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– ¿Quiere pasar un momento y tomar algo conmigo?

Me sorprendo al responderle que sí, que muy amable de su parte, que qué curioso que estemos alojados en el mismo hotel, hasta que la puerta se cierra a mi espalda. Me invita a tomar asiento en el sofá, que es igualito al que tengo en mi habitación. Tan sólo se distinguen por el color de las paredes, que son de un amarillo chillón con cortinas a juego.

– ¿Qué desea tomar? ¿Champán, vino tinto…?

– Whisky -contesto sin pensarlo.

– ¿Solo o con hielo?

– Con hielo, por favor.

El paquidermo pide hielo al servicio de habitaciones, y, mientras se sirve una copa de champán, comienza un interrogatorio sobre las razones de mi presencia en el Perú.

– Trabajo para una empresa de publicidad -le explico, intentando adoptar un aire amable.

En el fondo, parece ser buena persona; ha sido su gordura lo que me ha hecho rechazarlo en cuanto le he visto. Me siento culpable durante unos segundos.

– ¿Y usted?

– Trabajo para una compañía telefónica. Soy informático, y vengo a poner a punto unos programas en nuestra filial peruana. ¿Sabía usted que nuestra compañía ha invertido dos mil millones de pesetas en el Perú? -me pregunta, como un profesor que quiere averiguar si su alumno está bien preparado para un examen.

– Si, es cierto. Desde la desaparición de Sendero Luminoso, cada vez más empresas extranjeras están inviniendo aquí. Eso es muy bueno para el país. Creo que la inversión de su compañía representa ella sola el cincuenta por ciento del total de inversiones extranjeras, si las estadísticas son ciertas.

Su mirada me ha aprobado con sobresaliente. Llaman a la habitación. El paquidermo coge la cubitera de las manos del camarero, y cierra la puerta con un golpecito de la pierna izquierda. Parece ágil, a pesar de su sobrepeso.

Me tiende un vaso con whisky sin dejar de mirarme a los ojos.

– ¿Cuánto tiempo se va a quedar aquí? -Quiere saberlo todo.

– Creo que estaré unos quince días. Dependerá de lo que tarde en visitar a todos nuestros clientes. A veces, algunos anulan las citas y las posponen, lo que hace que todo mi planning se tambalee.

Pido otro whisky. El paquidermo, que se llama Roberto -así lo indica su tarjeta de visita, que me ha regalado como si fuera el más precioso de los tesoros-, me sirve otra copa, que voy bebiendo rápido pero a pequeños sorbos.

La segunda copa empieza a hacer su efecto y voy notando un hormigueo que me sube desde las piernas y se va concentrando a la altura del pubis. Un calor invade mi espina dorsal y escala mi espalda hasta la nuca. Mientras me sigue hablando, me quito el lop y el sostén, y Roberto detiene de repente su monólogo, visiblemente sorprendido. Sin avisar, se tira bruscamente sobre mis pezones y me los aprieta como si estuviera intentando deshinchar un globo. Me siento convertida de repente en un hueso de goma para cachorros. Luego, babeando, me coge el pezón izquierdo entre el pulgar y el dedo como quien intenta encontrar la estación de radio de los cuarenta principales. Odio eso, pero le dejo hacer. Seré sincera: todo me lo he buscado cuando acepté entrar en su habitación.

Su torpeza manual en la región de mi pubis acaba en una conclusión de sus dedos gordos en los elásticos de mis braguitas. Le.ivudo y las saco yo misma, y, tomando eso como una invitación indirecta hacia la entrada de mi sexo, su mano baja en mi entrepierna e intenta introducir sus cinco dedos en mi vulva como si estuviera escondiendo en una chimenea el botín robado a un banco. Es muy torpe, la verdad, y su rostro está cubierto de un sudor glacial, l'ienso que no me da perspectivas de un polvo inolvidable. Se pone por fin a quitarse la ropa. Pero, digno de un principiante en la materia, se quita todo salvo los calcetines. Esta sola visión me da nanas de reír a carcajadas, pero me contengo. Busco con cara de desánimo su pene, pero las toneladas de carne que forman su I u triga recubren justamente esa parte de su anatomía. Tendría que levantarse la grasa para poder tener una relación sexual; si no, el asunto se anuncia desastroso. Sin más preliminares, introduce sin ternura su pequeño objeto que el slip demasiado estrecho, de un i olor blanco dudoso, ha estrangulado y empieza a moverse como un pistón. A pesar de su torpeza, yo tengo que darle una oportunidad. Tiene la cara escondida en la almohada y las manos debajo de mis nalgas. Mi cuerpo se estremece pero estoy a la vez preocupada por acabar asfixiada de tanto peso.

