Susana me coge de la mano como a una niña pequeña, me repasa el maquillaje, con un aire que parece aprobador, y me lleva a un salón que no conozco todavía. La decoración sigue la misma tendencia que la de la habitación donde he estado primero. Hay un sofá grande de tela con llores dibujadas en todos los colores y enfrente una mesa de vidrio, con patas de cobre, que tienen forma de hojas de vid, con algunas revistas de Playboy sobre ella, abiertas como si alguien las hubiese estado hojeando. Un sillón a juego con el sofá yace, solo, en un rincón. Dos puertas comunican con el salón. Una pintada de blanco y otra corredera, que es de madera. Deduzco que esta última da paso a otra habitación.
– Ahí hay una suite -me explica Susana, orgullosa, como si fuera la dueña-. El cliente está dentro. Luego la verás. Aquí está el baño -y abre la puerta pintada de blanco para mostrármelo-. Ahora siéntate, que voy a ver al cliente.
Llama suavemente a la puerta de madera y la entreabre para que yo no pueda ver lo que hay dentro. Desaparece, tragada literalmente por esa habitación misteriosa. Oigo susurros y ya empiezo a notar la presencia masculina del desconocido, y su voz impaciente por haber esperado demasiado tiempo. Tengo el pulso a mil.
Después de unos minutos, reaparece Susana, con colores en las mejillas.
– No me gusta entrar en esa habitación -declara, riéndose y tapándose la boca con la mano-. El cliente está desnudo. Entra cuando quieras cariño, me acaba de pagar.
Y me enseña el dinero que lleva en la mano.
– Luego te doy lo tuyo.
Al salir del salón, me echa una mirada cómplice y me quedo sorprendida cuando me espeta:
– Pásatelo bien, cariño.
Permanezco inmóvil unos segundos antes de llamar a la puerta, conteniendo la respiración. No tengo miedo de acostarme con un extraño. Lo que me asusta en realidad es el no ser del agrado del cliente, no gustarle; mi autoestima está realmente tocada. Para mí, supondría un fracaso terrible ser rechazada la primera vez. Ya decidida, me apresuro a llamar a la puerta, y la voz del desconocido me grita:
– ¡Entra ya!, que si no pasa el tiempo y no hacemos nada.
Está acostado boca arriba encima del cubrecama, completamente desnudo, cuando paso el umbral de la puerta. No distingo bien sus genitales, la habitación está muy oscura. Parece un hombre joven, de unos treinta y cinco años como mucho. Lo que Susana llama la suite, consiste en una habitación con terciopelo rojo en las paredes, cortinas espesas que no dejan pasar nada de luz natural y una cama feíng size. A ambos lados de la cama, hay mesillas parecidas a la mesa del salón, decoradas con dos figuritas de bronce que representan a mujeres desnudas comiendo uvas. La pared enfrente de la cama es todo espejo, y da inequívocamente la impresión de estar en una de estas maisons-doses parisinas. Pensaba que los tiempos habían cambiado y que estas casas eran más modernas, dejando atrás el gusto tan dudoso que las caracterizaba.
– Déjame que te vea mejor -me dice el cliente, levantándose de la cama-. Eres nueva, ¿verdad?
– Sí. Acabo de llegar.
– Todas dicen eso, y también que nunca han trabajado en esto. Pero luego, las encuentras en todas las agencias de Barcelona. Aunque me parece que lú dices la verdad. No te conozco de nada. Al menos, no estás trabajando en otro sitio, si no te hubiese visto. ¿Tomamos un baño?
El cliente se acerca al jacuzzi que hay en un rincón de la suite, y abre los grifos.
– ¿Cómo te llamas? -me pregunta, mientras va pasando la mano debajo del agua para probar la temperatura.
– Val -respondo, sin moverme de mi sitio.
– ¡Qué bonito! Nunca lo había oído antes. Extranjera, ¿verdad? -Y añade, casi de una manera imperceptible-: Como todas, de todas formas.
– Sí. Soy francesa.
– Francesa y poco habladora. Está bien. En general, las chicas hablan demasiado y dicen tonterías. Yo soy Alberto. ¡Venga!, acércate para que te vea mejor. Pareces supertlmida.
