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Después de mucho discutir, se ha convenido lo siguiente, de acuerdo con el piloto: volar en línea recta, pero al cruzar territorio enemigo, nos elevaremos por lo menos a dos mil quinientos metros. El avión queda abarrotado de un equipaje indefinido; la gente se apretuja entre cajas y maletas.

Volamos, primero, a lo largo de la costa; luego, en dirección suroeste. Cuarenta minutos más tarde, llegamos a las cadenas de montañas. Debido al calor y a las corrientes de aire, en los desfiladeros el avión oscila mucho. Las maletas empiezan a deslizarse por el interior de la cabina... Ahí están la Sierra de Cucalón, Va de Gúdar, la de Albarracín. Ésta es la parte meridional de la región aragonesa ocupada por los sublevados. Pronto comenzará Castilla la Nueva. Llevamos una hora de vuelo. Hasta Madrid, falta aún otra hora. Pero de súbito el piloto cambia de rumbo. En vez de seguir hacia Guadalajara, damos la vuelta hacia el oeste. Las montañas se van haciendo menos imponentes, ceden el lugar a colinas onduladas, luego a la llanura. ¿Por qué? Volamos hacia Valencia. ¿A qué se debe? Falta carburante. ¡Pero hasta Madrid, la distancia es la misma! ¡Y la zona de los facciosos está recorrida en sus tres cuartas partes! De todos modos, aquí es difícil entrar en discusiones. Una hora más de vuelo y en la filigrana sin límites de las plantaciones de.olivos, de precisión geométrica, divisamos a Valencia azul, verde, rosa, envuelta en una luminosa calina.

En el aeródromo, un guardia civil intenta comprobar los pasaportes de los viajeros que acaban de tomar tierra. Sólo lo intenta —la mayor parte de los viajeros sacan, en respuesta, documentos de aspecto más que raro—. Uno presenta simplemente una tarjeta de visita. El guardia civil menea la cabeza y se aparta.

En el aeródromo no hay gasolina —mientras la traen, es posible dar una vuelta en coche por la ciudad—. Aquí, todo parece tranquilo y en paz. Hermosas plazas con altos edificios se mueren de calor. En las orillas de las calles, bajo las palmeras, se toma café y vermut, se escucha la radio. A veces, después de meter un dedo en agua o de mojarlo con saliva, lo levantan, a ver si sopla la brisa del mar.

En el puerto y en el antepuerto, hay muchos barcos; se descarga petróleo, barras de hierro coladoyganado de Yugoslavia.

A eso de las tres de la tarde, están llenos, por fin, los depósitos del avión. Emprendemos el vuelo. Pronto se terminan las limpias plantaciones de olivos en la rojiza tierra llana. Nos acercamos a una sierra hosca, rocosa, requemada.

El viejo Dragón deshaciéndose en arroyos de aceite caldeado, repta hacia lo alto. Dos motorcitos Gipsy, de ciento setenta caballos cada uno, penan por transportar a ocho hombres, a un piloto, a un mecánico y una montaña de bagajes. Y en Moscú, en Leningrado, en todos los pueblos de mi patria, se celebra hoy el Día de la aviación. En Moscú son, ahora, las seis de la tarde. Centenares de aviones, miles de paracaidistas, decenas de miles de ciudadanos se encuentran en el aeródromo de Tushino. La escuadrilla Gorki debe de estar arrojando nubes de octavillas. Y el aire es fresco, se puede respirar, no es como en esta carraca, encima de la pétrea sartén castellana.

Por fin, en la meseta, calcárea masa gris, entre una nube de polvo, emerge Madrid. Parece solitario entre montañas. Sus arrabales quedan cortados en seco. Se ve poco verdor, sólo hay una gran mancha verde, el bosque de la Casa de Campo.

En el aeródromo se ve a mucha gente, casi todos militares. Por allí va y viene André —cansado, flaco, irritado; lleva muchas noches sin dormir—. Tan pronto le llaman a una parte como a otra; el mando de la escuadrilla se efectúa de pie, sobre la marcha, en apresuradas conversaciones.

