– Prométeme que seguirás las indicaciones que están escritas en el sobre.
Estoy muy sorprendida, pero mi estado no me permite reaccionar y preguntar lo que significa todo eso. Le digo que sí con la cabeza y cierro la puerta. En un semáforo, me vuelvo y veo a Rafa a lo lejos, con un aire triste. Está levantando febrilmente la mano en señal de despedida. No sé por qué pero intuyo que no lo volveré a ver nunca más. Y él también lo sabe.
23 de abril de 1997
Vino el médico ayer y me diagnosticó una gastroenteritis. Me aconsejó también, una vez en España, ir al hospital para hacer pruebas y descartar una posible salmonela. Luego, dormí toda la tarde, y más adelante, intenté ponerme en contacto con Rafa, pero su móvil estaba permanentemente fuera de cobertura. Me levanté varias veces por la noche, a vaciarme o porque sudaba mucho y deliraba. Me volvió a la cabeza el encuentro con Roberto y la pesadilla que tuve la noche anterior. El aire del ambiente se hizo muy pesado y estuvo presionando todo mi cuerpo, hasta tal punto que pensé que iba a acabar sepultada. Reinaba en toda la habitación un olor a huevo podrido que era, ni más ni menos, que el efecto boomerang contra las paredes de mis eructos de disgusto.
Esta mañana, sin embargo, me siento mejor. La fiebre ha desaparecido a la misma velocidad que había llegado, y tengo ganas de desayunar y preparar la maleta. Intento marcar el número de Rafa una vez más, pero sin éxito. O está enfadado conmigo, o sabe que me voy y quiere ahorrarse las despedidas dramáticas. No le guardo rencor por eso. Me pongo todo el día a trabajar sobre los informes de los clientes con los que me he reunido, para no pensar.
Un taxi me está esperando a la puerta del hotel, y me despido ile Eva, que me ha caído muy bien desde el primer momento. La echaré de menos. No puedo ocultar mi tristeza y tengo ganas de llorar. En el taxi, no me puedo contener más y frente a la mirada preocupada del taxista en el retrovisor, no paro de sonarme con un trozo de papel higiénico que he encontrado en mi bolso. Cuando no tengo kleenex, siempre me llevo un trozo de papel higiénico de los baños públicos, que utilizo para secarme las lágrimas inoportunas, como ahora, o para quitarme el exceso de grasa de la frente y las aletas de la nariz.
En el mostrador de Iberia, buscando mi billete y mi pasaporte, mcuentro el pequeño sobre rectangular que me ha dado Rafa. Es muy singular, cerrado por un sello de cera roja, con las iniciales: R.M. Reconozco la letra de Rafa, con las siguientes indicaciones: «Abrir sólo durante el vuelo». Palpo el sobre para intentar descubrir su contenido. Está durísimo. Lo abriré dentro del avión, no antes, aunque me muera de curiosidad. Se lo he prometido.
Hay bastantes turbulencias esta noche, más que a mi llegada, siempre pasa cuando las azafatas están sirviendo la comida. Parece a posta. Estoy vigilando el vaso de zumo que no para de dar pequeños movimientos de derecha a izquierda o viceversa, como en una sesión de espiritismo.
La señal luminosa del cinturón de seguridad se enciende de repente, y mi corazón se pone a latir más fuerte que de costumbre. Aguanto cada vez menos los viajes en avión. Necesito tranquilizarme fumando un cigarro, pero me arriesgo a una bronca monumental de parte de las azafatas y de los demás pasajeros, y a la frustración de haber dado solamente dos caladas al cigarro. ¡Lo que daría por dos caladas! Entonces es cuando me acuerdo del sobre de Rafa, y lo saco nuevamente con la delicadeza de quien tiene en las manos un diamante de un millón de dólares.
