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El de Francés se cargó hoy diecinueve de veintiuno. Saqué 21,70 líquidas. He borrado un letrerito en el water que decía: «Pérez, cornudo». Pérez es el de Francés. Por la noche, me ha dicho Melecio que si tengo plomo sabe de uno que hace perdigón.

10 septiembre, miércoles

Esto de los exámenes es una lavativa. Hay mucha matrícula y van al paso. Esta mañana empezó la de Alemán y los claustros se quedaron vacíos porque es una hembra que marea. Dicen que por una grieta del pupitre se le ven las rodillas cuando se enoja. No sé, no sé. Lo cierto es que hoy en los pasillos no había una rata. Cuando tocó el timbre para entregarme las papeletas me dio un vahído. Realmente está que lo tira. Y el tono ronco de la voz le da aún más aliciente. Por lo visto era de Hitler, y desde que Hitler perdió la guerra anda como cabreada. Ella piensa que está vivo, escondido en alguna parte. El señor Moro, cuando le pregunté, me dijo furioso: «¡Como no lo tenga en su alcoba!» El señor Moro anda quemado desde lo del otro día. ¡Anda y que le zurzan! ¡Lo que es, si para que él desarrugue el morro he de dejarme pisar la barriga, está listo! Al entrar por las papeletas, el de Francés y ella hablaban en alemán. Él chapurreaba y ella se divertía corrigiéndole. Una de las veces le agarró de los labios con las puntitas de los dedos y le dijo: «Como la "u" castellana». Él me vio de pronto y se puso a vocear: «¿No han llamado?», dije. Ella me alargó entonces las papeletas sin decir palabra.

15 septiembre, lunes

No veo el momento de que esto termine para dar gusto al dedo. Fuera de ayer, que subí con Melecio a lo de Aniago, no salgo desde el día 4. Yo le tenía mucho hablado a Melecio de lo de Aniago y le conté lo del nido de la liebre. Pero lo que son las cosas, el domingo no vimos nada. Se conoce que lo habían pateado otros. Esto de la caza es como el huevo de Juanelo. Después de mucho mover las tabas hicimos once pájaros. Nueve yo y dos Melecio. El cielo se cargó por la tarde y se puso de nublado. No nos dio tiempo ni de llegar a las bicicletas. Nos metimos en el chozo de ramera de un melonar y allí aguantamos. Melecio se santiguaba a cada descarga y yo le pregunté si tenía rilis. «Lo que tengo son dos chavales», dijo él. Le vi tan blanco que no quise cachondearme. Ciertamente daba rilis aquel cielo negro y el brillo de los relámpagos y el ruido de los truenos. Le dije para calmarle que los rayos iban a los pinares, pero él no estaba por la labor. «No sería el primero que aplasta un chozo», me contestó. Con el tacón pateaba a la Doly. Le pregunté si le molestaba la perra, pero a él le atocinó la pregunta y dijo de mala gana que la piel de los animales atrae los rayos. Luego se pasó el nublado y empezaron a cantar los sapos. Estaba oscureciendo y olía bien el campo. En la bicicleta, Melecio no hacía más que rajar. Parecía como si quisiera que me olvidara de que le había visto pasar rilis. A mí me gibaba su runrún porque me gusta escuchar el ruido de las llantas sobre la carretera mojada. A última hora acordamos ir el domingo 28, que se levanta la general, a lo de Illera.

19 septiembre, viernes

Esta mañana me dijo José, el de Secretaría, que ayer estuvieron hablando don Basilio y don Rafael durante una hora sobre la conserjería. Parece que no hay acuerdo. Por lo visto el vaina de don Rafael me pone la proa. José me suplicó que no haga uso de esta información.

