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Luego ha suavizado el tono y ha seguido conversando sin causticidad. Ha visto que hemos ido a visitarle sin malas intenciones, pero que a las palabras duras se le respondería con no menor dureza. (Aquí, pese a la igualdad universal, nadie se atreve a discutir con él.) Ha hecho muchas ávidas preguntas sobre la situación internacional, sobre las posibilidades de ayuda a España, sobre cuestiones militares y tácticas, ha preguntado cómo se llevaba el trabajo político durante la guerra civil en Rusia. Ha dicho que la columna está bien armada y dispone de muchas municiones, pero que hay serias dificultades de dirección. El «técnico» sólo tiene funciones consultivas. Todo lo resuelve él mismo, Durruti. Según propias palabras, Durruti pronuncia unos veinte discursos al día, y esto le agota. Ejercicios de instrucción militar, casi no se hacen; a los combatientes no les gustan, y el caso es que no tienen experiencia, sólo han peleado en las calles de Barcelona. Es bastante elevada la deserción. Ahora quedan en la columna mil doscientos hombres.

De pronto ha preguntado si habíamos comido, nos ha propuesto esperar hasta que traigan la marmita. No hemos aceptado por no quitar raciones a los combatientes. Entonces Durruti ha dado una nota a Marina.

Al despedirme le he dicho con toda sinceridad:

—Hasta la vista, Durruti. Iré a verle a Zaragoza. Si no le matan aquí, si no le matan en las calles de Barcelona peleando con los comunistas, dentro de unos seis años quizá se haga usted bolchevique.

Ha sonreído y en seguida, volviendo sus anchas espaldas, se ha puesto a hablar con alguien que casualmente se encontraba allí.

En un depósito de Bujaraloz, contra la nota, nos han dado una excelente ración: una lata de sardinas, tres grandes cabezas de dulces cebollas valencianas, tomates, pan, carne ahumada y una gallina viva. Nos hemos instalado a comer en la primera casa campesina que hemos encontrado. Hemos regalado la gallina al ama, que nos ha preparado una ensalada y nos ha traído agua. Aquí el agua es amarga y le echan un poquitín de azúcar. La hija del ama se pasea con un gorro de anarquista; el padre, bracero, se fue a combatir.

Nos hemos despedido de Trueba y hemos pasado viajando el resto de la jornada. De noche, otra vez la Barcelona en ebullición, insomne, de luces encendidas. Dan caza aun automóvil fascista. Es la tercera noche que corre (¿o son varios?) por la ciudad disparando contra los plantones y matándolos; ayer tiró contra unos panaderos al salir del trabajo.

15 de agosto

Hoy ha sido un día perdido —el primer día perdido desde que salí de Moscú, pero, sin duda, no será el último—. A las ocho de la mañana he mandado a Marina a telégrafos para que se enterara de si había llegado por la noche mi largo telegrama enviado desde Lérida. Media hora más tarde me llama: el telegrama ha llegado a Barcelona, pero no va más allá; existe un nuevo decreto del gobierno sobre la censura de los telegramas para el extranjero. He ido a telégrafos, edificio enorme; han empezado las idas y venidas y el discursear por todos los pasillos, las conversaciones en catalán, en español, en francés, en inglés, esas inacabables conversaciones de pesadilla con los funcionarios españoles, tortura como no hay otra en ningún otro país. Cada nuevo interlocutor es extraordinariamente amable, activo y sencillo; explica que la cuestión es una pequeñez y que puede arreglarse en un instante, él mismo la arreglará. Comienzan el intercambio de palabras de agradecimiento, las palmaditas en el hombro. Luego le conducen a usted a alguna parte, su acompañante entra en el despacho de alguien, sale de él cariacontecido y en compañía de un nuevo interlocutor. Vociferan furiosamente, discuten, luego, de pronto, se ponen de acuerdo y piden amablemente que vuelva usted al día siguiente. Usted insiste, ellos cambian de parecer y le conducen aun tercero. El tercero es efusivamente amable —de nuevo unas palmaditas en el hombro y todo vuelve a empezar desde el comienzo—. En resumidas cuentas, todo depende del jefe de telégrafos. Pero el viejo jefe ha sido destituido hace tres días, y el nuevo aún no ha tomado posesión de su cargo; según dicen, es muy severo.

