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– ¿Te pasa algo?

– ¡No, no! Todo bien… -miento-. ¿Se puede fumar aquí?

– Sí, ¡claro! Fuma. Fuma todo lo que quieras. Pero déjame quitarte eso.

Y se acerca a mí para ayudarme con el abrigo. Mae se sienta en la cama y saca un cigarro, mientras Alessandro se incorpora a su lado y empiezan a charlar. Yo no tengo nada que decir, quiero irme ya y no entiendo por qué he decidido venir. Después de un poco, al ver la cara de autosuficiencia que pone Mae, no puedo más y empiezo a hervir por dentro.

– Bueno. Vayamos al grano. Como yo paso la noche con Alessandro y Mae con Giovanni, creo que tendríamos que irnos ya -comento, dirigiéndome a Alessandro, quien se está deleitando descaradamente con el escote de la que es ahora mi peor enemiga.

Giovanni se queda petrificado como una estatua, y Alessandro se pone a reír contagiando a Giovanni, que estalla en carcajadas mientras Mae me mira reprochándome mi insolencia y yo tengo ganas de partirles la cara a todos.

– Tú te quedas aquí conmigo, ¡tonta! -me dice Giovanni cuando termina de llorar de risa.

– ¿Ah? ¿Entonces no te vas con Mae?

– ¿Con Mae? ¡Alessandro sí que quiere estar con Mae! Pero yo te he elegido a ti. ¿Qué son estas historias? -se ha puesto serio.

– ¡No sé! ¡Explícamelo tú! A mí me dijeron que tenía que ir a la 624, con Alessandro.

– Ma no, ¡tonta! -le vuelve a salir el italiano.

Habla bien castellano, pero de vez en cuando no puede evitar intercalar una palabra en su idioma. ¡Qué sexy es!, pienso.

– Es justamente al revés. ¡Se habrán equivocado! -dice.

¿Qué broma era ésta? Tengo ganas de llorar de alegría y, a la vez, de vergüenza por mi actitud, y pido permiso para ir al baño. Me encierro allí unos cinco minutos, después de lo cual, Giovanni viene a buscarme.

– ¿Te encuentras bien? -pregunta preocupado.

– Ahora sí. Estoy mejor. ¿Es verdad que no querías estar con Mae?

– ¡Claro que no! Te había prometido que iba a pasar una noche entera contigo y aquí me tienes.

– ¿Ni siquiera has deseado estar con ella?

Se le ve desolado por el desafortunado acontecimiento y, a modo de respuesta, me coge en sus brazos. Los demás se han ido ya, y nos encontramos por fin los dos solos.

– ¿Ni siquiera por un segundo?

Hacemos el amor toda la noche y descubro, para mi gran sorpresa, que puedo ser multiorgásmica. No le importa quién soy yo, no le importa si ha pagado, no le importa el tiempo ni mi verdadera identidad, sólo que esté disfrutando. No le importa nada más.

Al día siguiente, después de un copioso desayuno en la habitación, que Giovanni ha pedido especialmente para mí, le dejo mi teléfono, rogándole que no le diga nada a nadie sobre lo ocurrido.

Este hecho será como firmar mi propia sentencia de muerte en la casa. Mis días de trabajo están contados y todavía no lo sospecho.

Mi ángel de la guarda

En mi descenso hacia el infierno,

he encontrado un trozo de paraíso

Cuando Giovanni y yo nos conocimos, supe que jamás iba a pertenecer a nadie más. Fue como si calmara en un instante el retortijón que me había ido consumiendo en el bajo vientre todos estos años, y respondiera de una vez por todas a mis preguntas sobre el amor, el sexo, la fidelidad y las aventuras de una noche.