La Modes pasó por casa esta tarde. Como de costumbre, anduvo un rato moquiteando. Me temí que fuese por lo de siempre, pero tampoco me chocó cuando dijo que esperaba otro chaval. La Modes ha tenido cuatro en cuatro años. La madre dijo: «¡Alabado sea el Señor! ¿Cuándo piensa sentar la cabeza Serafín?» «Él dice que es lo único que nos queda a los pobres, madre», respondió la Modes. Mi hermana se calmó en seguida y se puso a hablar de los puntos y de los subsidios. Serafín está bien colocado y tiene un buen jornal, pero mi hermana es desordenada. Vino con los dos críos mayores, que andaban por la azotea, y, de pronto, los sentí llorar. La Modes saltó como un buscapié. Cuando salí tras ella ya estaba enzarzada con la Carmina, insultándose a voces. Por lo visto, los chicos se habían puesto a trastear con una camisa del señor Moro. Quise hacer ver a la Carmina que los chicos son chicos, pero ella contestó a grito pelado que la que no sepa atenderles que se los guarde. La Modes la llamó entonces tía marrana y la madre le echó en cara a la Carmina lo del tendedero y lo del pellejo de la liebre. Entonces dijo la Carmina que es muy bonito eso de echar golfos al mundo y que deberían colgar a las sinvergüenzas que dejan sus hijos en el arroyo. Cuando se largó la Modes, le dije a la madre que no quiero más cuestiones con el señor Moro y los suyos. No son trigo limpio.

No he visto a Melecio en todo el día.

24 septiembre, miércoles

Hoy concluyeron los exámenes. Dentro de ocho días empezaremos el curso. El tiempo ha oscurecido y asoma la otoñada. La azotea se ha puesto gris. Por la tarde hice balance: 380 pelas con 65 céntimos me dejaron los exámenes. Está visto que esto del dinero es cuestión de ordeñar a lo que salte.

Pensaba ir a ver a Aquilino, cuando la madre me recordó que le debo a Asterio el último traje; el de las listas. ¡Tengo la cabeza a caldo! Asterio es considerado y nunca pasa factura. Le di a cuenta las 300 y todavía me dijo que no corrían prisa. Añadió, por guasa, que ya había pensado en denunciarme. Asterio, como de costumbre, estaba con dos amigos escuchando mambos en la gramola. De vuelta, me compré un extractor de los de tenaza. El otro no me va.

En el café, me dijo el saleri de Tochano que se vendrán con nosotros a lo de Illera. Le pregunté que quiénes y me dijo que Zacarías, el Pepe y él. Total, cinco. ¡Buena mano!

26 septiembre, viernes

¡La madre se los pisa, vamos! Hoy abrió al cobrador de la luz sin acordarse de quitar la horquilla. Por lo visto le dio un repaso regular. Se enteraron las de enfrente y para qué te voy a contar. La Carmina la llamó tramposa y beata de las de aquí te aguardo. La madre no sabía cómo decírmelo. Me he echado a la calle y he andado toda la tarde como un zarandillo. Melecio me habló de su primo Esteban y fuimos juntos a su casa. Esteban dijo que todo dependía de que el cobrador hubiera o no dado parte. Luego me preguntó si era Sisinio quien tiene esa vereda. Le dije que no lo sabía y él dijo que si era así, un muchacho más bien flaco, con cara de estreñido. Le dije que sí y nos fuimos los tres a casa del tal Sisinio. Sisinio estaba fuera y le aguardamos en el bar de la esquina. Me recomían los nervios porque si don Basilio se lo cata no creo que la cosa me haga mucho favor. Le quise explicar a Esteban el asunto de la horquilla y me dijo que conocía todas esas triquiñuelas y aún podía enseñarme otras. El tal Esteban no hacía el favor de grado y me pareció que si daba este paso era en atención a su primo. Melecio es un individuo que se hace querer. Fuimos otra vez donde Sisinio y al verle le reconocí y le dije a Esteban que sí era el de mi vereda. Esteban, echándolo a barato, le preguntó si había encontrado una horquilla en la cobranza de la mañana. Dijo Sisinio que una horquilla y un imán. Esteban entonces le sacó de la habitación y les oímos cuchichear un rato en la cocina. Nos dejaron solos a Melecio y a mí con el padre de Sisinio, que se bañaba los pies en un balde. Cuando regresaron Sisinio y Esteban, Esteban dijo que todo estaba listo. Al despedirnos, me advirtió que anduviera con ojo porque todas esas gaitas están muy castigadas.

