—A usted, como camarada ruso, se lo puedo decir sin reservas: Aquí, todos somos demasiado sentimentales. ¡Esto es un gran defecto! ¡Somos enormemente sentimentales!
Julio Jiménez Orgue-Glinoiedski no va a Madrid. Hoy se ha presentado Alber por encargo especial de Trueba y de toda la columna de Tardienta, para pedir a Jiménez que vuelva con ellos como consejero militar y jefe de artillería. Jiménez Orgue ha decidido aceptar la propuesta —los muchachos son buenos, capaces, valientes—. Además, Jiménez se siente intimidado ante los grandes Estados Mayores. Sus conocimientos militares han envejecido un poco, corresponden a 1916. Para reforzar su autoridad quería comprarse una fusta; le he disuadido y le he regalado unos guantes amarillos de cabritilla. Ha dicho que esto, en cierto modo, también da autoridad.
Llegan noticias inquietantes de Madrid. Los facciosos se han apoderado de Badajoz. Esto les permite unir dos de sus zonas hasta ahora aisladas, la del sur y la del norte.
16 de agosto
Esta mañana he ido al aeródromo del Praty por el camino me he roto la clavícula derecha y me he dislocado un pie. Estaba firmemente convencido de que así iba a ocurrir, pero creía que el accidente se produciría más tarde y que sería de menos levedad. Ayer por la mañana me tomaron el coche —alguien lo necesitó para un viaje a Valencia— y me dieron otro, ya con chófer, un lujoso Hispano-Suiza, nuevecito, con incrustaciones de plata en el interior; sólo estaba arrancada la puerta de la derecha y la habían atado apresuradamente con una vieja cuerda. El chófer, José, muchacho de dulce y tranquilo rostro, con ojos de gacela, corre como todos aquí, como loco rematado. Ya ayer, al hacer el recorrido de palacio a telégrafos, hacía tales pasadas que acudían a la cabeza todos los pensamientos sobre lo efímero de la vida terrenal. Dar la vuelta penetrando un buen trecho en la acera, empujando a la gente, es, para él, lo más legítimo del mundo... Hoy en la carretera, a noventa por hora, sin disminuir la velocidad, ha adelantado a un carro tirado por unos asnos, ha trazado una diabólica espiral entre un camión que venía en sentido contrario y un segundo carro. El coche se ha aplastado contra un plátano enorme, la carrocería se ha doblado como el ángulo de un sobre. A mi acompañante, Masha, se le han clavado unos cristales en el brazo y en seguida se le ha cubierto de sangre el blanco impermeable. Masha ha saltado toda ensangrentada dejando los zapatos en el coche; yo, con las manos en el hombro y en el cuello. En seguida ha acudido gente, ayes, uyes, se ha presentado, no sé de dónde, un coche de la Cruz Roja. Nos hacen subir al coche. A Masha le ponen algodones y vendajes, nos llevan y... Y luego —nadie del mundo lo va a creer, esto es un truco de un film de aventuras de a perra gorda— exactamente dos minutos después, salvados tres kilómetros, el coche sanitario, que también corre a cien por hora, arremete contra un puentecito y rueda por un elevado talud...
Todos quedan indemnes y se ríen, abatidos. De súbito aparece por la carretera nuestro Hispano con la carrocería aplastada y bamboleándose. Sale José, baja el talud, lanza una mirada fulminante al chófer sanitario y nos recoge a nosotros dos, sus pasajeros. Llegamos al Prat, allí nos dirigimos primero al garaje, a comunicar que el coche sanitario está en la zanja, y luego vamos a una pequeña clínica particular. El cirujano, durante un tiempo infinitamente largo y con extremado celo, va arrancando cristalitos del brazo de Masha, que sonríe entre lágrimas. José también se ha metido dentro; contempla, pasmado, la operación y de pronto, cubriéndose el rostro con las manos, se echa sobre una camilla. Resulta que no soporta la visión de la sangre: «soy nervioso»...
En el Prat no hay aviones para Madrid. Mejor dicho, no hay aviones españoles ni franceses. Los Douglas gubernamentales, con el correo diplomático, vuelan una vez a la semana. Pero el Junker alemán sigue volando, cada día hace el recorrido Madrid-París ida y vuelta, sigue transportando pasajeros alemanes, carga, paquetes y unas máquinas. Nadie se ha atrevido hasta ahora a romper el contrato con la Lufthansa.
La escuadrilla de André se ha trasladado ya toda a Madrid. Guides se ha demorado aquí para cumplir unos encargos. Es vivaracho, simpático, bromista. Cuenta: al pasar por la pequeña plaza del Prat, bajo la enorme tela con el «Visca Sandino!»,preguntó a un hombre del lugar quién había colgado aquel letrero. El hombre se sorprendió de tanta candidez: «¿Cómo, quién? ¡Sandino!»
Comunicado sobre un ataque fascista contra Tardienta. Los facciosos comenzaron con una incursión aérea, luego lanzaron al ataque la infantería, apoyada por la artillería. Los rechazaron con fuego de ametralladora, con granadas de cinta y luchando cuerpo a cuerpo. Combatió magníficamente el batallón Carlos Marx. A uno de los fascistas muertos se le ha encontrado una carta sin mandar: «Mañana vamos a Tardienta a matar abisinios y a comer.» Los facciosos se llaman a sí mismos italianos y llaman a las tropas gubernamentales abisinios.
En La Publicitat,ha aparecido un largo telegrama del colega periodista sobre la victoria lograda. El telegrama termina con una nota: «El puesto de redacción de nuestro periódico en Tardienta (se trata del dormitorio del molinero fusilado) se ha convertido en constante lugar de visita de destacadas personalidades políticas. Así, ayer vino a vernos el representante del periódico bolchevique Pravda.»
17 de agosto
Hasta hoy, sin noticia alguna y sin informaciones de Moscú. La prensa está totalmente absorbida por los asuntos del país.
De pronto, hoy, en todos los periódicos, fotografías de las manifestaciones celebradas en Moscú en honor del pueblo español y, además, otra gran foto: el victorioso Chikálov, sonriente, feliz, al lado de Stalin, Voroshílov...
Esto ha animado el día, pues resulta aburrido estar acostado, inactivo, con la clavícula rota. Sigue sin haber avión para Madrid y las noticias del frente no son buenas.
18 de agosto
Esta mañana, en un destartalado aparato inglés Dragón, hemos levantado el vuelo en Barcelona. Antes de partir, reunión de los pasajeros con el piloto y el director francés del aeródromo para tratar de cómo volar a Madrid, si dando la vuelta, por la costa, pasando por Valencia, o en línea recta sobre el territorio de los sublevados.
Los pasajeros somos ocho, todos de distinta nacionalidad, desconocidos, todos sospechosos uno a otro, todos sospechosos al piloto y él sospechoso para todos. No se sabe de dónde es ni si el avión es suyo ni de dónde procede el avión mismo. El director del aeródromo, señor jovial de roja cara, lo sabe todo, pero no explica nada. A todos se dirige con una misma expresión: «Mi pobre amigo.»