Выбрать главу

– ¿No se molestarán las demás porque he ido yo a ver a David?

– No te preocupes. Siempre quiere chicas nuevas. Y de las que están hoy, todas han estado ya con él. ¡Tampoco tienen por qué enterarse!

– Entonces, no me preocupo.

– ¿Qué quieres hacer? ¿Quedarte aquí o volver a tu casa y empezar el turno de noche mañana?

– Prefiero volver a mi casa. Necesito acostumbrarme a este nuevo ritmo.

– Como quieras.

– Gracias, Angelika.

Tras despedirme de ella y subir en un taxi, me doy cuenta de que empieza a amanecer, me encanta la luz que comienza a iluminar la ciudad. El aire está limpio, y me siento muy feliz de poder volver a percibir estas pequeñas cosas. Hacía ya mucho tiempo que no había disfrutado de un momento de serenidad así. Además, he ganado en poco menos de veinticuatro horas setenta y cinco mil pesetas y me lo he pasado muy bien con David. ¡Ojalá las cosas si-gan así!

¡Ojo, que nos vigilan!

2 de septiembre de 1999

Hoy he dormido gran parte de la mañana. Cuando me he despertado, ya tenía ganas de ir a la casa, para saber si había trabajo. Pero no se ha producido ninguna llamada durante todo el día.

Me acerco sobre las once y media, tal como me había recomendado Cristina, con una bolsa llena de ropa de noche. Está todavía abierta la puerta de entrada del portal, así que subo directamente al piso y me abre Susana.

– ¡Hola, cariño! ¡Qué pronto llegas esta noche! La mayoría de las chicas del turno de noche llegan casi a las doce, cinco minutos antes de cerrar el turno. Tú harás lo mismo cuando empieces a hartarte -me dice Susana con sus ojos redondos.

– Me dijo Cristina que si no llegaba antes de las doce, no podría entrar.

– Sí, ése es el reglamento. -Y añade, cambiando de tema-: Todavía hay chicas del turno de día. Se van a ir pronto y yo también. Ven, te voy a presentar.

¡El reglamento! ¡Suena a convento de monjas!

Nos dirigimos al salón (signo de que no hay ningún cliente, si no estaría cerrada la puerta, pues comunica directamente con la suite) de donde salen unas voces y, de vez en cuando, alguna carcajada.

Hay tres chicas sentadas en el sofá y una en el suelo. Sorprendentemente, todas tienen un físico diferente. Reconozco a Isa, la mulata que ayer no me saludó. Tiene media melena, unos labios muy carnosos y una nariz pequeñita, operadísima. Viste un conjunto de ante beis claro que recalca el color canela de su piel. El escote deja entrever unos pechos grandísimos, ciento diez por lo menos, y operados por supuesto, me informaría más adelante, con mala leche, otra chica. He conseguido «domesticar» a Isa con el tiempo. Llegamos a tener conversaciones surrealistas sobre la locura de la gente.

– Todo el mundo está loco, ¿sabes? Están todos locos. ¡Y los hombres! ¡Ni te digo! Están chiflados. ¡Hay que estar loco para pagar a una mujer para follar! -me diría sin cesar.

De hecho, era lo único que sabía decir. Nunca tuvo otro tipo de conversación. Y me hacía reír muchísimo, a la vez que me daba pena.

Cuando gana dinero, se lo gasta en ropa. Un día de mucho trabajo, llegó a gastarse ciento cincuenta mil pesetas en trapos. Dice a todo el mundo que tiene veintinueve años aunque, en realidad, ha cumplido ya las cuarenta y dos primaveras, eso sí, bien llevadas, porque se ha operado de todo. Es la más antigua de todas nosotras y eso le hace creer que tiene más derechos, por lo que pone mala cara a cada chica nueva que aparece.

Hoy soy yo la nueva, y apenas me mira. Pero ya me lo esperaba después del episodio de la víspera.