Nos trasladamos a la ciudad. Después de Barcelona, el ambiente parece aquí más sosegado, más habitual. Hay menos aparatosidad, menos banderas y carteles. Los automóviles no están pintarrajeados con enormes consignas, en las calles el movimiento es relativamente normal. Relativamente, teniendo en cuenta de qué modo corren los chóferes españoles.

Casi no se ven edificios destruidos. Muchas tiendas, muchos bares y hoteles llevan la inscripción «incautado»; se trata de las empresas puestas bajo la administración del Estado o de los sindicatos.

Como en Barcelona, domina aquí, en todas partes, el «mono», traje azul de faena, hecho de lienzo o algodón, que se cierra con «cremallera». Son muy cómodas las alpargatas —calzado ligero, de tela blanca, con suela de esparto—. Antes, en estos barrios de Madrid, hasta cuando el calor era más terrible, resultaba incorrecto presentarse sin chaqueta, sin chaleco, sin corbata y sin sombrero. Ahora, toda la capital se pasea llevando mono y alpargatas, con la cabeza descubierta: milicianos, aguadores, damas y ancianos venerables.

19 de agosto

El Ministerio de la Guerra se levanta en el centro mismo de la ciudad, sobre una colina, rodeado de jardines. Frente a la entrada principal, una estatua del Gran Capitán, Gonzalo de Córdoba, famoso caudillo medieval. Las escaleras, las salas de recibir y los salones son los de un auténtico palacio, con mármoles, tapices y gobelinos. Adosados a este edificio, se han construido nuevos pabellones propios para oficinas: es la sede del Estado Mayor.

Las salas están repletas de gente —hay gente en torno a las mesas, junto a los teléfonos, y formando animados grupos de conversación. Se ve mucha gente civil, sobre todo diputados al Parlamento. Unos permanecen aquí horas y días enteros, pidiendo, procurando sacar del ministerio, con ruegos, protecciones o amenazas, quinientos soldados, trescientos o ciento cincuenta, fusiles o ametralladoras, o camiones para su distrito electoral. Esto se considera manifestación de patriotismo, de lealtad hacia los electores y hasta prueba de talento militar. Y el ministerio, cediendo a la presión, regateando, reparte a cada delegado cuatrocientos noventa o doscientos setenta y cinco o ciento cuarenta fusiles, soldados, camiones...

El ministro de la Guerra, Saravia, ha sido llamado a alguna parte. En vez de entrevistarme con él, hablo con el presidente del Consejo de Ministros, José Giral. Es un hombre de edad madura, pulcro, de modesta presencia, con gafas de doctor, con cuello duro almidonado. Es químico de profesión, investigador, pero, al mismo tiempo, es un activo republicano de izquierda, uno de los amigos más próximos del presidente Azaña. Procura no ceder ante la espontaneidad de la situación, no perder la serenidad y encauzar los acontecimientos, aunque con pocos resultados. Siguiendo la costumbre española, para hablar conmigo a solas, me saca al balcón. Hace cinco años, dos semanas después del derrocamiento de los Borbones, estuve hablando en este mismo balconcito con el ministro de la guerra, Azaña.

La caída de Badajoz no alarma mucho a Giral. Lo único monstruoso es la matanza organizada allí por los fascistas, la pesadilla de ese fusilamiento de mil quinientos obreros, mujeres y niños en la plaza de toros. Es dudoso que los facciosos, incluso después de haber tomado Badajoz, logren unir sus frentes norte y sur. En el Guadarrama, las unidades se mantienen firmes. Lo único catastrófico es la falta de armamento. Hacen falta aviones, artillería, tanques y, ante todo, fusiles. ¡Por Dios, fusiles! El gobierno se ha dirigido a todos los países no fascistas, pide armas en Europa, en América del Norte y del Sur. Ofrece el precio y las condiciones que sean. Gente, tenemos la que queremos, hombres valientes y leales, voluntarios. En todas partes se forman nuevas columnas. No hay con qué armarlas. La preocupación fundamental y única del gobierno es, ahora, el armamento. ¿Cuánto durará la guerra? Giral piensa que es cuestión de meses. Quizá hasta de medio año. Si ahora, en este momento, se tuvieran a mano armas, la sublevación podría liquidarse en dos o tres semanas. Los alemanes y los italianos están mandando abiertamente a los facciosos pertrechos de todas clases.