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Desde la mañana, por los pasillos se habla mucho del gran discurso de oposición que, al parecer, ha preparado para hoy Largo Caballero. Pero al iniciarse la sesión se pone en claro que Caballero hoy no va a hacer uso de la palabra. Tiene otras preocupaciones. Hoy debía reunirse el Comité Nacional de la Unión General de Trabajadores. Los miembros del comité pensaban condenar la actuación de Caballero —que ha carcomido la organización— y destituirle del puesto de secretario general.

Al terco y enfurecido viejo no se le ha ocurrido nada mejor que encerrarse en el local del secretariado y no dejar entrar a nadie. El Comité Nacional se ha reunido en otro lugar y al atardecer ha destituido a Largo Caballero del puesto de secretario general.

Al abrir la sesión de las Cortes, su presidente, Martínez Barrio, dirige las primeras palabras al ejército republicano que por tierra, mar y aire heroica y tenazmente defiende la independencia y la libertad de España.

17 de octubre

De nuevo se libran batallas duras, encarnizadas, en los accesos a la Zaragoza fascista. Veinte veces hemos hablado ya de batallas «duras, encarnizadas». Pero no nos repetimos en lo más mínimo. Cada nueva etapa de la guerra de España aporta un mayor encarnizamiento en la lucha, una mayor densidad de fuego y de maquinaria bélica, un número mayor de víctimas.

No sé cómo conceptuará el día de hoy el parte del Ministerio de la Guerra. Los periódicos de Valencia llegarán aquí pasado mañana; primero los conducirán en coche por las carreteras anchas; luego, en motocicleta, por los caminos vecinales; después, en mulos, por las montañas.

Entonces, el día de hoy se habrá fundido con otros días, será difícil recordarlo con todos sus detalles entre los cuatrocientos días de guerra ya vividos. Ahora, cuando acaba de quedar cerrado por la oscura cortina de la noche, aún se mantiene ante los ojos...

Ahora ya no es necesario agitar a nadie, aquí, acerca de la necesidad de las fortificaciones. La aviación ha enseñado a cada individuo a ser zapador de sí mismo. Las palas se miran con envidia, las piden a préstamo y en cola. Quienquiera que haya de permanecer en un mismo lugar más de una hora, rebusca en torno con la mirada si no hay algún agujero o alguna grieta en la tierra. Si no hay, empieza a cavar, a rascar, a arañar, si no con la pala, con la navaja o con el plato de aluminio —algunos lo han afilado por un canto, como si fuera una navaja—. Ahora nadie cree que es perder el tiempo cavar la tierra. También hoy, no bien han traído el perol con el café, han aparecido ya los aviones.

No son muchos —cuatro Junkers con doce Fiats—. En seguida han sido recibidos por los republicanos. Combate aéreo. Los aparatos de bombardeo escapan. Finalmente, uno cae como una piedra; de otros tres, saltan en paracaídas: muy cerquita... Una hora más tarde, conducen al barranco uno tras otro, a dos aviadores italianos prisioneros. Llaman desde la brigada vecina, dicen que allí han capturado al tercero: cayó tras unas rocas e intentó disparar. El cuarto quedó muerto en el acto.

A las 11, los republicanos inician su primer ataque. Hay que entrar en Fuentes de Ebro, uno de los grandes distritos en las inmediaciones de Zaragoza. De por sí, Zaragoza es también una fortaleza, antigua y famosa. Pero ahora los alemanes la han completado con un grupo entero de puntos fortificados en un sistema de defensa circular —Belchite, Mediana, Quinto, Villamayor, Fuete—. Parte de esos puntos ha sido tomada; parte, se defiende, reforzada con artillería, con nuevas fortificaciones y unidades complementarias.

El primer ataque no ha tenido éxito. A las 13.30 horas ha de comenzar el segundo. Exactamente a las 13.20 horas se oye ruido de motores; todo el mundo se esconde en las grietas, pero en seguida saltan al exterior: los aviones son gubernamentales. Vuelan bajos, mostrando sus signos distintivos, luego se elevan y un minuto* después vemos, conteniendo la respiración, todo el horizonte, sobre las trincheras fascistas, cubierto de humo.

En seguida avanza el grupo de tanques. Algunos llevan sobre su blindaje, sentados, soldados de infantería, son soldados de choque, de la intrépida juventud española.

Desde aquí, desde la roca, se ven todos los detalles del ataque. Los tanques se acercan a las alambradas. Las rompen. Ahí, la infantería subida a los tanques debería saltar instantáneamente y echarse al suelo. Pero esos locos muchachos siguen avanzando. ¡¿Por qué?! ¡¿Por qué?! Los siegan con fuego de ametralladora y de cañón antitanque. No es posible mirarlo. Caen como las manzanas del árbol. ¿Es posible que también ese joven de dieciséis años, voluntario, con la cabeza descubierta, que subió al tanque hace media hora, también?...

Los facciosos reciben al grupo de tanques con una nube de fuego.

Las explosiones acompañan el camino de los tanques formando un estrecho círculo. Parte de los proyectiles antitanque llegan hasta aquí. No silban, rechinan, con un rechinar repugnante, espeso, como el de la piedra de afilar, y el estallido al chocar contra la roca es agudo y fuerte.

En las trincheras fascistas, cunde el pánico. La gente sale levantando en alto los fusiles y pidiendo clemencia. Pero cuando el tanque ha rebasado las trincheras y ha avanzado en profundidad, los enemigos que han quedado con vida se recobran y reanudan el tiroteo. Esto no puede evitarse y el resultado es que la línea de fuego, aunque no densa, se cierra tras los tanques. Los soldados de infantería, tras ellos, han logrado infiltrarse poco. Pero por el flanco izquierdo, los republicanos se han apoderado de la trinchera enemiga y la conservan firmemente.

En primera línea, atacan los españoles junto con los americanos. Los soldados españoles pelean en silencio. Dan puñetazos, como niños, a su fusil o ametralladora si éstos fallan o si no tienen cartuchos. Los americanos combaten sin dejar de echar pestes entre dientes con expresiones largas y enrevesadas. Sólo uno de ellos, un obrero de cabellos grises, de mejillas hundidas, con gafas anticuadas, suavemente, sin decir palabra, se arrastra de ametralladora en ametralladora y repara las averías. Los españoles le llaman «yanqui»y le dan cariñosas palmadas en la espalda. En respuesta él sólo menea la cabeza. Y a qué hablar, todo está claro sin palabras: la ametralladora no funcionaba y ahora funciona.

Pasan tres horas. El ataque ora se reanuda ora se debilita. Los soldados comienzan a atrincherarse en la franja de terreno que han conquistado. Entretanto, los tanques siguen luchando ininterrumpidamente en el círculo de fuego. Ya se dirigen a su punto de reunión; los que tienen las cadenas averiadas por los obuses son abnegadamente remolcados por sus compañeros. Sólo tres tanques no pueden abrirse paso; dos de ellos arden. Columnas de humo negro.

El sol comienza a bajar a su ocaso; aquí, en la montaña, en otoño, llega la oscuridad muy rápidamente. Los fascistas siguen disparando contra los tres tanques solitarios; así, pues, ¿esos tanquistas aún resisten?

Una hora más. Todo queda sumido en la oscuridad. Los tanquistas han repostado de gasolina en el punto de reunión, pero no piensan descansar. Su tensión, su excitación llega a los grados extremos. Hay que acudir en ayuda de los que se han quedado. Es preciso arrastrar los tanques, hallar a los camaradas.