Melecio y yo hemos estado en casa recargando hasta las diez. A la madre le dije que en lo sucesivo retire la horquilla hasta para abrir al basurero. Hemos quedado con los de Tochano a las siete frente a la botica de Creus.

28 septiembre, domingo

Fuimos en tren hasta lo de Illera. Es un cazadero hermoso con una ladera muy áspera, llena de jaras y tomillos, y un chaparral arriba, en el páramo. El río corre por bajo y espejea con el sol. Lo de Illera, a las doce del día, es un bonito espectáculo. Cogimos la ladera de izquierda a derecha, porque si no la perdiz escapa al otro lado del río. Venteaba recio y las tías salían largas. Zacarías dijo que había que subirlas al monte si queríamos que aguantasen. La Doly empezó trabajando bien y a la mano, pero luego se cansó. El Pepe tiró a una liebre en París. A pesar del viento hacía calor y me quedé en camisa. Como no hacíamos nada, Tochano dijo que lo que procedía era dar unos ganchitos, primero en la ladera y luego arriba, en los chaparros. Organizamos la cosa de forma que ojeasen dos y tres se quedaran de puesto, alternando. En los tres primeros ojeos bajamos cinco y en el cuarto yo me quedé de puesto en la esquina, junto al río. No me prueba el ojeo porque soy nervioso y no sé decidir, hasta que ha pasado el momento, si es mejor tirar de pico o de rabo. Acababa de bajar una perdiz cuando sentí ruido entre los mimbrerales de la ribera y me puse al quite. De repente apareció el zorro como a unos treinta pies y pensé que era el perro de un pastor. Él se volvió de lado y entonces le vi la cola: «Me cago en su padre», me dije y me cubrí bien con los enebros. El indino estaba quedo, con unos ojos muy despiertos, escuchando las voces de Zacarías y el Pepe que traían la mano. Dudé si cambiar el cartucho porque tenía séptima, pero me dije que en la operación iba a armar ruido y le iba a espantar. Luego, cuando me eché la escopeta y le apunté a la paletilla a ciencia y paciencia, me oía el corazón con tanta claridad como cuando de chavea me ponía don Florián, el cura, el reloj en la oreja para que cantara los segundos. Iba a apretar el gatillo cuando el tío marrajo se arrancó. Entraba gazapeando, el hijoputa. Entonces me dio la duda de si tirarle de morros o sacudirle de culo. Aún me dio tiempo de pensar que si le tiraba de culo podría machucarle el rabo y, sin vacilar más, disparé. Dio un brinco como un títere, el condenado, pero siguió corriendo y creí que se me iba. Entonces tiré el segundo y le quedé. Empecé a vocear y Tochano acudió el primero. «¡Mira!», le dije. «¡Coño, el zorro!», dijo él. Y fue a echarle mano, pero el maldito se revolvió y le mordió el brazo. Tochano se puso a patearle. «Deja -dije-, vas a escoñarle la piel.» Allí mismo comimos y Zacarías contó que en Extremadura hizo una vez una carambola de zorros y que eran mayores que éste. Melecio le dijo que no era posible matar dos zorros de un tiro, y Zacarías, que no se calla ni por cuanto hay, explicó que uno mordía el rabo del otro porque el de atrás era ciego y el de delante hacía de lazarillo. ¡No te giba! Parpadeaba el cachondo de él como cada vez que suelta una trola. Al concluir de comer, Tochano tenía la muñeca como una morcilla. «Ya estará rabioso el hijoputa», dijo. El Pepe no hacía más que darle a la bota. Al levantarnos dijo que le debíamos los billetes. Yo le dije que él me debía a mí los cafés del otro día. Se cabreó y me salió con que si me había dejado de pagar alguna vez. Le abonamos los billetes y él me dijo que mañana me abonaría los cafés y en paz. No me atreví a recordarle lo de los cartuchos de Aniago.