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Rafa empieza su vaivén y entre dos gemidos míos, noto que está a punto de dejarse llevar. No se lo impido. Me gusta que no pueda resistir. Y se deja. Al poco rato, inicio yo mi ascensión. Me acuerdo de la estrella fugaz en la que se convirtió Cristian, y de los demás hombres que han pasado por mi vida, incluso de los que es-lan aún por llegar. Nunca he tenido la memoria tan clara. Dejo escapar un grito que seguramente se ha oído en las chabolas construidas apaciblemente sobre la colina.

– Hazme fotos, así, con los pantalones bajados. Rafa no se hace de rogar, y armando su potente flash, dispara su tercer ojo sobre mi silueta.

– Sonríe -me pide, mientras se va acercando un poco más a mí. Adopto distintas poses, orgullosa de ser modelo improvisada de una noche.

– ¡Vamonos ya! -le ordeno cuando ya estoy cansada. Subimos los dos al coche y, después de pisar varias veces el acelerador, conseguimos seguir nuestro camino. Cuando llegamos a la pequeña población encima de la colina, la vista de Lima es inigualable. Un montón de niños rodean el coche y siguen nuestro paso, corriendo detrás de nosotros. Paramos un momento.

– Toma fotos de la ciudad -le pido a Rafa-. Y de los niños., Puede ser?

– Sí, jefa. Pero quédate quieta, ¡por favor! No quiero tener problemas con esta gente. ¡Fíjate cómo nos miran!

Se está amontonando gente que va saliendo de unos bares construidos con cartones y madera, curiosos por saber quiénes son los que se han aventurado en un territorio solamente reservado a los pobres, a los sin nada.

Veo parabólicas encima de las chabolas.

– ¿Cómo pueden tener antenas parabólicas? ¡Ni siquiera yo tengo una en mi casa en España! -pregunto, completamente desconcertada.

– El gobierno les ha hecho llegar electricidad y agua. Parece increíble, pero es así. Hasta hay autobuses que llegan hasta aquí. Son guaguas privadas. Por medio sol, pueden subir o bajar a la ciudad. Muchos venden fruta en el centro de la ciudad durante el día, y luego vuelven a sus casas -me explica mientras enfoca a los niños con su cámara.

Éstos se divierten haciendo muecas raras y sacándonos la lengua.

– Toma una foto, Rafa. -Es lo que intento hacer.

En aquel mismo instante, me doy cuenta de que todavía tengo la bragueta de mis pantalones abierta. Con dificultad intento subirla, pero unos golpes tremendos contra el coche me lo impiden. Al levantar la cabeza, me doy cuenta de que la gente, con cara de pocos amigos, está intentando volcar el auto.

– Agárrate, jefa, que nos vamos de aquí pitando -me grita Rafa.

Tira la cámara sobre mis piernas y mete primera con gran nerviosismo.

La gente se va dispersando y, poco a poco, lo único que vemos es el polvo de la tierra que se va levantando detrás de nosotros.

– ¿Has conseguido hacer fotos? -rompo el silencio sólo cuando ya estamos llegando al hotel.

– Sí, jefa. Pero que sepas que ha sido una locura ir allí. Podía haber acabado mal. -Claro, Rafa. Podía.

Disgustos

19 de abril de 1997

A pesar del susto tremendo que nos llevamos ayer, hoy estoy llena de vitalidad y buen humor… y calambres de estómago. Una llamada de la compañía que tengo que visitar ha cambiado por completo mi jornada, y el director de marketing me está esperando en Irujillo, una ciudad a unos quinientos kilómetros de Lima. Para llegar allí tengo que tomar un avión.

– El doctor la recibirá a las dos de la tarde -me ha dicho su secretaria.

Apenas tengo tiempo de llegar al aeropuerto, tomar el vuelo y acudir puntual a la cita.

Quiero llevarme a Rafa, pero él tiene un mal loco a levantarse. Después de darle varios codazos para que se ponga en pie, y una ducha que dura una eternidad, volamos en taxi hasta el aeropuerto. El taxista se asusta y debe pensar que estoy loca cuando le digo que tengo mucha prisa. El tiempo, para él, tiene otro sentido.

