– ¡No, no! Está bien. Llama a tu agencia y diles que te quedas la hora.
Ya no entiendo nada.
– Pero sin violencia física, ¿de acuerdo?
– No te preocupes -dice, con una mirada asesina-. Sin violencia física.
Llamo a Susana poco convencida, porque no me hace ninguna gracia quedarme con este tío que me parece rarísimo. Espero que ella note el miedo en mi voz y me diga que regrese inmediatamente a la casa, sin correr más riesgos. Este cambio repentino en él, además, no me augura nada bueno.
– Y ahora, vamos a la habitación -dice, apenas he colgado el teléfono.
Me enseña el camino a una habitación que es muy pequeña y sucia. En su interior hay una cama para una sola persona, llena de manchas. Me quita la lencería, me observa y me tira literalmente encima de la cama.
Luego, desaparece en el cuarto de baño. Aprovecho este momento de soledad para mirar a mi alrededor, tratando de comprender qué tipo de persona es el hombre con quien tengo que acostarme. Hay libros de todo tipo, colocados en una estantería, con títulos escalofriantes y la colección completa de las obras de Sade, traducidas al español. Y objetos fetichistas. Contra la pared, están colgados un látigo larguísimo, y una máscara de cuero. He ido a parar a la casa de Hannibal Lecter en persona, pienso.
Sale del baño con un minitanga y se pone a pasearse delante de mí como un exhibicionista.
– Mírame y no digas nada -me dice, mirándome con sus ojos desorbitados y terroríficos.
El tanga le está estrangulando los genitales de tal forma que se lo tiene que quitar rápidamente, se pone un preservativo y, sin preliminares, empieza a buscar la entrada de mi sexo con los dedos. ¡Menos mal que unos laboratorios farmacéuticos han inventado la glicerina!
Mientras me penetra sin suavidad, me grita cosas inmundas. Yo sólo tengo una cosa en la cabeza: acabar cuanto antes y largarme de aquí. El peso de su cuerpo asqueroso encima del mío se parece a una roca de cien toneladas, y a cada movimiento que va dando, me llega al olfato un olor corporal de animal salvaje. En el momento de correrse, esta masa se transforma en una serie de temblores y convulsiones, difíciles de aguantar. Cuando todo ha acabado por fin, cojo mi ropa y sin decirle ni una palabra, empiezo a vestirme mientras me voy dirigiendo a toda prisa hacia la puerta. Desciendo las escaleras corriendo y una vez en la calle, paso delante de los mocosos, que siguen allí, curiosamente callados, y hago un sprint digno de una carrera de atletismo. Quiero escapar de ese impresentable y dejar atrás todas las palabras vulgares que me ha farfullado. Pretendo, al correr, que estas palabras horribles desaparezcan con el viento. Una vez sin aliento, me paro, y sin tratar de contenerme, me pongo a llorar todas las lágrimas acumuladas, toda la rabia contenida.
En el ojo del objetivo
6 de septiembre de 1999
Seis de la madrugada.
– Me lo ha contado todo Susana -me dice Cristina, sin compasión, cuando aparece en el marco de la puerta-. Hay de todo en este mundo y tendrás que acostumbrarte, porque te vas a encontrar a más de uno de aquí en adelante.
– No me ha hecho daño por poco -le recalco.
Mi voz es grave, pues casi no he dormido y estoy de muy mal humor. No me apetece nada tener que poner buena cara para las fotos, pero he de hacerlo. De eso depende mi trabajo.
En la calle nos está esperando un coche. Al volante está Ignacio, el fotógrafo, y a su lado un ayudante, que va a resultar de gran utilidad para retocar el maquillaje.
– También te quería decir que es importante que, en cuanto llegues al domicilio del cliente, llames a Susana. De lo contrario pensaremos que has llegado antes y le has sacado un extra al cliente. Ya ha pasado otras veces con algunas chicas y, por eso, Susana no confía en nadie. Lo mismo cuando sales. Queremos saber las horas exactas, y si el cliente quiere estar más tiempo, vuelves a llamar a Susana y se lo dices.