Después me fijo en una pelirroja impresionante, altísima, de pelo largo liso, que le llega hasta las caderas. Al principio pienso que Estefanía es sueca. Luego me dicen que es española y encima, ¡de Valladolid! No me hace ningún comentario esta noche acerca del vestido rojo que le he cogido para presentarme al primer cliente. Seguro que Cristina ha arreglado el asunto a su manera. Tiene un rostro angelical, con ojos azules llenos de dulzura. Hace este trabajo para mantener a un hombre mucho mayor que ella, que no trabaja porque no le da la gana. No sé más de ella, porque es muy discreta y se guarda mucho de hablar de su vida. Me saluda con una sonrisa. Con el tiempo resultará ser la más lista de todas; sólo hablará en contadas ocasiones y se limitará a sonreír todo el tiempo. Con ella aprenderé que hablar en este tipo de lugar es lo peor que se puede hacer.

Mae también es española, de Asturias; rubia, de cabello corto y largas piernas. Tiene muy buen tipo pero desprende antipatía por todos los poros de su piel y siento enseguida que tendré que cuidarme de ella, porque parece una verdadera víbora. Se enorgullece siempre de haber sido modelo. Se ve que no debía de ganar mucho dinero en la profesión… Tiene muchos pretendientes y vive claramente de los hombres, incluso fuera de la casa. Desaparece por temporadas, porque se va liando con señores que la mantienen. Cuando el dinero se le acaba, y la relación también, vuelve a la casa como un perro abandonado. Se da aires de pija pero es, en mi opinión, la más vulgar de todas.

Cindy, una portuguesa de ojos negros, es la única que me dirige la palabra cuando me presento. Se trata de la bruja del limón y las cerillas que yacen en la entrada del piso. Tiene la melena negra azulada muy brillante y lisa, y un cuerpo muy fibroso. -¡Hola! Tú eres francesa, ¿verdad? -me pregunta. -Sí. Me llamo Val.

– Mucho gusto -dice, tendiéndome la mano para saludarme. Su educación extrema contrasta con el contexto y el vestido vulgar que lleva puesto. Pero lo achaco a su poco conocimiento del castellano. De hecho, habla fatal el idioma, con una mezcla de portugués y español. Por esta razón, repite las pocas frases de cortesía que ha aprendido, alternándolas con frases muy vulgares, lo cual me hace pensar que ha trabajado en la calle. Con ella, sé que tengo a una amiga en la casa. Nos hemos llevado muy bien siempre. Cindy hace turno de día y de noche porque tiene grandes problemas económicos.

– Tengo a filha que alimentar, hostia puta -me irá repitiendo sin parar.

Y yo me río a carcajadas cada vez, porque se da aires de Gran Dama, con este toque final de vulgaridad. Es totalmente surrealista.

Enfrente de mí están las cuatro chicas con más antigüedad de la casa. Susana me hace una señal para que la acompañe otra vez a la cocina.

– Mira, cariño, tú no tienes que pelearte con ninguna chica, ¿de acuerdo? Entre ellas siempre hay problemas, así que te aconsejo que no te metas en sus historias. Te lo digo por tu bien -insiste Susana, como si le hubiese refutado algo-, me lo agradecerás un día, ¡ya verás! Si pasa cualquier cosa, hablalo conmigo o con Cristina. Que ella es la jefa.

– De acuerdo -digo sin parpadear.

De repente, oímos chillidos que vienen del salón. Es Isa.

– ¡Seguro que alguna puta de vosotras me ha robado mi americana de Versace! -grita histérica.

– ¿Nosotras? -dice Mae-. ¡Puta tú!, estás loca. Yo me puedo comprar todas las americanas de Versace que quiero, ¡imbécil!

– ¿Ah, sí? Pues mi americana ha desaparecido desde que habéis llegado -insiste Isa.

Susana sale corriendo de la cocina.

– ¿Qué está pasado aquí? -pregunta, con el eterno cigarro en la mano.

– Me han robado mi americana de Versace -le explica Isa-.

Seguro que ha sido una de ellas.

Yo observo, con mi bolsa de plástico bien agarrada entre las manos, por miedo a que salga de repente un ladrón de un rincón.

– ¿Y qué te hace pensar que te la han robado? -vuelve a preguntar Susana.

En ese momento suena el timbre del interfono.

– ¡Un cliente! Id a la habitación y preparaos. ¡Y basta de peleas! -anuncia Susana. Y mirándome añade-: ¡Tú también!

Entramos en la habitación pequeña para cambiarnos. Sacamos de nuestras bolsas la ropa que nos va a servir para trabajar, hasta que Isa se pone a mirar fijamente la mía, y adivino enseguida su pensamiento.