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– ¿Hay alguien ahí?

Me acerco un poco más y me pongo justo enfrente de la linterna.

– Perdone. He oído ruidos y he venido hasta aquí para ver lo que pasaba.

– No son horas para visitar un cementerio, señorita -me hace notar uno de ellos, apuntándome de arriba abajo con la linterna-. ¡No es supersticiosa!

– ¿Por qué me dice eso? No creo en los muertos vivientes, ¿sabe?

Los dos hombres se echan a reír.

– Mañana hay un entierro y por eso estamos excavando una fosa a estas horas -me dice el otro.

Al fijarme en sus pantalones veo que están abultados. Él nota mi mirada y comenta:

– La naturaleza humana no se calma nunca, incluso en estos lugares.

Me observa minuciosamente y como mis ojos ya se han ido acostumbrando a la oscuridad, puedo entrever cómo cambia su expresión, aunque no distingo muy bien su rostro.

Llevo una falda larga, negra, un top ajustado de manga corta pero con cuello alto, del mismo color, y unas sandalias. A pesar de estar totalmente tapada, la tela de mi ropa es muy fina, y un poco de aire picarón invade mi cuerpo. Mis pezones se contraen de repente y noto cómo mi respiración se va acelerando cada vez más. Por el silencio que pesa en este lugar, tengo la sensación de que los dos hombres la pueden oír, y pueden apreciar mis pechos encerrados en aquel top.

Uno de ellos se acerca de repente, empieza a tocarme suavemente el pelo, a acariciarme la cara, y me introduce dos dedos en la boca.

– ¡Chúpamelos! -me va susurrando.

Obedezco. El otro se ha puesto detrás de mí, meneándome el trasero con las manos sucias de barro; la tierra está mojada por la Inerte lluvia de la víspera. Me sube la falda y me quita las bragas, llevándoselas a la cara para olerías.

– Tú sí que hueles a vida, cariño -dice, excitado.

Se agacha para coger un poco más de la tierra que han ido sacando a medida que excavaban. Empieza a masajearme el trasero con ella, con más energía. Yo sigo chupando los dedos de su compañero, pasando mi lengua entre cada uno de ellos. Sus manos tienen un olor curioso, son manos de trabajador; la rugosidad de su piel le ha traicionado.

El otro se baja los pantalones, coge su pene con la mano derecha v empieza a masturbarse, mirándome el trasero con la linterna.

– ¡Tienes un culo de vicio, nena!

Yo, a pesar de no verle la cara, puedo sentir el frenesí con el cual se menea y eso me excita un poco más. A partir de ese momento, me atan las manos con una cuerda, luego, uno de ellos me tumba en el suelo, al lado del agujero que han hecho para el entierro, y mi cabeza queda suelta en el vacío, de modo que puedo ver el fondo de la tumba. Noto que uno se libera cuando un enorme calor munda mi vientre. El otro me pone la linterna en plena cara, como si de un interrogatorio se tratara.

– ¡Seguro que le gusta!

El de la linterna me coge de repente la cabeza, con violencia y me pone su sexo en la boca. El contacto con mi saliva le hace correrse enseguida, mojándome el paladar y las encías. Pierdo el conocimiento.

No sé cuánto tiempo pasa después, minutos, quizá horas. Me levanto, todo el cuerpo me duele. Parece un sueño. Estoy totalmente sola y sucia. Aparte de eso, no quedan huellas de nada y la cuerda ha desaparecido. Decido volver a casa.

31 de marzo de 1997

Me he pasado todo el día reflexionando sobre lo que ocurrió ayer, mientras Mami está haciendo punto, echándome ojeadas de vez en cuando, intrigada por el aire serio que he adoptado para escribir mi diario. Estoy sentada en un pequeño sillón, cubierto por una manta que ella ha puesto encima para no estropearlo, ya que a Bigudí, el gato, le encanta echarse allí y asearse. Bigudí está delante de mí, mirándome con recelo por haberle robado su sitio preferido. Le cojo en mis brazos, le doy besitos en la cabeza y le acaricio el pelo, para que entone mi melodía favorita, cargada de placer y satisfacción. Cierro mi diario para que pueda acomodarse mejor encima de mis piernas, pero el gato, que es muy cabezota, se queda sentado, mirándome.

– Va a llover otra vez hoy -le digo a Mami, mientras observo cómo el gato se limpia detrás de las orejas.