– Iba a llamar a Susana, pero ella se adelantó. El cliente vivía muy lejos y con el taxi y el tráfico que había, llegué tarde. ¡Pero no he estado más tiempo con él, Cristina!
– Susana está convencida de que sí.
Ante una nueva protesta por mi parte, Cristina quiere poner un punto final a la discusión.
– No pasa nada por esta vez -dice-. Pero ¡que sea la última!
La miro escandalizada, pero no digo nada. La mañana se anuncia tensa.
Durante el recorrido, apenas hablamos. Todo el mundo está cansado. Yo, particularmente, aunque empiezo a acostumbrarme a estos despertares de madrugada. Estoy también enfadada con Susana. No entiendo cómo puede pensar y decir cosas así de mí. Soy lo que soy, pero no una choriza.
Antes de empezar con las fotos, paramos en el bar de un pueblo para desayunar.
– Cristina me ha dicho que estás trabajando muy bien en la casa -me dice Ignacio, rompiendo el silencio.
– Bueno, sí, de momento va todo bien.
– Ya verás, con tus fotos trabajarás el doble -me dice, convencido de que el book va a ser la mejor inversión de mi vida.
– ¡Eso espero!
Después de varios cafés con leche, empiezo a sentirme mucho mejor, e impaciente por empezar.
9 de septiembre de 1999
Hoy no ha pasado nada relevante excepto un problema con Isa, para variar. Otra vez le han robado. En esta ocasión, una supuesta pulsera de oro y sus anillos de Cartier, que le ha regalado el viejo que la ha mantenido durante estos tres últimos meses.
Yo estoy en el salón cuando oigo sus gritos histéricos, y unas cuantas palabras que intercambia con Sara, la Barbie.
– Seguro que es la francesa -le está diciendo a Sara.
Prefiero no reaccionar, si no, soy capaz de saltarle encima. Y sé además que es lo que está buscando para que me echen.
Isa y Sara se van a la cocina a ver a Susana. Intento prestar atención a lo que se dice allí, pero farfullan palabras incomprensibles desde donde me encuentro. Susana sale de repente de su cuartel general, un cigarro en la mano, y viene a verme.
– ¿Puedo hablar un momento contigo, cariño? -me pregunta, como quien no quiere la cosa.
Ya sé de qué quiere hablar. Le digo que sí con la cabeza.
– Mira, ¡no sé qué está pasando contigo! El otro día, desaparece la chaqueta de Versace de Isa. Luego, te mando a un cliente y tardas un tiempo increíble en llegar. Ahora, Isa dice que le han robado una pulsera y unos anillos de oro. Perdona, pero son muchas cosas las que ocurren desde que tú estás aquí.
– ¿Qué quieres decir? -le pregunto, cansada de que me acusen sin pruebas.
– No, nada. Pero me parece muy raro todo eso, cariño.
– ¿Estás insinuando que yo le he robado a Isa la chaqueta y las joyas? -ya me ha sacado de quicio.
– Bueno, no digo que seas tú, pero me parece muy raro.
– ¿Y no crees que Isa dice todo eso porque soy nueva, y no me puede ver ni en pintura? ¿Pero es que no ves que quiere que todo el mundo esté en contra mía? No me traga, Susana, lo sabes, y empiezo a pensar que tú tampoco me tragas.
– ¿Qué dices, cariño? Para nada. Yo sólo estoy haciendo mi trabajo. ¡Nada más! Cuando hay problemas entre chicas, tengo que resolverlos. No quiero que pase como la última vez y que Isa llame a Manolo. Luego, tengo yo los problemas.
Y, hablando del lobo, la puerta de entrada se abre y aparece Manolo, con sus pantalones cortos y los mismos mocasines. La eterna riñonera parece vacía esta vez.
– No le digas nada -me dice Susana-. Yo me encargo de hablar con él.
– ¿Qué está pasando aquí? -pregunta chillando-. ¡Nada de reuniones secretas!
– No pasa nada, Manolo. Sólo estábamos charlando.
Susana tiene la voz temblorosa y miente tan mal que se le nota enseguida. Está claro que teme a Manolo.