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Quiero llegar lo antes posible, para descubrir ese mundo que me he imaginado tantas veces. Me veo en un sitio lujoso, vestida con un traje de noche transparente, rodeada de cortinas de seda y habitaciones temáticas con bañeras con jacuzzi

Tres menos diez de la tarde.

Cuando Susana me abre la puerta, le pido disculpas porque creo que me he equivocado de piso. Ella, sin embargo, me hace pasar asegurándome que es la dirección correcta.

Susana es pelirroja, gordita, pequeña y muy fea. Tiene un cigarro en la mano, y los dedos completamente manchados de nicotina. Pero lo peor de todo es que sus dientes parecen rocas negras a punto de derribarse.

«Va a espantar a los clientes», es lo primero que pienso.

– ¿Fumas? -me pregunta, tendiéndome el paquete de cigarros.

Ni buenos días ni nada.

– Sí, gracias -le contesto, cogiendo uno nerviosamente. Las manos me tiemblan. Será la primera y última vez que me ofrecerá un cigarro, ya que me convertiré luego en su proveedora preferida de alquitrán y nicotina.

A pesar de saber claramente dónde me estoy metiendo, todavía no sé muy bien si he venido por venganza, por asco hacia los hombres y a lo que tienen colgado entre las piernas, o más bien por falta de cariño y autoestima y mis problemones económicos. Es una mezcla de todas estas razones y, además, como siempre me he considerado una persona liberal, no me causa demasiados traumas ni me asusta.

– Un momentito -me dice Susana, mirándome de arriba abajo- que ahora viene la jefa, así va a poder conocerte en persona. Yo soy Susana, la encargada de día.

Me percato rápidamente de una cosa que se encuentra en el suelo, al lado de la puerta de entrada. Es un limón, pinchado con cerillas y un cigarro encendido.

– Atrae a los clientes -me explica riendo-. Es un truco de brujas. Me lo enseñó Cindy.

– ¿Cindy?

– Una chica portuguesa que trabaja aquí. Ya te la presentaré. Tiene un montón de trucos y todos funcionan -Susana parece muy convencida.

Mientras me hace pasar a un cuartito, donde sólo hay una cama y un espejo mural rodeado de luces, me entra miedo, como si algo espantoso me estuviera esperando en aquella habitación. Tengo un nudo en el estómago, y la extraña impresión de que me falta el aire y de que mi boca se está deshidratando.

– ¿No tendrías un vaso de agua? -le pido a Susana.

– Sí, cariño, siéntate encima de la cama, que ahora llega la jefa. Yo te traigo el vaso, ¿vale?

No me cae tan mal esta chica. Tiene una pésima imagen, pero pienso que, si está aquí, por algo será.

La habitación es horrenda y no tiene nada que ver con lo que me había imaginado. Las paredes están recubiertas de un papel amarillo, arrancado en algunas partes, y en el techo hay una tela rosa que cae colgando para dar un aire de intimidad mezclada con un lujo pasado de moda, que deja mucho que desear. El espejo tiene unas cuantas bombillas fundidas y absorbe de repente mis ojos. Entonces me doy cuenta de que estoy cayendo en una dulce esquizofrenia que me está transportando hacia otros mundos, donde el lenguaje de las palabras no tiene sentido, donde sólo importa la dimensión corporal y las sensaciones. La imagen que se está reflejando en el espejo es la de una persona todavía desconocida por mí. Es el rostro de una mujer que ha aterrizado en un lugar que no es para ella, pero que quiere hacer suyo, pese a todo, obstinada en reivindicar esta elección a toda costa.

– Toma el vaso de agua -me dice Susana al entrar nuevamente sin hacer ruido, con un vaso en la mano y un cigarro en la otra. El filtro ya le está quemando los dedos.

Yo sigo mirándome en el espejo, totalmente hipnotizada y la irrupción de Susana me hace volver repentinamente a la realidad.

– ¡Hola, buenos días! -exclama una voz detrás de Susana, con un suave acento anglosajón.

– ¡Buenos días! -contesto, curiosa por conocer el rostro que corresponde a esa voz tan dulce.