Al abrir el sobre, descubro una cajita preciosa con un papelito doblado en su interior. Contiene un mensaje muy corto pero contundente:
Querida jefa,
El tesoro del amor viene en cofres pequeños.
rafa
Rafa, ¿por qué has escrito un mensaje tan corto? Tengo bulimia de leer tus palabras, ¿no tenías nada más que decirme? Vuelvo a releer el mensaje una y otra vez y me doy cuenta del significado tan profundo que encierra esta cajita. Las lágrimas que caen de mis ojos no tienen nada que ver con las que he vertido en el taxi al venir al aeropuerto. Son lágrimas entrecortadas de sollozos cálidos, que han decidido liberarse al fin como un río furioso. Son lágrimas que brotan de un corazón demasiado húmedo de tristeza. No recuerdo haber llorado así por ningún hombre en mi vida. ¿Pero lloro realmente por él, o por los momentos de felicidad que siempre son únicos y no vuelven a repetirse?
Un qiro de 180 qrados
24 de abril de 1997
Nadie me está esperando en el aeropuerto. Es muy pronto todavía. Llego con la nariz completamente congestionada por haber llorado durante siete de las doce horas del vuelo, y los ojos hinchados, como si me hubiesen picado dos abejas en cada lado de los párpados. He intentado consolarme pensando que he dejado a Rafa en buenas manos. Sin duda, se va a liar con la azafata que encontró en el vuelo a Trujillo. Y este mismo pensamiento me ha hecho sonreír.
Lo primero que hago es encender un cigarro. Mientras estoy esperando un taxi a la salida de la terminal, vuelvo a introducir la tarjeta SIM de mi teléfono, que saqué antes de viajar a Perú. Mi buzón debe de estar lleno de mensajes, pero ya tendré tiempo de escucharlos todos al llegar a casa.
He quedado con Andrés por la tarde, para hacerle un resumen de mi trabajo. Después iré a casa, me echaré un rato y luego, a mitad de la tarde, me pasaré por la oficina.
De camino, vuelvo a descubrir la civilización que dejé atrás hace unos días, y me pongo a observar cada movimiento de la ciudad. En un semáforo, veo a un hombre que está delante de la vitrina de Gucci, mirando detenidamente el precio de unos zapatos de tacón altísimo. Está hablando solo y tiene un tic, su labio inferior cubre sin cesar el labio superior. En un salón de té hay un ejecutivo señalando con el dedo a la dependienta el pastel más grande, con crema inglesa que desborda por todos los lados; con la punta de la lengua se humedece el borde izquierdo de sus labios. Me siento bien. Todo va muy deprisa y vuelvo a encontrar mi ritmo.
Nunca he ido tan rápido del aeropuerto a mi casa, la ciudad no se ha puesto todavía en marcha. Sin embargo, la atmósfera empieza a cargarse con una neblina grisácea y espesa de contaminación, que se ha levantado antes que todos los ruidos de la urbe, y la humedad ya amenaza con llegar a sus niveles más altos. La sirena de una ambulancia me recuerda que estoy de nuevo en España, y que todo lo demás se ha quedado atrás. En cada país estas sirenas son diferentes, y convierten en un extraño a quien las oye. Y hoy me siento bien, pero extraña.
Mi buzón está repleto de cartas. Entre todas, dos me llaman la atención: una con mi dirección escrita a mano, y la otra es un acuse de recibo, con un sticker azul donde pone que, al no encontrarme en casa, han entregado el paquete al local A. Ya me encargaré de recuperarlo.
Abro la otra carta y miro instintivamente quién la ha firmado. Es Cristian. ¿Qué hace Cristian escribiéndome cartas? No me apetece leerla ahora. Además, después de pasar de mí cuando más lo necesitaba, le tengo todavía un poco de rencor.
Estoy contenta de llegar a mi casa. Saludo a cada uno de mis muebles. Para mí, tienen vida propia. No son muchos, pero tienen un gran valor sentimental. Especialmente un cuadro, que es la reproducción de un rostro que pintó Modigliani. Todas las personas que han pasado por mi casa me han preguntado si era yo.
– ¿Yo? -dije una vez, muy sorprendida, y con una mueca de disgusto.