Porque, en mi descenso hacia el infierno, me encontré un pequeño paraíso. Mi Dios particular tenía el aspecto de un hombre maduro, alto, el pelo moreno y un poco canoso, la cara en forma de pera bien madura, los ojos verdes intensos, las manos fuertes, con las uñas un poco cortadas desigualmente. No se las comía, sólo las pielecitas que las rodean. Dos o tres pelos sobresalían de su nariz potente. Dios tenía un poco de barriga, que me encantaba. Le daba un aire tierno, sobre todo cuando ponía mi cabeza encima y le acariciaba suavemente. De vez en cuando introducía mi dedo en su ombliguito. Siempre me ha despertado curiosidad, pero sé que no le gustaba. Dios olía a brisa y a almendras troceadas, a gotitas de rosa del jardín por la mañana, y a leña recién cortada, y a paja de granja, y a hierba bien verde después de un diluvio. Por la tarde, a las páginas de un libro recién publicado; a yogur natural de leche entera; a león ardiente cuando cae la noche. Y a melocotón blanco, tierno, sin esa sensación desagradable en los dientes cuando lo muerdes con fuerza. Dios tenía un pelito rebelde encima de la ceja derecha, que yo siempre saludaba cuando nos encontrábamos. Un día desapareció, así que nos pusimos a buscarlo con desesperación entre las sábanas. El pelito rebelde se había ido sin más. Al mes, apareció otro. Es cuando me convencí de que la inmortalidad existe. ¡Dios siempre me sorprendía!

Dios tenía los dientes curiosos. Blancos sí, pero cabalgaban unos encima de los otros. Y cuando se reía, le daban un aire de niño pequeño, con sus dientes de leche, que nunca se caen. Dios nunca se peleaba conmigo. Cuando me enfadaba, me observaba con sus grandes ojos y me daba besitos en la frente para tranquilizarme. Dios tenía el instinto de las madres cuando lloran los bebés. Cuando tenía miedo, me cogía en sus brazos y mecía mi cuna invisible.

La boca de Dios era finita, de un rosa pastel, como si llevara carmín, y me trastornaba cuando decía que pensaba en mí en cada fracción de segundo. Dios me enseñó a entregar el más bonito de los regalos: los besos. Él devoraba mi boca. Y yo, la verdad, es que no lo hacía muy bien. Pero eso, pocas veces me lo ha dicho.

También lloraba Dios noches enteras, escondido debajo de la almohada, al oír la sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorak, cuando me sabía en brazos de otro. Y fue cuando descubrí por primera vez que las lágrimas de un hombre son el mejor regalo para una mujer enamorada.

Dios tenía un pequeño defecto: no sabía pronunciar la c. Intenté enseñarle, pero podíamos pasar noches enteras escupiendo sin éxito. ¡Qué divertido era Dios! Pero lo que más me gustaba de él, era recibir su bendición. Dios era generoso, y bendecía cada vez que se lo pedía.

Odisea en Odesa

8 de diciembre de 1999

Desde el día en que le dejé mi teléfono a Giovanni, hemos empezado a comunicarnos. Al principio, él comenzó a llamarme una vez a la semana, pero luego no hemos podido pasar un solo día sin escuchar la voz del otro. Yo sigo en la casa, trabajando, y cuando Giovanni me llama y estoy desconectada, entiende enseguida lo que estoy haciendo. Hasta ahora no me ha dicho nada ni me ha hecho reproches. Pero sé que no le gusta. Una vez, le oí reprimir unas lágrimas.

No le he contado mi vida, tampoco me ha preguntado nada al respecto. Por respeto, tampoco le he hecho preguntas sobre su situación.

Hoy, Giovanni me ha llamado para saber si, a mitad de mes, puedo tomarme unos días para irme de viaje con él. Tiene que cerrar un contrato, y quiere que le acompañe. Encontrar una excusa para ausentarme varios días seguidos de la casa no va a ser fácil. Sobre todo, porque Mae ya ha dejado caer a Cristina que entre el italiano y yo ha notado mucha química. Y sospecha que le he dado mi teléfono. Está claramente celosa, y creo que se ha puesto a contar más historias sobre mí que no son ciertas. El ambiente está cada día más tenso y Manolo ha comenzado a controlarme de una forma exagerada. Incluso, cuando mis clientes habituales llaman, intenta colocar a otra chica explicando que yo no estoy. Con eso pretende que las chicas vayan sonsacándoles información. Yo, la verdad, no siento que haya hecho algo malo.

Así que tengo que inventarme una excusa para poder irme tranquilamente de viaje con Giovanni. Voy a fingir una gripe intestinal de caballo para conseguir salir de la casa.