Se acaba de confeccionar una raya con los restos del polvo blanco de la mesita de noche. Con un dedo, recoge lo que queda y se lo chupa.
– No, te lo agradezco. No me gustan esas cosas.
Me imagino por un instante a Beth, abierta de piernas debajo de un chico moreno y musculoso, dando sus últimos gemidos de placer. Habrán estado consumiendo cocaína toda la tarde y luego ella, muy colocada, le habrá ordenado que se largue, con lágrimas en los ojos, y que desaparezca de su vida para siempre. Esta noche, después de recobrar la lucidez, ha llamado a la casa para hacer venir a una chica, y vengarse de todos los hombres de la tierra, y particularmente de su novio. Yo la entiendo.
Entrelaza sus brazos alrededor de mi cuello y me da un beso en los labios. Tiene la lengua caliente y muy amarga por la coca que acaba de consumir y, al poco rato, empiezo a tener la lengua entumecida. Con esta desagradable sensación, nos acostamos, hasta que oigo otra vez un ruido. De la chimenea no viene, pondría la mano en el fuego, ¡nunca mejor dicho! Proviene de un inmenso armario que hay al lado de la ventana. Alarmada, me levanto, a pesar de que Beth intenta retenerme.
– ¡No es nada! Vuelve aquí, no me puedes dejar así, ¡a medias!
No le hago caso y abro la puerta del armario.
– ¡Como que era la madera en la chimenea! -exclamo, mientras entreveo una silueta en el fondo del armario. Meto la mano y saco al hombre por la manga.
– ¡Tú, sal de ahí! ¡Ya está bien de jugar al escondite!
El tipo sale tan bruscamente que amenaza con caerse por el tirón que le acabo de dar. ¡No puedo creer que me haya hecho esto! Tengo delante de mí a Pedro, avergonzado por su jugada fallida y por haber sido descubierto.
– ¿Eras tú? -grito, olvidando por completo mi buena educación-. ¿Qué coño estás haciendo aquí? ¿Me lo puedes explicar?
Pedro intenta recomponerse y se sienta al lado de Beth, que parece haber caído en una crisis de histeria. Sus risotadas están resonando en todo el dormitorio y Paki se pone a ladrar.
– Lo siento, cariño -decide soltar por fin Pedro-. Quería hacerte un regalo especial y contraté a esta mujer para que te lo pasaras bien. Luego pensaba seguirte hasta la casa y anunciarte que las pruebas del test son negativas.
Baja la cabeza y su barbilla se pega al cuello, como un niño que acaba de hacer una de sus travesuras.
– ¡Pues tu regalo es de muy mal gusto! Y seguramente querías participar. Haberme recibido tú al abrir la puerta, tonto. Me acabas de dar un susto de muerte. Como eres incapaz de tener una erección en condiciones, encargas el trabajo a otros. Y contratas a una mujer. No vaya a ser que me lo pase mejor con otro hombre, ¡egoísta!
Me he quedado a gusto, aunque ya me estoy arrepintiendo de la mitad de mis palabras.
– ¿Y tú, quién eres? -le pregunto a Beth que, por fin, se ha calmado y sigue buscando restos del polvo blanco en la mesita.
– ¿Yo? -pregunta como si hubiera otra persona en la habitación-. Yo soy como tú. Hago el mismo trabajo que tú, pero recibo en mi domicilio.
Y se pone nuevamente a reír. Los intentos de Pedro por calmarla son un fracaso. Cojo mi bolso y salgo dando un portazo en las narices del pobre Paki, que me ha acompañado hasta la puerta.
Pedro decide seguirme y, una vez en la calle, se pone a correr para intentar reducir los cien metros de distancia que nos separan. -¡Espera! Espera, por favor -me grita sin aliento. Hago una señal al primer taxi libre que está bajando la calle. -¡Cásate conmigo, por favor! ¡Te lo suplico! -Vete a la mierda -susurro. Y vuelvo directamente a la casa.
Intercambios
25 de noviembre de 1999
Siete de la tarde.
Hoy, ni huella de Giovanni. Me prometió que vendría y que pasaríamos toda la noche juntos. Pero Susana no me ha llamado para avisarme de que tengo la noche reservada. He estado muy nerviosa todo el día, y he tenido el sentimiento familiar de haber sido engañada por segunda vez en mi vida. He intentado dormir un poco, para olvidar, pero no he podido pegar ojo. Así que me he ido al gimnasio para desahogarme. Evidentemente, me he llevado el móvil, por si llama en el último minuto. En lo más profundo de mí, no pierdo la esperanza de volver a ver al italiano que ha robado mi corazón.
Nueve y cuarto de la noche.
Ya llevo una hora levantando pesas e insultando mentalmente a todos los hombres de la tierra, cuando tiene lugar la tan esperada llamada de este mes de noviembre.
– Te recuerdo que, a las once, tienes que estar en el hotel Hilton.
– ¿Cómo que «te recuerdo»? ¡Susana, ni siquiera lo sabía hasta ahora!
– Bueno, pues ya lo sabes -me dice, un poco perpleja-. Mae y tú vais con los italianos a pasar toda la noche. ¡Alégrate!, cariño, es más dinero para ti.
Ya es tarde y tengo poco tiempo. Corro hasta mi casa, todavía con el chándal puesto y me meto rápidamente en la ducha. La rabia que he sentido todo el día ha dejado sitio a la alegría, así que he optado por no pelearme más con Susana por su aviso tardío. Desgraciadamente, no dispongo de mucho tiempo para ponerme coqueta y probar varios modelitos así que tengo que escoger lo primero que me cae encima, a saber, un conjunto de noche negro y un abrigo de cachemira. Tengo que pasar primero a recoger a Mae y le pido al taxista que nos espere. Subo las escaleras de cuatro en cuatro. Mae está divina de la muerte y deduzco que ha sido avisada mucho antes que yo, porque hasta ha tenido tiempo de ir a la peluquería.
Susana me está esperando con el papelito donde están indicadas las habitaciones del hotel y descubro con horror lo siguiente:
Val y Alessandro, habitación 624. Mae y Giovanni, habitación 620.
No puedo dar crédito a lo que estoy leyendo.
– ¡Creo que hay un error! -le advierto inmediatamente a Susana.
– ¿Un error? ¿Dónde?
– ¡En los nombres! Has repartido mal. Es al revés, ¿no?
Mae me está mirando desafiante y suelta, irónica:
– Pues se ve que quieren cambiar. A mí ya me tocó Alessandro la última vez. Ahora es todo tuyo. Además, no me gustaba. El otro parece mejor en la cama. ¡Ya te contaré cómo ha ido la noche!
Tengo que contenerme para no saltarle encima y arrancarle el pelo. No me lo puedo creer. ¿Cómo se puede ser tan cruel, cómo ha podido ese hombre hacerme creer que le gustaba? Y encima, ¡me hace ir igualmente para estar con su amigo! Empiezo a sentir mareos y casi me desmayo. No sé si irme corriendo o pasar la noche con Alessandro, y ser la mejor amante que él ha tenido jamás, para que, al día siguiente, le cuente a Giovanni lo maravillosa que ha sido la noche conmigo. Quiero hacerle sufrir y morirse de celos. Al final, decido no desvanecer y vamos en taxi hasta el hotel. Llegamos con diez minutos de adelanto y le sugiero a Mae tomar algo en el bar. Necesito algo fuerte para aguantar la humillación que me están haciendo pasar, y la poca vergüenza de ese hombre. ¿Me mirará a los ojos? Pero, ante todo, ¿vamos a vernos?
Pido un whisky puro, sin hielo, y mientras lo estoy tomando de un trago, observo que Mae está radiante de felicidad, tomándose su fanta naranja con su pajita roja. Todos se están burlando de mi y no entiendo por qué me ha tocado este papel improvisado de payaso.
Depositamos los vasos vacíos, a velocidad récord, encima de la barra, y nos apresuramos a subir al sexto piso. Yo estoy roja de rabia, y cuando llegamos a la habitación 620, Mae se quiere despedir de mí de forma expeditiva.
– Bueno, aquí me paro yo. Tu habitación está un poquito más al fondo del pasillo.
Y se pone a llamar a la puerta.
Yo sigo allí, plantada como un clavo, con la firme intención de entrever a Giovanni.
– ¡Yá te he dicho que tu habitación está más adelante! -me repite Mae exacerbada.
Giovanni abre la puerta, y Alessandro aparece inmediatamente detrás de él. Se han reunido en la 620 y nos hacen pasar a las dos, para gran decepción de Mae que, tratando de esconder su rabia, empieza a bromear con ellos acerca de la posibilidad de hacer una orgía. Yo pongo evidentemente una cara de entierro, y Giovanni se da cuenta de ello enseguida.