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Valérie Tasso

Diario de una ninfómana

AGRADECIMIENTOS

A David Trias, mi editor, quien ha confiado en mí desde un primer momento.

A Isabel Pisano, sin quien este libro nunca hubiese existido. La quiero incondicionalmente.

A Jordi, mi amigo. Sé que me está esperando bolígrafo en mano para que le firme el primer ejemplar.

A So, quien ha aceptado mi aislamiento sin rechistar y siempre me ha brindado todo su apoyo.

A Mimi, quien, muchas veces, me ha sacado de mi mundo para transportarme al suyo.

Y finalmente a Giovanni, quien me lo ha dado todo, sin nunca pedirme nada.

Gracias a todos, de todo corazón.

NOTA DE LA AUTORA

Todos los nombres que aparecen en el libro han sido inventados, para proteger la intimidad de los personajes. Cualquier similitud en cuanto a estos nombres con la realidad es pura coincidencia.

Micarrera maratoniana de 1.200 metros

Los encuentros se suceden pero nunca se parecen.

Perdí mi virginidad un 17 de julio de 1984, a las 02.46.50 de la madrugada. A los quince años, un momento así no se puede olvidar nunca.

Pasó durante unas vacaciones en la casa de la abuela de mi amiga Emma, en un pueblo de montaña.

Enseguida me encantó aquel lugar, que olía a eternidad, y el grupo de chicos con quien salíamos. Pero sólo uno me había llamado la atención: Edouard.

La casa de la abuela tenía un jardín precioso y estaba situada justo al lado de un pequeño río que daba frescura al ambiente veraniego. Enfrente había un campo con hierba de más de un metro de altura, propia de los lugares donde suele llover mucho. Emma y yo pasábamos tardes enteras escondidas allí, acostadas, charlando con los chicos, y aplastando la hierba con el peso de nuestros cuerpos, hinchados por la pubertad. Por la noche, escalábamos los muros de la casa para volver a juntarnos con los chicos y flirtear.

Nunca le dije nada a Emma de lo sucedido. Una noche, Edouard me llevó a su casa. Me acuerdo que no sentí nada, sólo una inmensa vergüenza por no haber sangrado, a la vez que esa extraña sensación de haberme hecho pipí en la cama. Me fui de su casa camuflada por el ruido de la cadena del baño, de la que había tirado para disimular mis pasos en la escalera.

A Edouard le volví a ver once años más tarde, en París, en una conferencia organizada en un hotel. Nos encerramos en el baño de caballeros, intentando vivir de nuevo esa pulsión que habíamos sentido más de una década antes, quizá por miedo a crecer o por nostalgia. Pero ya no era lo mismo y, una vez más, el ruido de la cadena del baño público anunció mi salida, esta vez para siempre, de su vida.

Después de mi primera vez, llegó el sentimiento de culpabilidad, que intenté olvidar o al menos mitigar repitiendo la experiencia hasta cumplir la mayoría de edad. No porque tuviera muchos deseos prematuros, sino más bien porque quería experimentar, por pura curiosidad.

Al principio, achaqué esos impulsos a que la Madre Naturaleza me había dotado de una sensibilidad especial, a la cual respondía con el cuerpo. Hasta que me inscribí en la universidad a finales de la década de los ochenta.

Durante esos años de estudios, estaba más concentrada en mi carrera que en pensar en los chicos. Quena ser diplomático. Al final, tuve que cambiar mi orientación universitaria, y me licencié en Empresariales y Lenguas Extranjeras Aplicadas, sin demasiados esfuerzos.

Mi familia me inculcó las buenas maneras, el saber estar y una educación bastante tradicional, todo impregnado por una falta de comunicación que me hizo interiorizar cada vez más mis sentimientos. Una chica bien como yo no podía comentar a sus padres que se había iniciado tan joven en la vida.

En mi último año de carrera, reinicié mi actividad sexual. Me había dado cuenta de que tenía algo especial que atraía a tipos de mi misma condición. Yo era una hechicera y me puse a buscar a Merlines encantadores en todos los rincones de la ciudad, gente con chispa, amantes, cuyas pequeñas venas marcándose bajo la piel tenían siempre algo sexy. Hombres en los que pudiese sentir el pulso de sus muñecas. Seres capaces de oír el bolígrafo sobre el papel y de emocionarse ante la amplitud de una mancha de tinta en una hoja blanca. Varones que veían, como yo, las partículas que componen el aire, y podían percibir sus diferentes colores. Gente a quien el olor del baño obstruido en una discoteca a las cuatro de la mañana le hacía recordar la fragilidad del ser humano.

Gente que me hacia sentir viva.