Me he ido en busca de protección. Primero he visto a Comorera; luego, a España, miembro del gobierno para los asuntos del interior. En el patio y dentro del edificio hay mucha gente, gendarmes, policía, pero España no está, ha ido a desayunar.

Pregunto por Casanovas. Está aquí, en el palacio, pero tiene reunión. Estoy dispuesto a esperar hasta que termine. El secretario es muy amable y, a propósito, no tiene nada que hacer. Me muestra el palacio, luego los cuadros, luego los gobelinos, luego la biblioteca. La sesión continúa. Se oye el rugido de leones y tigres del parque zoológico. Pasan las horas. Dan ganas de rugir como los leones.

Por fin, sale el gobierno. Casanovas me estrecha la mano, señala a España: «Se lo arreglará todo.» Desaparece. España: «Sí, sí, no se preocupe, todo se arreglará. Permítame que le presente: nuestro comisario de prensa, hará todo lo que haga falta.» Ha desaparecido. El comisario de prensa: «Espéreme usted aquí, vuelvo dentro de un minuto.» Ha desaparecido. Han desaparecido todos. Diez minutos, veinte. Nadie. Los ujieres se ocupan de la limpieza... De todos modos, el comisario de prensa ha vuelto: «Preséntese dentro de dos horas en la Consejería del Interior; para entonces, el gobierno se habrá puesto de acuerdo con telégrafos.» Me ha dejado su tarjeta de visita. Se llama Joaquim Vila i Bisa. Ha desaparecido.

Exactamente dos horas después, como disparado por un cañón, llego a la Consejería del Interior. ¿Dónde está el comisario de prensa, señor Joaquim Vila i Bisa? No está. ¿Cuándo estará? ¡No se sabe! Bueno, pero ¡¿más o menos?! Se ha pasado la noche trabajando y, probablemente, dormirá hasta las tres. ¡Pero si yo le he visto! No importa, ahora probablemente está durmiendo. ¿Dónde vive? Aquí está la dirección. Allá voy. Joaquim está medio desnudo, se afeita, se encuentra de buen humor. Me ha dado otra tarjeta de visita con una recomendación para el jefe de la sección de aparatos, en la central de telégrafos. «Él le llevará el asunto adelante ¿Y sabe por qué? Es comunista. Para la Pravda,lo hará todo.»

De nuevo en telégrafos. El jefe de la sección de aparatos está dispuesto a llevar la cosa adelante, tanto más cuanto que la correspondencia fue entregada en Lérida el día anterior al de la prohibición. Pero hace falta el visto bueno del jefe de telégrafos. Y el jefe es nuevo, aún no se ha hecho cargo de su puesto, es muy circunspecto y es inútil esperar algo de él. A no ser que haya una disposición directa de Madrid.

De nuevo con un palmo de narices, todo lo hecho ha sido en vano. Ayer no había jefe; hoy, ante su puerta están sentados dos cancerberos de cabello gris, con galones. Por lo visto se trata de un gran burócrata. Bueno, nada se pierde, entraremos... Resulta que en un enorme despacho veo a un mozo de unos veintidós años, con aspecto de obrero, jovial y sencillo. ¿Dar curso a un telegrama? ¡Por favor! En un instante pone el visto bueno. Siente no haber comenzado a trabajar ayer, el telegrama habría salido ayer mismo.

Durante el resto de la jornada, Marina me muestra los sitios de los combates, los puntos de los choques principales. Hace su relato con pocas palabras, cortésmente: eran tres: el hermano Alber, un amigo y ella. Juntos crecieron, jugaban juntos, juntos ingresaron en las Juventudes comunistas. El 18 de julio, juntos tomaron un fusil cada uno y fueron a la barricada de la plaza de Colón. Al amigo lo mataron, con cuatro balas en el vientre. Cayó entre el hermano y la hermana. Alber se hizo con un libro de táctica, el reglamento de infantería y se fue camino de Zaragoza. Marina se hizo mecanógrafa en el Comité Militar. A veces se vuelve, se mete en un rincón y permanece largo rato sentada ante la pared. Cuando la llamo, declara: