Aparezco como una muerta viviente, y Jaime está tan sorprendido de verme allí que necesita unos minutos para reaccionar. Yo me siento fatal, con la extraña sensación de entrar sin permiso en la intimidad de una pareja desconocida. Carolina me acerca una silla y, acto seguido, le pregunta a Jaime si sabe quién soy yo. Él no puede ni contestar. Se ha puesto verde, por primera vez en la vida le han «ganado», quitándole la máscara. Intenta levantarse en varias ocasiones, como para escapar de ese triángulo, pero yo le obligo a sentarse tirándole fuertemente de la manga. La gente del bar está observando, entre el estupor y la diversión, el culebrón que estamos protagonizando, pero nadie se atreve a intervenir. Al final, Jaime consigue irse corriendo, y Carolina me propone que vaya a su casa, que se encuentra en una famosa urbanización residencial a unos veinte kilómetros de Madrid. Quiere enseñarme dónde vive y me propone incluso pasar la noche en su casa, ya que Jaime no va a atreverse a volver.
Acepto su invitación, a pesar de sentirme como una intrusa, pensando que seguramente Carolina me necesita para no sentirse sola. Parece que se ha establecido una especie de complicidad involuntaria. Le debo al menos eso, gratitud por su comportamiento conmigo.
En casa, las dos nos hemos emborrachado con ginebra, y Carolina decide enseñarme su dormitorio.
Quizá acepto quedarme a dormir allí para familiarizarme con el entorno de Jaime, para entenderle mejor. Pero ¿qué hay que entender en realidad? No lo sé. La casa está llena de fotos de ella y Jaime.
– Recuerdos de momentos felices pasados juntos -me dice nostálgica-. Desde luego, hace muchos años que no he vuelto a sentirme feliz con él. No consigo deshacerme de Jaime. Por teléfono, logro decirle que no quiero saber nada, pero cuando reaparece vuelvo a caer. Eso no es vida. Al menos, no es la vida que yo quería, ni para mí ni para mis hijos.
En un momento de la noche, mientras seguimos bebiendo para soportar el dolor de un amor entregado a un ser malsano, Jaime vuelve a llamar al móvil de Carolina. Quiere pedirle perdón. Pero no sabe que estamos las dos en su casa. Ella le comenta tan sólo que quiere que se vaya de su casa definitivamente, pero Jaime le está suplicando que no haga eso, que no le abandone, ya que nunca me ha querido. Que lo mío ha sido un error. A los diez minutos, me llama a mí diciendo lo mismo, que nunca ha querido a Carolina, que es una pobre viuda sola en el mundo con sus hijos, por quien siente lástima y que quiere volver conmigo. Me pide disculpas por todo el daño que me ha hecho. Yo no escucho la mitad de sus disculpas y prefiero colgarle. Carolina y yo estamos borrachas pero no menos indignadas por lo que acaba de hacer. ¿Hasta dónde es capaz de llegar?
– Tengo una idea -me dice de repente con malicia en los ojos, cuando estoy a punto de caer en un coma etílico-. Tocar las cosas de Jaime es lo peor que le puedes hacer. Ya verás…
Me lleva a su cuarto, donde Jaime ha dejado todas sus cosas. En su armario encuentro, sorprendida, las mismas cajitas de madera que tiene en nuestro piso de Barcelona para poner sus relojes. Ha recreado en nuestra casa el mismo ambiente que el que tiene en Madrid. Con rabia, sacamos toda su ropa y, usando unas tijeras, Carolina se pone a cortar todos los trajes en trocitos. Yo hago lo mismo con sus corbatas de seda, las cuales ha colocado cuidadosamente sobre varias perchas y, luego, metemos todos los trocitos en una bolsa de plástico. Carolina saca una maleta dentro de la cual pone las bolsas de plástico y coloca una etiqueta adhesiva donde escribe las señas de Jaime. Nos acabamos de convertir en dos cómplices de un acto de vandalismo sin quererlo. Llama a un hotel para reservar una habitación a nombre de Rijas, y le explica al recepcionista que le van a llevar una maleta con sus efectos personales que le tienen que entregar en cuanto llegue. Cogemos el coche y nos vamos directamente al hotel para dejar la maleta. Luego, Carolina le manda un mensaje para darle la dirección del hotel donde ha dejado todo lo suyo. Jaime no le contesta, no se atreve. Este momento no se me olvidará nunca en la vida. A causa de la tensión que llevamos padeciendo desde hace veinticuatro horas, Carolina y yo nos ponemos a reír a carcajadas al imaginarnos la cara que Jaime pondrá cuando vea lo que acabamos de hacer con su ropa.
Un final infeliz
15 de febrero de 1999
Me despido de Carolina, pidiéndole disculpas por haberme entrometido en su vida. Lo único que he pretendido ha sido entender a ese hombre para deshacer el hechizo amoroso que me ha lanzado. No quiero de ninguna manera hacerle daño a ella, que se ha convertido en la esclava de un monstruo que tan sólo siente egoísmo y rabia hacia el género femenino.
Supongo que, con el tiempo, Carolina me odiará por haber hecho eso.
3 de marzo de 1999
Tengo que deshacerme del piso porque no puedo seguir pagando un alquiler y unos gastos tan elevados, aparte de que ya no puedo seguir viviendo aquí. Cada habitación me recuerda a Jaime y, sobre todo, sus crisis de locura. Me decido a escribir una carta a la agencia inmobiliaria para decirles que les vamos a entregar el piso debido a nuestra separación. Según el contrato, yo tengo que indemnizarles porque no ha pasado ni un año desde que he firmado. Y la única responsable soy yo, la arrendataria. Me está costando unos esfuerzos tremendos hacer todas estas pequeñas gestiones. Por las noches, empiezo a sufrir insomnio y a estar cada vez más nerviosa. Todavía mantengo algo de contacto con Carolina, quien me llama a menudo para informarme de que Jaime la está siguiendo todos los días al trabajo, pidiéndole disculpas y rogándole que le deje volver. Hasta ahora ella se ha negado. Pero sé que volverá a caer en sus brazos. Es difícil resistirse a Jaime, ella volverá con él porque tiene miedo de acabar sola y él, porque está completamente perdido y Carolina es la única persona que realmente le conoce bien.
Abril de 1999
Me he mudado bastante rápido a un piso muchísimo más pequeño, en la parte opuesta a la Villa Olímpica. He llamado a la empresa de transporte para que vengan por la mañana, y, la víspera, ha aparecido Jaime a escondidas, cuando yo estaba fuera, para sacar del piso las cosas más valiosas que teníamos en casa. Es decir, que me ha dejado con casi nada. Se lo agradezco de alguna forma ya que, en donde me voy a alojar, no va a caber todo. He pasado de ciento veinte metros a un modesto apartamento de cincuenta metros cuadrados, escondido del mundo, que he encontrado por casualidad en uno de mis varios paseos por Barcelona. También, a modo de venganza, Jaime ha destrozado -no sé cómo todavía- el mármol de la cocina. Lo que me ha supuesto un problema gravísimo con el propietario, que me está pidiendo, obviamente, que pague las reparaciones. Mi situación es absolutamente catastrófica. Ya no tengo ahorros, estoy llena de deudas por las barbaridades de Jaime con el piso y he dejado mi trabajo con Harry. He renunciado porque no puedo atender el trabajo estando tan mal. Sería una falta de profesionalidad por mi parte. Pero, por encima de todo, estoy destruida, sin nada más en el mundo que el amargo recuerdo de haberme enamorado de una persona que nunca me ha querido, que sólo se ha reído y aprovechado de mí, y que me ha estafado en todos los sentidos.
Curiosamente, no siento celos de Carolina. Creo más bien que nos solidarizamos la una con la otra desde el momento en que nos conocimos; nunca ha puesto en duda lo que yo le conté acerca de mi relación con Jaime y le agradeceré siempre el haberme abierto su casa. En definitiva, no soy más que una extraña para ella, que se ha impuesto a la fuerza en su vida y le ha hecho tambalear una parte de su mundo.
Jaime ha intentado en varias ocasiones hablar conmigo. Sabe dónde me he mudado, porque me ha seguido también a mí. Una noche, ha llamado a mi puerta, y, en un arrebato de amor, que todavía siento por él, le he hecho pasar. Ha venido borracho, pidiéndome perdón, y diciendo que ha acabado su relación con Carolina. Sé que Jaime sigue mintiendo ya que Carolina y yo continuamos en contacto. También me ha confesado que su empresa se está disolviendo y que necesita dinero. Ha vuelto a mí para intentar otra vez engañarme y le he echado a duras penas de patitas a la calle.