– No me importa si hay otros coches delante de nosotros. Conduzca por la acera. No se preocupe por la policía. Está todo controlado. Así que… ¡vuele!

En el aeropuerto tenemos que hacer cola. Pienso que no vamos a poder salir a tiempo. Al final, conseguirnos un vuelo y me tranquilizo.

Después del despegue, se acerca una azafata monísima para ofrecernos un almuerzo, que ni Rafa ni yo conseguimos tragar.

– ¿Te molesta si hacemos unas fotografías en el avión? -le comento a Rafa.

– ¿Usted es fotógrafo? -le pregunta la azafata, que viene con su carrito a retirar las bandejas que ni hemos tocado.

– Sí.

La azafata le sonríe tímidamente.

– Le gustas -le digo a Rafa al oído.

– ¿Cómo lo sabes?

Parece que se ha molestado. Es normal que Rafa guste a las mujeres. Es un hombre muy guapo, pero también un poco tímido.

– Intuición femenina.

– ¿No te molesta?

¿Por qué me iba a molestar? Yo no soy precisamente una mujer celosa. Al contrario. Me parece halagador que otra mujer pueda sentirse atraída por el hombre que está conmigo. Y además, ¿cómo puedo pedirle a un hombre que me sea fiel si yo me acuesto con todos los que quiero? Tengo ganas de comentarle lo que sucedió con Roberto el primer día de mi llegada a Lima. Pero no lo voy a hacer por respeto. No sé cómo se lo podría tomar, temo su reacción y entiendo que no todo el mundo está preparado para escuchar mi propia filosofía de la vida.

– ¡Para nada! No soy una mujer celosa, ya lo sabes -es la única explicación que le doy.

Llegamos a Trujillo después de casi una hora de vuelo. Rafa y la azafata han intercambiado al final sus teléfonos porque, según ella, está buscando a un fotógrafo profesional para la comunión de su sobrino.

Lo primero que nos advierten unos carteles puestos en el aeropuerto es que hay una plaga de cólera. Este virus me persigue allá donde vaya pero, según mi médico especialista en enfermedades tropicales, no puede afectarnos a los europeos, porque no tenemos problemas de malnutrición, y nuestros jugos gástricos matan las bacterias del cólera. Pero mejor evitar beber agua del grifo o pedir hielo.

Vamos directamente a mi cita, que no sale todo lo bien que hubiese esperado y después, para intentar calmar mis nervios, visitamos la ciudad. En las afueras, descubro que Trujillo es un desierto lleno de campos de espárragos. La mayoría de ellos se exportan a España. Delante de esas dunas fértiles, siento rabia y tristeza. Sé que la reunión con el director de marketing de Prinsa significa acortar mi viaje a Perú. He conseguido la cita que quería, y quedarme un poco más no tiene sentido ahora. Pero Rafa todavía no lo sabe. Tengo miedo de decírselo. Siempre el mismo defecto: retraso las cosas importantes. Evidentemente, no estoy enamorada de él, pero le he cogido mucho cariño.

Noche del 21 de abril de 1997

– ¿Hay alguien ahí? ¡Estoy aquí! Por favor, ¡que alguien me saque de aquííí! Me ahogo.

En medio de una oscuridad total, busco desesperadamente un punto de luz para orientarme. Me duele todo el cuerpo, las piernas sobre todo. No puedo emitir ningún sonido. Tengo la mandíbula completamente abierta y paralizada.

– ¡Que alguien me ayude!

No puedo moverme. Ahora ya no siento mis miembros. Parece que me han enterrado en un ataúd. Pero no estoy muerta.

Tal vez sea un secuestro y me han metido en un zulo, como los de ETA. ¿Por qué? No puede ser real. Yo no tengo nada que ver con el problema vasco. ¡Pero qué coño! Estoy en Perú, no en España. Acabo de tener una entrevista con el director de marketing de Prinsa S.A. Entonces, ¿qué está pasando? ¿Es Sendero Luminoso?

– Soy ciudadana francesa, con residencia en España.