– Eso está bien para el jardín -me contesta, con una pequeña sonrisa que se queda colgada de sus labios.

Mami siempre sonríe. Es una abuela simpática de un metro ochenta, que colaboró con la Resistencia durante la Segunda Guerra Mundial, cruzando bosques para pasar mensajes escondidos en un carrito de bebé. La admiro por ello.

La observo detenidamente mientras va cruzando una y otra vez la lana. No conozco a Mami con otra cara que la que tiene ahora. Es como si hubiese tenido amnesia toda la vida o como si yo hubiese perdido la memoria.

– ¿Alguna vez tuviste un amante antes de conocer a Papi? Mi pregunta no parece sorprenderla. Me contesta tranquilamente, sin dejar de concentrarse en el punto.

– Tu abuelo ha sido el único hombre de mi vida. Me casé con él porque otra cosa no podía hacer. Pero aprendí a quererle. Recuerda: como decían en una película, una mujer sin estudios tiene dos opciones en la vida, o el matrimonio o la prostitución, que, en definitiva, es lo mismo, ¿no? Nunca me he pegado un revolcón con otro hombre, si a eso te refieres, ni antes de conocer a tu abuelo.

– Y si pudieras volver a empezar, ¿qué harías?

– Pues pegarme todos los revolcones del mundo, hijita -me contesta riéndose.

Ahora ya sé de dónde me viene este carácter tan liberal. Me levanto y le doy dos besos como agradecimiento a su sinceridad y a la complicidad que me acaba de brindar.

– ¡Ah!, y estás autorizada a escribirme y contarme con todo detalle tus revolcones, hijita mía.

– Te lo prometo.

1 de abril de 1997

Esperanza, Esperanza, sólo sabe bailar chachachá. Esperanza, Esperanza, sólo sabe bailar chachachá.

La radio del taxi que he cogido en el aeropuerto de Barcelona está a pleno volumen. Hasta he tenido que chillarle varias veces al taxista para que entendiera la dirección. Ni se le ha ocurrido bajar el volumen. El coche está lleno de objetos religiosos con la foto de no se qué santo colgada en el retrovisor interior. En la parte de atrás, incluso el perrito articulado de los años sesenta, que mueve la cabeza y saluda sin cansarse a los coches que nos están siguiendo, y que tene una cruz colgada al cuello.

– ¿De la Frunce es usted? Ya me di cuenta enseguida, señorita. ¿Qué? ¿De vacaciones por aquí?

No es su culpa, pobre hombre, pero no tengo ninguna gana de darle conversación, así que le contesto sólo con un gesto afirmativo de la cabeza. No parece entender y sigue hablando.

– Yo hablo un petit peu el francés. Y también speankin inglis.

– Speaking english -le corrijo.

– ¿Cómo? Pues eso, speankin inglis -repite orgulloso-. De joven me fui a Inglaterra a trabajar de cocinero, ¿sabe usted?, y allí aprendí un poco el idioma. Pero han pasado muchos años y no me acuerdo de gran cosa. Lo que sí sigo haciendo es cocinar para mi mujer. No se puede quejar. Todos los domingos le preparo una fideuá, ¿sabe usted? No es fácil hacer una buena fideuá como Dios manda.

Después de contarme todo sobre los gustos culinarios de su mujer, la profesión de sus hijos, los buenos chicos que son, ¿sabe usted?, y lo bien que han aceptado a sus nueras en el pueblo, me despido del taxista, dejándole una buena propina.

Es tarde pero, a lo mejor, encuentro todavía al director del banco de la otra noche. Tengo ganas de verle y empezar lo que no quise hacer durante la cena del otro día. Al llamarle por teléfono responde el buzón de voz, y, ni corta ni perezosa, le dejo un mensaje. -Llámame al 644 44 44 42, a cualquier hora. ¿A cualquier hora? Va a pensar que me pasa algo, o bien que estoy como una cabra. Es igual. Así veré si le intereso de verdad. La una de la mañana, nada. Las dos, todavía nada. Las tres, no puedo más, y me voy a dormir. Las cuatro y media, todavía estoy dando vueltas en la cama sin pegar ojo. Las cinco menos cuarto, me voy a hacer pipí. Las cinco, ¡por Dios!, no hay manera de dormir. Las cinco y cuarto, me como unas natillas de chocolate ¿repetimos? Nada de nada. Esta noche no puedo dormir, así que me levanto con mala cara y unas ganas de sexo que ni mi mano va a poder apaciguar hoy.