– No. No soy tímida. Es tan sólo que el sitio me resulta extraño.
– Entiendo -dice Alberto con aire complaciente y colocándose en la bañera-. Quítate la ropa y entra en la bañera conmigo.
Confieso que tomar un baño con un desconocido, en un sitio tan visitado, me da un poco de asco, pero ¿qué otra opción tengo? Si he decidido hacer esto, tengo que hacerlo hasta las últimas consecuencias.
Me quito rápidamente la ropa, balanceando suavemente mi cuerpo pálido prisionero de la lencería roja prestada, para animarme frente a este desconocido, que no me cae mal, pero que, de momento, no me inspira deseo para nada.
– ¡Uau! Las francesas siempre sois calientes. Hazme ese balanceo en el agua.
Entro en el agua con él. Está muy caliente y me cuesta un poco sumergirme. Pero Alberto me coge por la cintura y me atrae hacia él.
– Ven aquí. Quiero sentirte cerca de mí.
Se pone a tocarme las tetas, mojándolas con la espuma del gel de baño que ha echado en el jacuzzi y, luego, bajo el agua, sus dedos empiezan a buscar mi pubis. No sé todavía cómo funciona este tipo de relación a pesar de mi manera liberal de ver las cosas. Me resulta un poco violenta esta situación: he pasado de elegir yo a los hombres que quiero a que, ahora, mi opinión ya no cuente para nada. Son ellos quienes lo harán de aquí en adelante y pagarán por ello. Lo más difícil de tragar es eso: que mi opinión no cuente para nada.
La luz es muy tenue pero la excitación de Alberto se puede leer en su rostro. Para mí, es todo lo contrario.
– ¿Por qué no salimos de la bañera y vamos a la cama? -le suelto de repente para acabar de una vez, poniéndome de pie y quitando de mis brazos la espuma del jabón.
– OK! Pero con la condición de que me dejes tomar salsa – me responde, incorporándose.
– ¿Salsa?
– Sí. Como lo oyes: salsa…
– Sí, claro. ¿Te gusta bailar?
– ¡No!
– ¡ Ah…! -exclamo, y sin pedirle más explicaciones me voy a buscar a Susana, enrollándome en una toalla, para que ponga un CD de salsa.
Tras apenas una hora de haberme presentado en esta casa, ya estoy con un putero de mucho cuidado que además es cocainómano perdido.
Nunca me han atraído las drogas, ninguna de ellas. Pero durante mi estancia en la agencia, casi a diario he tenido que cohabitar con ellas.
Susana pone el disco que he pedido y, cuando comprendo a qué se refería Alberto, nos vamos a la cama. Como ocurrirá en muchas otras ocasiones, no retiramos el cubrecama. Alberto empieza a esnifar la coca mientras se termina el Vvhisky que le ha servido Susana al llegar. ¡Bonita mezcla explosiva!, pienso un poco angustiada. Tiene los ojos desorbitados por el polvo blanco y está boca arriba encima de la cama, inerte.
Al cabo de un rato, me pide que comience mi trabajo, pero como no tiene erección ninguna, es imposible colocarle un condón. Yo tengo las ideas muy claras. No pienso hacer nada con un desconocido sin preservativo.
– No te va a servir de nada -me dice, refiriéndose a los preservativos que he colocado encima de la mesilla-. Follar no me pone. Sólo quiero que me la chupes, no hay riesgo.
– Vamos a ver lo que se puede hacer -le digo, con aire embarazoso.
Desaparezco un momento en el baño, al lado de la suite, pretextando unas ganas terribles de hacer pipi, con un condón escondido en la mano. Una vez allí, lo saco delicadamente de su envoltorio y me lo coloco en la puntita de la lengua. Lo mojo poco a poco para que coja la temperatura de la saliva, cuidando mucho de no romperlo con los dientes. Tengo la sensación de haber hecho eso toda la vida. En realidad, mi cerebro está funcionando a tope, para encontrar una solución al problema de la protección. No quiero tener un conflicto con mi primer cliente. Sería un mal comienzo. Espero que esta estrategia pase inadvertida.
Oigo de repente que grita mi nombre y me apresuro a volver a la suite. Definitivamente no me hace ninguna gracia tener que pasar dos horas con este individuo.