– ¡Ah, sí! Me ha contado mi mujer que había una chica nueva. ¡Hola!, soy Manolo -me dice, sacudiéndome torpemente la mano como signo de bienvenida.
No me mira a los ojos cuando le doy la mano. Parece tener otras cosas en la cabeza. Y de hecho, me comenta:
– Le estaba diciendo a esta estúpida de Susana que no quiero más follón entre las chicas. Ella es la encargada y la responsable de vigilar que todo vaya bien, ¿no te parece?
¿Cómo me puede pedir mi opinión, a mí, delante de Susana? No me parece correcto. ¿Pero cómo le voy a decir a este hombre tan «básico» lo que es correcto o no? Me limito a seguir mirándole. En las pocas horas que han transcurrido, me he dado cuenta de que tienes trabajo si le caes bien a la encargada. Si ahora me pongo a mal con Susana, seguro que nunca me va a llamar de día para hacer un servicio.
– ¿Has entendido?, ¡estúpida! Estoy hasta los cojones de que me llamen a casa las chicas para quejarse. ¡O haces bien tu trabajo o vas a la puta calle!
Así de vulgar es Manolo. Y no lo entiendo. ¿Por qué siempre esta gente ha de encajar tan bien con el modelo de chulo agresivo y vulgar que tengo en mente? Si Susana está loca, como me ha comentado Angelika, no me extraña. Con un jefe así, cualquiera acabaría mal de las neuronas.
A partir de este día, opto por tener una actitud completamente aséptica cuando esté con Manolo, para que no me contagie también su manera de ser.
Me preparo un café, pago las ciento cincuenta pesetas a Susana y me voy al salón para estar sola. Unos ruidos espantosos de martillazos vienen del piso de abajo y Manolo sale furioso de la cocina. La verdad es que el ruido es tal que le puede sacar de quicio a cualquiera.
– ¡Van a derrumbar el puto edificio si siguen así! -grita Manolo.
Susana le sigue como un perro, con su cigarro en la mano, olvidándose de los malos tratos psicológicos de su jefe. Imita cada uno de sus movimientos.
– Es así todos los días -explica ella.
– Quiero que acaben ya estas putas obras. Bajo un momento a ver para cuánto rato tienen todavía.
– Vale.
Manolo se vuelve hacia Susana y apuntándole un dedo a la cara,
le dice:
– Que sea la última vez que hay estas movidas aquí. Si no, a la puta calle, ¿entendido? A la puta calle…
– Sí, Manolo -contesta Susana con voz tímida.
Luego él me mira, haciendo un signo con la mano para despedirse.
– Nada cómodo, ¿verdad? -le comento a Susana, con voz cómplice.
– Siempre hay problemas. Pero él tiene razón. No puedo dejar que las chicas le llamen por la noche para explicar sus miserias.
Y me mira de una forma rara, desde el rincón de los ojos, como sospechando de mí. Susana no está enfadada con Manolo, curiosamente. Parece tener una actitud extrañamente masoquista.
Llaman a la puerta. Es un cliente y Susana lo hace pasar rápidamente al salón, mientras yo corro a esconderme en la habitación pequeña, con el café en las manos. Después de un rato, viene a verme y me dice que me prepare, ya que soy la única chica que se ha quedado en la casa.
– No puedo presentarme así, Susana. ¿Has visto mi cara? Tengo ojeras, y me muero de sueño. Necesito ir a mi casa a descansar.
– ¡Ah, cariño mío! ¿Qué me estás diciendo? Pensaba que
querías trabajar.
– Sí, claro que quiero trabajar. Pero cuando esté bien.
– Ahora mismo te preparas, te maquillas y te presentas al cliente. Es él quien decidirá si tienes mala cara o no.
No me atrevo a decirle nada, no por cobardía -le hubiese dicho cuatro cosas a esta mujer- sino porque no quiero provocar follones. Quiero trabajar, es cierto. Así que me preparo.
Tal como he pronosticado, mi mala cara no le gusta al cliente.
Me saluda y pide luego ver el book de fotos, porque yo no le he convencido.
– Ves, ya te lo había dicho -le recalco a Susana, mientras me pongo unos vaqueros.
– Ya puedes irte a casa. Ahora va a volver Estefanía. La acabo de llamar y estaba desayunando fuera. Seguro que ella se queda con el cliente. No sé lo que has hecho para tener esa cara tan marcada -me dice, mirándome de reojo.
Después de escuchar esa frase, entiendo por qué las chicas son tan vanidosas y no paran de comprarse cosas y pasarse todo el día delante del espejo. Con comentarios así, una pobre chica puede coger una depresión, pasarse la vida en un quirófano y acabar con la autoestima por el suelo. Pero como la mía está ya en lo más bajo, no le hago caso, cojo mis cosas y me voy a casa.
La esponja de mar
4 de septiembre de 1999
Ayer por la noche no fui a trabajar porque me vino la regla. Estaba fatal, y me quedé en la cama todo el día.
A eso de las once de la mañana, recibí una llamada de Cristina, la dueña, que quería saber cómo me encontraba y también organizar la salida con el fotógrafo para hacer mi book.
– Mareada, Cristina. No muy bien, la verdad. Voy a estar así unos seis días.
– ¿Unos seis días? -exclamó-. ¿Tanto te dura la regla?
– Sí, desgraciadamente. Pero creo que dentro de unos tres días, podremos hacer las fotos.
– Bueno. Hablé con el fotógrafo. Quería ir a la Costa Brava. Esa zona es muy bonita y podríamos hacer unas fotos muy elegantes, ¿qué tal?
– Fantástico.
– Hay que salir temprano, sobre las seis, para aprovechar la luz.
– Entiendo. Las seis es un poco pronto, pero me parece bien de todas formas. Quiero hacer ya esas fotos.
– ¿Por qué no te pasas esta tarde, organizamos el día de la salida y hablamos del vestuario que tendrías que llevarte? Yo estaré en la casa sobre las cuatro de la tarde.
– OK! Nos vemos esta tarde, entonces. Cuando llego por la tarde, hay más chicas de lo habitual. Todas están en el salón, como de costumbre, mirando un culebrón por televisión. Allí está Cindy, la chica portuguesa, con un palito de incienso de canela girando por toda la habitación.
– A canela atrae o dinero -me dice cuando ve que la miro atónita-. Luego, iré a cocina y pasaré a canela alrededor do teléfono. Para que os clientes llamen.
Parece seria cuando me va dando todas estas explicaciones. Me pongo a reír, sin darle más importancia, y me paro en seco, cuando veo a una chica rubia salir del cuarto de baño. Parece una muñeca Barbie, con la misma melena rubia larga, una camiseta ceñida que aprieta su pecho enorme de silicona, que hace juego con una boca del mismo material, extremada-mente carnosa. Aquella mujer parece que se va a ahogar de tanto pecho. Sus ojos no tienen expresión, están estiradísimos, y hasta llego a pensar que su cirujano se ha pasado un poco. Es pequeñísima, pero toda redondeces, muy bien puestas en su sitio. ¿Cómo puede existir tal barbaridad? Me mira, pero no me saluda. Se va a sentar directamente al lado de Isa, quien está probando un lápiz de labios delante de un pequeño espejo de bolsillo. Entiendo enseguida que son amigas y por eso la Barbie me tiene rencor, incluso antes de conocerme personalmente. Isa se ha encargado seguramente ya de ponerla en contra mía.