Jaime y Joaquín se han citado antes en un bar para ponerse de acuerdo en lo que tienen que decir, y en cómo orientar la cena para convencer al cliente de que firme un contrato de tres millones de pesetas.
El bar es un sitio muy exclusivo y pequeño que tiene una entrada similar a la de un barco. Al abrir la puerta, unas estrechas escaleras se adentran hacia un local pequeño donde una barra de bar de caoba llena más de la mitad del espacio. Muchas personas se han citado antes que nosotros y hay muy poco sitio. No me siento a gusto aquí y creo que mi malestar se nota, porque Jaime me pide que sonría en varias ocasiones.
Joaquín ya se encuentra en un rincón de la barra, charlando acaloradamente con dos señoritas de aspecto demasiado llamativo. Al aparecer Jaime, las dos mujeres le saludan de una forma muy familiar, como si le conocieran de toda la vida y luego, me miran con desdén y deciden serme totalmente indiferentes, como si no existiera. Me he colocado detrás de Jaime, por falta de sitio primero y también por timidez ante esas mujeres. De esta forma, no participaré en la conversación. Me percato de las miradas y sonrisas cómplices que Joaquín le está echando a Jaime. Parecen estar diciéndose algo que sólo ellos pueden entender. No comprendo la actitud de Jaime, sobre todo después de confiarme que Joaquín se ha aprovechado del aval bancario que le firmó. Este hecho no parece haber enturbiado su relación con él. Joaquín no me gusta. Nunca me ha resultado simpático, ni siquiera el primer día que le vi. Es un hombre alto, de pelo totalmente canoso, que lleva siempre corbatas de colorines y unas gafas grandes de pasta marrón al estilo Onassis. ¡Lúgubre! Su olor a pipa se percibe a un kilómetro de distancia, la tenga encendida entre los labios o no. Joaquín pertenece a la alta burguesía catalana decadente, y vive en las afueras de Barcelona en una mansión preciosa que es de su esposa. Lleva unos meses viviendo de noche y hoy está coqueteando descaradamente con las dos mujeres de la barra. Se va volviendo de repente hacia mí y, al ver mi cara de mal humor, me suelta:
– Eres demasiado joven para entender ciertas cosas. Todavía tienes mucho que aprender.
No vale la pena contestarle. Pero empiezo a sentir un odio terrible hacia Jaime por no defenderme y ponerle en su sitio.
Después de la copa, nos encaminamos hacia el restaurante, donde ya nos está esperando el cliente. Jaime me coge aparte y me dice:
– Joaquín ya está borracho. Así que no tiene que hablar demasiado. El trato con el cliente lo haremos tú y yo, ¿de acuerdo?
– ¿Yo?
– Sí. Me vas a ayudar. Eres más inteligente de lo que te imaginas, ya verás.
¿Qué quiere decir con eso? El cliente está aguardando en una mesa para cuatro personas apartada en un rincón, mientras fuma un cigarrillo. Nos saludamos y Jaime me presenta como una colaboradora de su despacho. No quiero rectificar, porque me imagino que forma parte de alguna estrategia de Jaime para no mezclar los negocios con la intimidad. Jaime me insta a sentarme al lado del cliente.
La cena se desarrolla con grandes discusiones en las que no me atrevo a participar y el cliente, un hombre pequeño y baboso, no para de beber y de mirarme las piernas. Empiezo a sentirme ofendida, porque Jaime ha notado lo que está sucediendo, pero no hace nada al respecto. Siempre ha sido celoso, pero ahora no abre la boca porque está en juego un contrato de tres millones.
Después del postre, el cliente se pone a acariciarme las piernas debajo de la mesa, mientras sigue hablando con Jaime. Yo estoy petrificada y observo que Joaquín, ajeno a todo lo que ocurre a su alrededor, está sólo concentrado en encender su pipa. No me puedo creer lo que está pasando cuando Jaime me mira y hace pequeños gestos de aprobación con la cabeza. Inconscientemente, voy apretando todos mis músculos, y cuando el cliente se pone a deslizar una mano en el interior de mi muslo, me levanto de un golpe y tiro la servilleta violentamente encima de la mesa. No puedo contenerme más al ver que Jaime no piensa reaccionar.