Sé que, en el fondo, esa búsqueda era la manifestación de una terrible enfermedad: el silencio, la soledad, la falta de comunicación. Por ello, decidí plasmar mis experiencias en un diario. Era la única forma de entregarme y comunicar. Ya lo había intentado varias veces, de la manera más naturaclass="underline" utilizando el lenguaje; pero era muy torpe porque mis palabras siempre salían sin la debida consciencia de lo que iba a decir. ¡Algo imposible y un mal comienzo para un diplomático!

Mi comunicación verdadera empezó con el cuerpo, el movimiento de las caderas, la mirada. Cuando obtuve un «sí» por mojar mis labios con la lengua, o por una mirada, y un «no» por cruzar las manos, entonces comprendí.

A algunos hombres les encanta, mientras hacen el amor, que una hable. Nunca lo he sabido hacer muy bien y eso me ha valido muchos disgustos. Algunos han desaparecido después de la primera cita, reconociendo que era, de todas formas, una buena amante; pero les faltaba la comunicación.

– ¿Qué sabes tú de comunicación? -les decía yo, haciéndoles salir y dándoles un portazo en plena nariz.

Comprendí que la gente tiene necesidad de poner nombres a las cosas, de simplificarlas con palabras, pensando así, equivocadamente, que las puede comprender. Yo, en cambio, me puse a comunicar cada vez menos con las palabras, y más con el cuerpo.

Si queréis ponerme un nombre, ¡adelante! ¡No me importa! Pero sabed que lo que soy en realidad es una ninfa. Una nereida, una dríada. Una ninfa, sencillamente.

El poder afrodisíaco de la Coca-Cola

20 de marzo de 1997

Hoy he recibido una llamada de Hassan en la oficina. Hassan… Hace dos años que no sé nada de él.

«Cabrona -es lo primero que me ha dicho-, desapareciste del mapa. Pero ves cómo sé donde encontrarte. Tengo que ir a Barcelona esta semana, para mi periódico. Me gustaría verte.» Hassan…

Tuve una relación de dos años (no seguidos) con Hassan. Tenía (¿tiene todavía?) una predilección especial por introducirme en la vagina botellas vacías de Coca-Cola de 25 el. Primero me las hacía beber y luego… No sé a qué se debe esa obsesión por la Coca-Cola, mejor dicho, por la botellita. Creo que debe de tener complejo con su pene que, la verdad sea dicha, no tiene grandes cualidades ni morfológicas ni artísticas.

Aparte del sexo, hablábamos poco, pero compartíamos los textos de El Principito de Saint-Exupéry, y sueños sobre lo que debía ser una verdadera historia de amor, suspirándonos el uno al otro. Pero siempre he sabido que no era mi historia de amor. Él es marroquí y yo francesa. Y de alguna forma me tenía como amante para sentir que jodia a toda Francia y su colonialismo.

Así que hoy, nada de sexo, pero una llamada y buenas perspectivas…

22 de marzo de 1997

Hoy, cuando he salido de mi casa, he visto a un tipo en la calle, y sólo con dos miradas, decidimos hacer el amor. Una vez en la habitación de un aparthotel de la Vía Augusta, me coge en sus brazos y me lleva hasta la cocina donde me deposita encima del mármol de la encimera, con sumo cuidado, como si fuera una muñequita de porcelana. Al principio, no se atreve a tocarme. Pero luego, me quita la camiseta de algodón, mojada de sudor, y se la acerca a la cara. De repente, se ha puesto a respirar muy profundamente y a oler la camiseta poco a poco, cada centímetro de tejido, cada milímetro de hilo. Inspira intensamente. Yo no he podido evitar mirarle, divertida al descubrir este principio de fetichismo que no había sospechado. Tiene gotitas de sudor en la frente que brillan como perlas y se mueren a la entrada de sus cejas. Me acerco a él, suavemente, y empiezo a pasar delicadamente mi lengua sobre cada una de ellas, bebiendo de él. Puedo sentir su respiración cerca de mi mejilla; su ritmo no es constante. La excitación me aprieta el vientre y mis muslos se contraen inevitablemente. Ya no tengo control sobre mi cuerpo. Me siento de repente perturbada, mi cuerpo pide a gritos que le arranquen la piel para poder fundirse con este desconocido. Se agacha un poco, y empieza a buscar debajo de mi falda, hasta encontrar el elástico de mis bragas. Pienso enseguida que su intención es quitármelas, obviamente. Pero no es así. Levanta la falda y aparta las bragas de un lado. Me toma así, buscando en cada momento mis ojos, analizando todas las reacciones de mi cara, todas las expresiones de mi rostro.