Decido tomar la iniciativa. Me retiro de debajo de él con un movimiento de hombros hacia atrás y él me lanza una mirada que pocas veces me he encontrado: la de un asesino a sueldo. Ni me pregunta si me pasa algo.

– ¿Qué haces? Me iba a correr -me reprocha.

– Ponte boca arriba -le ordeno.

Mi tono no parece gustarle, pero obedece, se da la vuelta y se pone de piernas abiertas y un poquito levantadas, como un animal moviendo la cola a la espera de una caricia.

«Veo que te gusta que te manden, gordito mío, pienso, con una sonrisa en los labios. Ibas de macho, pero lo que verdaderamente te pone son las mujeres dominantes. Sólo tenías que pedírmelo.»

Me pongo de pie encima de la cama, me doy la vuelta de tal forma que se encuentra mi trasero en plena cara, y me siento encima de su pequeño punto de exclamación. Se pone a gritar para motivarme, como un entrenador de fútbol en un estadio.

– ¡Slíí! ¡Sigue! ¡Qué bueno! -ladra mi gordito.

– Te vas a enterar de lo que vale una francesa -le digo, volviendo la cabeza para que vea mi expresión.

– ¡Sííí! ¡Sí, sí! -la mueca que se dibuja en su rostro me hace pensar que ya se ha corrido.

Al poco rato, me corro yo también.

Salto inmediatamente de la cama, me voy al baño para ver en qué estado se ha quedado mi pelo y el maquillaje que llevaba, y vuelvo a la habitación enseguida para vestirme. Mi gordito yace sin fuerzas encima del cubrecama. No era para tanto, pienso. Una vez vestida, busco mi paquete de tabaco en el bolso y me enciendo un cigarro, mirándole y preguntándome cómo este hombre me puede haber dado placer.

– ¡Qué maravilla! -resopla Roberto.

Tiene los pelitos de cada lado de su cabeza, y los únicos que le quedan de hecho, completamente mojados.

– Espero que volvamos a repetirlo.

Le sonrio a modo de respuesta y me voy de su habitación. Desde luego, el cuerpo habla por sí solo. Y es mi manera de expresarme con la gente. Además, hoy, he hecho una buena acción. Este.señor acaba de perder seguramente quinientos gramos, y yo estoy siempre más cerca de la línea de los vencedores del maratón.

Hago el indio

12 de abril de 1997

Cuando al abrir la puerta de mi habitación le veo con su camisa a cuadros blancos y negros, imitación de la marca Façonnable, deseo convertirme de repente en una pequeña ficha del juego de las damas para recorrer todo su torso y espalda. Me está inspirando inmediata-mente un juego con reglas más violables unas que otras.

Rafael es guapo como un dios. Tiene una melena negra, larga y fina, que recoge con una goma elástica, y no para de colocar unas mechas rebeldes detrás de las orejas, a medida que va hablando. Su piel tiene un color aceituna azulada que daría envidia a más de una mujer cuarentona que se pasa la vida bronceando su cuerpo al sol en las playas de medio mundo.

A Rafa no le importa el color de la piel. A mí tampoco. Debo admitir, al contrario, que sus orígenes indios me han atraído enseguida. Sus dientes parecen de marfil, y me siento momentáneamente parte de un safari frente a un elefante africano.

Después de hablar del presupuesto para trabajar unas horas al.día de guía, y hacer unas fotos de lo más interesante del país, le he invitado a un fin de semana loco donde su integridad física corre muchísimo peligro. Y él lo sabe, pero creo que quiere correr el riesgo. No necesito a ningún guía, pero ya está contratado.