– ¿Sólo valgo tres millones de pesetas a tus ojos? -le lanzo mientras todo el mundo en el restaurante se está fijando en mí.
Jaime adopta un aire de sorpresa.
– ¿Qué te pasa?
– ¿No piensas hacer nada para que este grosero me quite sus manos de encima?
Jaime se pone a mirar al cliente, que ha parado de mover las manos.
– ¡Compórtate! -me contesta, dejándome totalmente decepcionada.
Joaquín da plácidas caladas a su pipa con un ademán burlón.
– ¿Qué? -insisto.
– ¡Te he dicho que te comportes! -me ordena Jaime-. ¡Lo estás echando todo a perder!
No sé lo que más me duele: si la grosería del cliente o la actitud de Jaime. Indignada, abandono la mesa, pido mi abrigo al camarero y salgo del restaurante corriendo. Jaime estaba dispuesto a compartirme esa noche con un desconocido. Me dan ganas de vomitar.
Vuelvo a casa llorando. Cuando Jaime aparece sobre las cinco de la mañana, tranquilo, como si no hubiese pasado nada, ya tengo más que claro que no me quiere y que nunca, de hecho, me ha querido.
Antes de acostarse a mi lado, mientras estoy fingiendo dormir, dice en un murmullo:
– Eres todavía muy joven. Tienes mucho que aprender.
Siento verdadero asco de que esté acostado a mi lado. No voy a poder soportar esta situación más tiempo.
Lo peor está por llegar
9 de enero de 1999
La farmacia está repleta de gente, y me he sentado en una silla que han colocado al lado del mostrador. Tengo una semana de retraso y antes de hacer el test ya sé que estoy embarazada, pero he intentado convencerme de que no es así. Lo noto por los pequeños latidos de un corazón a la altura de mi ovario derecho, y, pese a las protestas de Sonia, que dice que es imposible sentir eso antes de unos meses, yo ya sé que hay algo que está creciendo en mí. No le he comentado nada a Jaime, tengo miedo de su reacción aunque es obvio que podía suceder ya que llevamos un tiempo sin tomar medidas. Es más, un día me dijo que le encantaría ser padre de nuevo ahora que está en la madurez, y que debía ser en este momento o nunca ya que, dada su edad, no quiere ser padre-abuelo. Desde luego, ha dado en el blanco. El Predictor no ha necesitado esperar ni el tiempo indicado para cambiar de color. En el mismo instante en que sumergí el bastoncito en la orina, ya marcaba positivo. Estoy «embarazadísima».
Se lo anuncio por la noche y él se me queda mirando como si hubiese visto a un fantasma. Espero cualquier reacción: alegría o rabia, pero nunca imaginé que me diría: «¡Es imposible!».
– ¿Cómo que es imposible? Aquí tienes la prueba del test.
Le doy el Predictor, que he guardado en su embalaje de aluminio.
– ¡Te repito que es imposible! -me dice, sin hacer caso de la evidencia. Su voz tiene un aire burlón que me da escalofríos-. No dudo de que estés embarazada. De lo que dudo es de que sea mío.
No salto sobre él por poco. Además, seguramente está esperando ese tipo de reacción. Me quedo sentada tranquilamente, con el corazón a punto de salirse de mi pecho.
– Jaime, ¿cómo me puedes decir eso? El único con quien me he acostado desde que te conozco eres tú.
– Lo dudo -se ha puesto muy serio y ya empieza a enfadarse.
– Pero ¿cómo me puedes decir eso?
– Sencillamente, porque soy estéril.
En muchas ocasiones lo he pasado muy mal con Jaime. A veces le he odiado con toda mi alma, he sentido rabia, impotencia, pero hoy, se me está derrumbando el mundo encima. Sólo puede tratarse de una gran farsa. No veo otra explicación. Me voy corriendo al baño a vomitar y me quedo allí, la cara en el váter, intentando aclarar mis ideas, cuando de repente aparece por detrás y sigue con su discurso.
– Soy estéril desde hace muchos años. He tenido la gran suerte de poder concebir a dos hijos, pero nunca más podré tener uno. Así que ¡quítate la máscara y confiesa que te has acostado con otro!