Los ministerios madrileños son los más lujosos de Europa. A su lado, los de París y Londres parecen simples oficinas para la venta de cáñamo.
Prieto acude al despacho por la mañana, dicta el comentario político para el periódico de la noche Informaciones. Luego, hasta la hora de comer, recibe a amigos y enemigos políticos.
Está sentado en un sillón, cual enorme pella carnosa con un irónico rostro pálido. Tiene los párpados soñolientos semicerrados, pero por debajo de esos párpados miran los ojos más atentos de España.
Tiene una firme reputación ganada ya para siempre, de político práctico, muy sagaz e incluso ladino. «¡Don Inda!», exclaman los españoles, y levantan significativamente el dedo por encima de la cabeza.
Con todo, don Inda es muy amigo de la franqueza y hasta presume de ella, a veces en forma algo grosera.
Mira cucamente por debajo de los pesados párpados y dice en un francés chapurrado:
—Este pequeño burgués se siente feliz por su atención y su visita.
Pronuncia, como todos los españoles, «petit bourchois». En 1931, le puse como chupa de dómine en Pravdapor reformista y conciliador, iy me figuraba que no lo había leído!
Le pregunto qué opina de la situación. En diez minutos hace un análisis muy atento, agudo y pesimista de ella. Se mofa de la impotencia del gobierno.
—¿Y qué piensa usted de Largo Caballero?
—La opinión que me merece es de todos conocida. Es un tonto que quiere pasar por listo. Es un burócrata frío que hace el papel de fanático arrebatado, es un desorganizador y un enredador, que se finge burócrata metódico. Es un hombre capaz de echarlo a perder todo y a todos. Nuestras divergencias políticas constituyen el meollo de la lucha en el Partido Socialista español de los últimos años. Y, a pesar de todo, por lo menos hoy, es el único hombre, mejor dicho, es el único nombre apropiado para encabezar un nuevo gobierno.
—¿Y usted?...
—Yo estoy dispuesto a formar parte de dicho gobierno, ocupar en él cualquier puesto y trabajar a las órdenes de Caballero, en lo que sea. Otra salida no existe para España, ni existe tampoco para mí, si hoy quiero ser útil al país...
En los rellanos de mármol de las amplias escalinatas, charlan oficiales de marina vestidos con sus elegantes uniformes. Abajo, en el bar, les preparan cócteles. Por lo visto, no se reúnen aquí para otra cosa.
27 de agosto
Los aviones fascistas empiezan a abrirse camino hacia Madrid. Hoy, al amanecer, han aparecido sobre los arrabales. Las autoridades prohiben que se les haga fuego desorganizadamente, pero es en vano. No bien algo aparece en el aire, todos los que poseen armas comienzan a disparar, impotentes, al cielo, con los fusiles, con los revólveres, con lo que viene a mano. Es difícil luchar contra semejante locura. Por la noche, cazas republicanos han derribado un trimotor, pero no hay modo de poner en claro dónde y cómo.
Buenas noticias de Aragón. Allí, Durruti ha vadeado el Ebro en pina y ha regresado con soldados y oficiales prisioneros. En Tardienta, una columna de las unidades de Trueba ha ocupado una nueva posición: Cerro Sangarra.
Entrevista con el «viejo» en el edificio de la Unión General de Trabajadores. Ambiente típico de unas oficinas de sindicatos reformistas, si bien ahora sacudido por el vendaval revolucionario. Pequeños y limpios despachitos, sillas con muchos años de servicio, archivos sin fin y burócratas archiveros cuidando de los ficheros. Estos funcionarios se sienten turbados por el torrente continuo de visitantes, de obreros armados, de mujeres con pantalones, de campesinos cubiertos de polvo procedentes de lejanas aldeas.
El propio Largo Caballero viste el mono de guerra, con pistola al cinto; se le ve curtido por el viento y el sol, muy fresco y animoso, dados sus, casi, setenta años. Álvarez del Vayo ha organizado la entrevista y nos ha servido de traductor. Esto ha resultado bastante difícil, pues el «viejo» ha hablado con monólogos rápidos, arrebatados; de todos modos, cada vez entiendo mejor este idioma sencillo, sonoro y fluido en la construcción de la frase.
Sin preámbulos ni exordios de ningún género, Largo Caballero se ha lanzado impetuoso y duro contra el gobierno. Le ha acusado de ineptitud total y, en parte, incluso de poco interés para aplastar la sublevación. Los ministros son gente incapaz, roma, perezosa. Todo lo hunden a cada paso. Nadie los escucha, uno no se preocupa para nada de lo que hace el otro. No tienen la menor idea de la responsabilidad ni de la gravedad de la situación. A ellos, que los dejen reposar plácidamente en sus gabinetes ministeriales. Además, ¿a quién representan? Todas las fuerzas populares se unen fuera del marco del gobierno, en torno a los sindicatos socialistas y anarquistas. La milicia obrera no cree en el gobierno, no cree en el Ministerio de la Guerra, porque éste utiliza los servicios de personas equívocas, de ex generales reaccionarios monárquicos, de oficiales de carrera, a todas luces traidores. La milicia obrera ya no hace caso al gobierno y si esta situación se prolonga, ella misma tomará el poder en sus manos.
—¡Qué gobierno es éste! —Caballero, airado, se levanta un poco de la silla—. ¡Esto es una comedia y no un gobierno! ¡Es una vergüenza!
A la pregunta de por qué se demora tanto la transformación de las unidades de milicias en ejército regular y quién tiene de ello la culpa, no da una respuesta precisa y vuelve a atacar al gobierno. Considera nocivo el decreto, recientemente aparecido, que sienta las bases del ejército de voluntarios. Se invita a que se alisten en él, ante todo, los soldados y suboficiales de la reserva, y luego todos los ciudadanos que conozcan el manejo de las armas y que estén dispuestos a defender la República en unidades militares regulares. Para asegurar el carácter republicano y democrático del nuevo ejército, el decreto exige, como requisito necesario de admisión, que cada soldado presente un aval de los partidos y organizaciones del Frente Popular.
Caballero ve en dicho decreto un desdén para los combatientes obreros y la concesión de privilegios especiales para los militares de carrera: «¡Otra vez se resucita la casta militar!»
Yo procuro hacerle ver la utilidad de los soldados reservistas para el ejército, sobre todo en un país civil, como España, militarmente sin instrucción, que casi no ha combatido. Él profetiza que el ejército regular arrancará al pueblo las armas que tan caras le han costado.
Se entabla una larga y viva discusión acerca de las ventajas del ejército y de las milicias. Del Vayo apenas tiene tiempo de traducir. Largo Caballero se remite a algunos pasajes de El Estado y la revolución,de Lenin, acerca del pueblo en armas. Yo le recuerdo que en otra situación, el propio Lenin creó el ejército obrero y campesino, concediéndole preferencia absoluta ante el abigarramiento orgánico de los grupos de milicias, columnas y destacamentos. La unión de los mejores elementos, filtrados, de los mandos inferiores con los obreros revolucionarios de vanguardia, constituye la aleación con que puede forjarse un potente Ejército Popular antifascista. Cuando existen paralelamente y en igualdad de derechos unidades del ejército y destacamentos de milicias o guerrilleros, entre ellos surge, tarde o temprano, una contradicción, que luego degenera en conflicto, y siempre vence el ejército, como forma de más alto nivel. ¿Para qué alargar ese período de contradicciones? Es necesario acelerar la unión de todas las formaciones armadas antifascistas en un solo organismo militar.