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En el vestíbulo, al lado del portero con levita de galones dorados, monta la guardia un destacamento armado. Es la guardia del sindicato que ha requisado el hotel. De todos modos, no controla a nadie, se limita a saludar a todo el mundo con el puño en alto. Hay muchas habitaciones vacías; el portero ha explicado que los extranjeros y los que estaban de viaje en Barcelona, en su mayoría abandonan la ciudad. La cena ha sido servida con el ceremonial de los hoteles lujosos, pero en torno a una mesa vecina alborotaban, sin sentirse cohibidos en lo más mínimo, un grupo de jóvenes obreros. Una numerosa familia inglesa: el papá, con pechera almidonada, la mamá con un collar de brillantes, y tres hijas, las tres con iguales mandíbulas salientes, observaban con mudo horror cómo los jóvenes se arrojaban bolitas de pan. Un francés enorme, operador cinematográfico, se estaba emborrachando a toda prisa, el rostro encarnado se le había vuelto azulino. En un ángulo, erguido tras una mesita, se hallaba sentado un viejecito solitario que se sonreía con vaga sonrisa cortés. Ha pedido una botella de Viehy catalán para acompañar la cena y se ha quedado contemplando cómo desde la superficie del agua vuelan al aire burbujitas de gas. Terminada la cena, se me ha acercado con la misma vaga sonrisa y ha inclinado su blanca cabeza cuidadosamente peinada con raya en medio.

—Julio Jiménez Orgue. Y en ruso, Vladimir Konstantínovich Glinoiedski. Aún no había tenido el honor de presentarme a usted.

El balcón del cuarto da a las Ramblas. Esto es lo mismo que vivir en la calle. Después de escribir unas notas, me acuesto, apago la luz. En el amplio marco de las enormes puertas abiertas, esperando el aire fresco de la madrugada, se va fundiendo, fosforescente, el elemento revolucionario humano. La muchedumbre no se marcha, permanece en la calle días enteros escuchando los altavoces y discutiendo. De vez en cuando, cantan a coro acompañados de acordeón o disparan. A las tres de la madrugada aún pasa un desfile con orquesta, pero no hay fuerzas ya para levantarse, ni siquiera para mover una mano o un pie.

9 de agosto

Por las calles fluye sin cesar un espeso torrente de automóviles. Es una colección de todas las marcas; en su mayor parte son nuevos, caros, lujosos. Todos llevan pintadas, con pintura blanca al aceite, enormes letras torcidas en la carrocería y encima del motor: son los nombres de distintas organizaciones y partidos o, sencillamente, consignas. La pintura es espesa, fuerte, imborrable; el ex propietario de un coche cubierto de esta escritura, no puede volver a utilizarlo como propio sin repintarlo por entero. Los coches tienen los cristales rotos y agujereados por las balas, se sale el agua de los radiadores, están arrancados los estribos; algunos van adornados con flores, collares, cintas y muñecas. En los coches viaja todo el mundo, lo transportan todo; los coches se acumulan en los cruces de las calles, en las plazas, chocan entre sí, pasan por la mano izquierda; es la alocada fiesta de los automóviles que se han escapado en libertad.

Todos los grandes edificios han sido ocupados, requisados, por las organizaciones de partidos y por los sindicatos. Los anarquistas han tomado el hotel Ritz. Otro hotel enorme, el Colón, ha sido ocupado por el Partido Socialista Unificado. Los diez pisos del Colón son como el arca de Noé de los comités, del buró, de los puntos de reunión, de las comisiones y delegaciones. El hotel recuerda en gran manera el Comisariado de la Guerra que en 1919 hubo en Ucrania. Llevan por las escaleras paquetes de periódicos, haces de armas, personas detenidas, cestos de uvas, botellas con aceite de oliva. Entre la gente adulta, juegan al escondite los niños; allí los dejan durante el día los padres que prestan servicio de guardia en la milicia. Aquí trabajan y duermen. Además de catalanes y españoles, hay muchos rostros y voces extranjeros. Un alemán pone orden en un depósito de armas; unas americanas han organizado un servicio sanitario; unos húngaros se han dedicado en seguida a su ocupación predilecta: han montado un servicio de prensa, tiran a multicopista un boletín de información en cinco idiomas; los italianos se mezclan con la muchedumbre española, pero se sienten como personas de mayor experiencia.

