuerzos y víveres. Anima a los fascistas por radio cada dos horas. Perder Belchite significa, para él, perder más de dos mil bayonetas y un importante nudo de defensa, casi en la conexión de los frentes de Aragón y de Teruel. Si el cerco se prolonga, o irrumpirán aquí las unidades fascistas desde el suroeste o la propia columna se abrirá camino a través de la estación y saldrá de la ciudad.
Como confirmación de estas aprensiones, en el flanco derecho, por Ja parte alta, aparecen unos remolinos de polvo: cuatro, cinco, luego hasta diez. Corren veloces hacia la ciudad. Se diría que se trata de infantería motorizada. Cesan las conversaciones. Desde el puesto de mando ordenan: que den la vuelta los tanques y que se dispongan a cortar el camino a la columna de la derecha. Pero en el último momento, todo se aclara. Se trata de carros blindados, mandados en ayuda del flanco derecho de las unidades catalanas que atacan. Todos respiramos aliviados.
Comienza la preparación del nuevo asalto. Mas, de pronto, las cabezas se levantan hacia el cielo: la aviación. Hoy se presenta ya por tercera vez. Por la mañana ha estado la fascista —ha bombardeado a la infantería que atacaba—; después, la republicana —ha bombardeado los fortines y las baterías de Belchite—; ¿Y ahora?
Intento distinguir en el cielo vespertino las siluetas de los aparatos, un minuto más tarde todo se aclara: doce Junkers, custodiados por cazas, se dirigen hacia aquí. ¡Y con qué rapidez! La infantería comienza a ocultarse en las rugosidades y grietas del terreno. Los tanques no se mueven, no oyen, pero oirán en seguida. El destacamento de aviones lanza las bombas sobre Codo, sobre el Codo desierto. Al medio minuto, todo el poblado desaparece bajo una inmensa columna de humo y llamas. ¡Se han equivocado! Pero no, a los Junkers les quedan bombas también para nosotros.
El batallón se dispersa gritando por el campo. El comisario grita: «¡Seguidme!», y arrastra a los hombres hacia la pendiente de la colina. En general, estar tumbado en la pendiente es preferible: hay menos peligro de que caigan encima las bombas y los cascotes. Pero es mucho mejor pararse y —sobre todo cuando el avión está cerca— contemplar tranquilo la línea de su vuelo. De esta línea, que coincide con la dirección de la serie de bombas que caen, hay que huir en sentido perpendicular, y a los cincuenta metros, la bomba ya no mata. El comisario vacila y corre hacia nosotros. Esto le ha salvado.
Nos echamos de golpe en un hoyo. Alguien grita: «¡Los caballos!» En efecto, cinco batallones de caballos corren enloquecidos por el campo, se levantan sobre las patas traseras. Pero ya es tarde. Hacia aquí se acercan atronadoras explosiones, cada vez más fuertes. El cerebro percibe su aproximación. Echado cara al cielo, uno se siente blanco inmóvil. La penúltima explosión nos ha cubierto de tierra. ¿Y la última? No ha habido última explosión. Todos estamos con vida, sólo ha muerto un caballo. Los Junkers, zumbando sonoramente, se dirigen hacia Belchite. ¡¿Acaso van a bombardear también allí?!
No, es otra cosa. Tres aviones, los que, durante el bombardeo, se han mantenido aparte, descienden ahora muy bajo y arrojan a la ciudad, en paracaídas, grandes sacos. Por lo visto son obuses, quizá cañones antitanque, es posible que, además, haya víveres.
¿Volverá hoy la aviación? No es probable. Ya son las ocho menos veinte, en seguida oscurecerá. Pausa. Luego, un retumbante disparo la batería de Belchite, que había enmudecido por completo, tira contra los tanques. Por lo visto, los sacos han servido para algo.