Una señora morena, pequeña y embarazada, me tiende la mano para saludarme. Me quedo sorprendida. Una mujer embarazada y muy agradable actuando de chula en una casa de citas; acaban de romperse todos mis esquemas. No me esperaba esto, hasta estoy casi decepcionada por no encontrarme a un hombre con pinta de camionero y tatuajes por todas partes. Esta dulzura y fragilidad no pegan con este ambiente decadente.

– Soy Cristina, la propietaria de la casa.

– ¡Hola! Yo soy Val.

– Me ha dicho Susana que quieres trabajar con nosotros.

– Sí, la verdad es que me gustaría.

– ¿Dónde has trabajado antes?

– Quiere decir, ¿de eso?

– Sí, claro. ¿Para qué otra casa has trabajado antes? -insiste Cristina.

No sé si mentir o decir la verdad.

– Nunca he hecho este trabajo. Es la primera vez.

Cristina y Susana me miran fijamente y veo en sus ojos que no se creen nada de lo que acabo de decir.

– ¿Estás segura de que lo podrás hacer? -pregunta Cristina-. Aquí trabajan muchas chicas muy profesionales.

– Basta probarlo -le contesto.

Mi tono es tan decidido que Cristina parece convencida enseguida.

– De acuerdo -dice-. Susana, ¿hay algún vestido de noche en el guardarropa que se pueda poner la chica?

– Si, pero creo que es de Estefanía. Si se entera de que se lo hemos cogido, me va a pegar la bronca, Cristina.

– Vete a buscarlo. Bajo mi responsabilidad. Yo hablaré con Estefanía. Esta chica no se puede presentar vestida con esa ropa ante ningún cliente.

– ¿Es que voy a empezar ya mismo? -me siento un poco presa del pánico.

– ¿No querías trabajar? -comenta Cristina con una amplia sonrisa.

– ¡Claro que quiero trabajar!, pero no pensaba que iba a hacerlo tan pronto.

– Es lo mejor, ¿sabes? Si no, ¿hasta cuándo vas a esperar? Tengo en el salón a un muy buen cliente que viene cada semana. Si la chica le gusta, pasa dos horas con ella. Así que aprovecha. Paga cien mil pesetas y te llevarás cincuenta mil.

– OK!

Susana reaparece con un vestido rojo largo y transparente, de escote generosísimo, y la lencería a juego.

– Pruébate esto, cariño, y date prisa que el cliente está esperando -me insta Cristina-. Le he dicho que teníamos a una chica nueva, una modelo que está de paso por Barcelona y que se marchará dentro de unos pocos días. Tiene ganas de conocerte.

– Bien -le contesto, quitándome ya sin pensar los vaqueros-. ¿Qué tengo que hacer con él?

– Tú sabrás -responde Susana-. Es un poco pesado porque va colocado. Pero, en general, no quiere una relación completa, porque no puede. Una buena masturbación le hará feliz.

– ¿Una masturbación de dos horas? -pregunto ingenua.

– Hombre, ¡dos horas no! -exclama Cristina riendo-. Juegos, masaje, no sé. Depende de ti inspirarle. Vamos, vístete y no te preocupes, que todo saldrá bien. Y maquíllate un poco, que estás muy pálida. A los clientes les encantan las mujeres muy arregladas. Todo lo contrario de lo que tienen en casa. ¿Para qué van a pagar a una mujer que se parece a su esposa?

– Claro -le digo, mientras me estoy ajusfando el vestido.

La imagen que me ofrece el espejo ya no es tan diferente de la de una persona que se suele arreglar cuando va a una cita con un desconocido. Me siento más conforme conmigo misma, pero mi corazón sigue latiendo fuertemente contra mi pecho, como si tuviera miedo.

– ¡Mira lo preciosa que está con este vestido! -anuncia Susana, llamando la atención de la propietaria.

– ¡Está divina! -recalca Cristina-. Tienes un cuerpo muy bonito y debes aprovecharlo. Quizá te falte un poco de pecho, pero cuando ganes el primer millón, ¡ya te operarás!

Este comentario sobre mi pecho no me gusta nada, pero no pienso dejarlo entrever. No es el momento de discutir.

– Puedes ganar muchísimo dinero si te lo montas bien. Ya verás, estarás muy a gusto con nosotros. Me pareces una mujer muy dulce y simpática. Anda, vete y luego hablamos.