Unos obreros conducen al hotel Colón a unos fascistas capturados. Se explica a esos obreros que las detenciones son cosa de la policía republicana. Pero los obreros no entienden esas explicaciones y se van dejando allí a los prisioneros, con los papeles, el oro, los brillantes y las pistolas que les han encontrado. La «Seguridad» (Dirección de Seguridad) no se da prisa en hacerse cargo de los detenidos, y los comités de todos los partidos han formado pequeños grupos de policía y cárceles improvisadas.

En el segundo piso del Colón se encuentra la sección militar. Aquí se constituyen los destacamentos obreros para la toma de Zaragoza. Se alista mucha juventud, pero también hay hombres de edad madura. Han sido enviados ya cinco mil individuos. No hay bastantes fusiles, pero en la ciudad se ven por todas partes. En los bulevares, todos se pasean con fusiles. Con fusiles se sientan a las mesas del café. Fusiles llevan las mujeres. Comen, duermen, van al cine sin dejar las armas, pese a que existe un decreto especial del gobierno por el que se ordena dejar los fusiles en el guardarropa contra el correspondiente número. Los obreros se ven con las armas en la mano y no será fácil que las devuelvan.

Por las calles pasan cortejos fúnebres. Los cadáveres son traídos del frente o son enterrados al pie de las ruinas de las casas en que se ha combatido. A los caídos no los llevan horizontalmente en sus ataúdes, sino en sentido vertical, de modo que los muertos, como si estuvieran de pie, exhortan a los vivos a proseguir la lucha. Tras los cortejos fúnebres, llevan mantas y sábanas extendidas: el público arroja en ellas generosamente monedas de plata y cobre para ayuda de las familias de los muertos.

Sin embargo, pese a las armas, a los choques y a los tiroteos desordenados que a todas horas se producen, no hay irritación en la ciudad. La atmósfera es, más bien, de excitada alegría, de febril entusiasmo. Aún persiste el triunfo, tan inesperado y tan merecido, de los combates callejeros del pueblo contra la soldadesca reaccionaria. La locura de los valientes, la audacia de la juventud obrera, que se ha lanzado con navajas de bolsillo contra los cañones y las ametralladoras y ha vencido, el orgullo por su sangre vertida, llenan de entusiasmo y seguridad a la enorme ciudad proletaria. Todos se inclinan ante el hombre que viste mono, que lleva un fusil; todos le halagan. En el café y en las tabernas, se niegan a cobrarle. Los mejores artistas cantan para él en los bulevares, los toreros le abrazan en los cruces de las calles; las elegantes estrellas de cabaret y cine le provocan con sus famosas piernas, sin regatear los tacones de colorines al bailar sobre el pavimento asfaltado, y se ríen con argentina risa en respuesta a las picantes agudezas de los cargadores del puerto.

A las dos he estado comiendo con el coronel Sandino en su pabellón del Prat. Reina mucha animación en la mesa, se habla en español y en francés. Sandino dice que por ahora todo marcha magníficamente. Hoy los republicanos han tomado la isla de Ibiza. Ahora Mallorca queda presionada por dos partes, desde Ibiza y desde Menorca. Los valencianos han organizado por su cuenta y con su gente una expedición para ocupar Mallorca. En la isla se mantienen, poco más o menos, un millar de sediciosos. En las inmediaciones de Zaragoza, los republicanos esperan refuerzos. No bien lleguen los destacamentos de Barcelona, será posible lanzarse al asalto de la ciudad. Con esto quedará liquidado el frente de Aragón. Aunque es un error llamarlo frente. Por ahora no hay aquí, en España, frentes continuos de ninguna clase. Hay ciudades aisladas en las que se mantienen o bien el poder gubernamental y los comités del Frente Popular, o los oficiales sublevados. Entre ellas no existe una línea continua de frente. Hasta la comunicación telefónica y telegráfica funciona en algún que otro lugar por inercia: ciudades sublevadas hablan con ciudades leales al gobierno.