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Se han formado varios grupos de voluntarios, tanquistas y soldados de infantería. Avanzarán a rastras para explorar el terreno. El viejo americano también pide permiso para ir. Se lo niegan. El hombre inclina la espalda y se mete en un agujero hecho en la tierra; allí, resguardando la vela con su cazadora, limpia ametralladoras.

De súbito, en la hondonada en que se encuentran los tanques, se oyen gritos de alegría. Todo el mundo acude hacia allí. En medio de una apretada muchedumbre, hay tres mozos: la tripulación de uno de los tanques cercados, el que no ha ardido. Todos los abrazan, todos los besan, con lágrimas en los ojos. De los tres, dos están heridos. Cuentan: unos impactos directos sobre el tanque, en el lugar escarpado, inutilizaron los mecanismos de marcha de los cañones y ametralladoras, hirieron al jefe de la torreta y al jefe de la máquina. Los fascistas se acercaron a pocos pasos del tanque —gritaban, querían persuadirlos de que se rindieran, les prometían la vida, los amenazaban diciéndoles que los quemarían vivos o los despedazarían—. Los tanquistas disparaban con sus pistolas, el conductor mató a dos fascistas. Decidieron resistir hasta los tres últimos cartuchos —los tres últimos serían para ellos mismos—. Pero luego los fascistas se calmaron, decidieron dejar el asunto hasta la mañana. Los servidores del tanque quitaron los cerrojos de los cañones y de la ametralladora, salieron con ellos y se arrastraron hasta una acequia. Con agua hasta el cuello y, a veces, sumergiéndose, se dirigieron hacia las posiciones de los suyos. Por fin llegaron a la parte de las trincheras conquistadas por los republicanos.

Los soldados escuchan con mucha emoción y deciden ir inmediatamente a rescatar los tanques. Tantas veces los han sacado, también ahora podrán hacerlo.

El jefe, alumbrándose con una linterna de mano, escribe el parte. Se ha avanzado 1700 metros en la profundidad del sector fortificado de los fascistas. La noche aragonesa, en septiembre, es fría y ventosa. La guerra no terminará mañana ni pasado mañana. La victoria se engendra con tenacidad, paciencia y víctimas.

18 de octubre

Hoy se ha salvado la tripulación de otro tanque republicano, otro de los tres que, como escribimos ayer, se atascaron en el dispositivo de los fascistas, en los accesos a Zaragoza. El milagro no se ha efectuado por sí mismo, es fruto del heroísmo ilimitado de los combatientes, de su tenacidad y de la fe en sus fuerzas.

Los tres valientes acaban de llegar a las líneas avanzadas de las unidades republicanas. Los abrazamos, están llenos de rasguños y quemaduras. Cuentan lo sucedido lentamente, fatigados, contentos.

El tanque fue tocado por varios obuses. Los fascistas lo rodearon. Se defendió disparando durante doce horas, pero, poco a poco, los enemigos se acercaron y arrojando granadas contra la máquina, llegaron hasta ella.

La tripulación se encerró y decidió no entregarse viva. Los fascistas subieron al tanque, se pusieron a llamar a los que había dentro. Los muchachos permanecían quietos, se fingían muertos.

Los facciosos, junto con unos italianos, decidieron abrir el tanque. Empezaron a subir y bajar, a dar golpes de martillo, a hurgar con barras de hierro. La máquina estaba herméticamente cerrada, como una caja fuerte. Cerrojos y pernos no cedían.

Después de varias horas de forcejeo, los fascistas, cansados, decidieron reposar y comer en el mismo tanque. Después de comer, se tumbaron a descabezar un sueño. En aquel momento, uno de los tanquistas hizo ruido en el interior de la máquina. Los facciosos se desparramaron instantáneamente y reanudaron su ataque.

Empezaron a arrojar granadas incendiarias contra la parte inferior de la máquina, se encendió la goma. «Nosotros permanecíamos sentados, callábamos y fumábamos —cuenta el comandante—, llevábamos casi diecinueve horas cercados.»

El fuego ardió cierto tiempo y se apagó. No llegó hasta los depósitos de gasolina. Los tanquistas oían cómo los facciosos cambiaban impresiones: decidieron acabar con la tripulación de una vez para siempre, no creer en nada mientras no vieran con sus propios ojos los cadáveres y no los sacaran de la máquina.

Comenzó un nuevo ataque contra el tanque. No cabía confiar en nada. Los tres combatientes decidieron suicidarse en el mismísimo momento en que los enemigos penetraran en el interior de la máquina.

De súbito, oyeron al lado la explosión de un obús, después otra, y otra, gritos de heridos. La artillería republicana y, luego, los tanques, después de la exploración nocturna de la infantería establecían una cortina de fuego en torno a la máquina.

Cesó el tiroteo. Los fascistas, por lo visto, se habían apartado corriendo y estaban escondidos. Llegó el momento decisivo. Había que aprovecharlo sin vacilar ni un segundo. Era la última y única posibilidad de salvación.

El jefe del tanque a duras penas logró hacer girar el cañón y lanzó tres disparos. Luego quitó el cerrojo, lo entregó al jefe de la torreta y le ordenó que huyera. Los fascistas dispararon contra el fugitivo, que se echó al otro lado de una elevación. El jefe colocó la ametralladora en el orificio, disparó una ráfaga y ordenó huir al conductor. El último en huir fue él mismo.

Los facciosos dirigieron contra ellos un verdadero alud de balas. Los tres combatientes estuvieron echados al otro lado de la elevación, apretándose contra el suelo, hasta que los fascistas se hartaron de disparar. Luego corrieron otro trecho, después otro... Se habían cumplido exactamente las veinticuatro horas de su resistencia.

Están de pie, fuman, beben agua. Dan indicaciones con todo detalle a otros combatientes quienes ahora, cubiertos por una cortina de fuego, en un remolque blindado, sacarán la máquina...

¿Qué ha salvado a estos tres hombres, mil veces perdidos? Los ha salvado su odio al enemigo, su decidido propósito de no ceder al fascismo ni siquiera la última hora de sus vidas, el último suspiro, la última bocanada de aire de sus pulmones, la última mirada de sus honrados y jóvenes ojos.

20 de octubre

No es posible seguir la lucha de los heroicos mineros asturianos sin sentir una grandísima alarma.

Un ejército imponente aprieta con su anillo de hierro el sector asturiano de la España republicana, el último que queda en el frente del norte.

Centenares de cañones, aviación, tanques, varias divisiones italianas, todo ha sido lanzado por los fascistas contra ese sector. La ayuda del exterior es imposible; el pequeño ejército asturiano, desangrándose, no tiene más remedio que defenderse solo.

Gijón, la principal ciudad de la Asturias antifascistas, se encuentra bajo una amenaza inmensa y muy próxima. No hace falta decir lo que espera a los asturianos, a la población civil de Gijón y de los pueblos mineros —no hablamos ya de los combatientes y jefes— cuando irrumpan las tropas fascistas. Todos son obreros, campesinos pobres y, por consiguiente, antifascistas, es decir, objeto del odio más feroz de los facciosos y de los intervencionistas. La represión monstruosa, la matanza general en los pueblos de Asturias ya conquistados por el enemigo, muestran lo que ocurrirá sí las tropas de Franco-Mussolini llegan hasta Gijón y hasta la zona minera más importante.