Querida Val,
Es vulgar, horroroso, pero al menos te pondrá de buen humor hoy.
… Sonia.
No cambiará nunca. Sonia es mi amiga desde hace unos tres años, y me ha demostrado que siempre tiene el mensaje justo en el momento preciso. Trabaja como jefa de producto en unos laboratorios farmacéuticos y se pasa la vida obsesionada por conseguir un ascenso. Cuando la vi por primera vez, me recordó inmediatamente a la heroína de unos dibujos animados japoneses, Candy, que echaban en la televisión francesa cuando era pequeña. Candy siempre llevaba minifaldas y botas hasta las rodillas. Sonia es igualita. Tiene la piel de color porcelana, unos grandísimos ojos bordeados de pestañas negras infinitas y una nariz muy respingona, con miles de pecas. Tiene el rostro completamente liso, sin arruga alguna. Siempre lleva faldas de niña buena con zapatos planos, que le dan un aire de palillo a su cuerpo sin forma. Pero por dentro, Sonia ha demostrado ser fuego puro. Y lleva una eternidad buscando desesperadamente al amor de su vida. Como no lo encuentra sufre muchas depresiones que le suelen durar largas temporadas. Y cuando se cansa de verse en ese estado, se dedica a hacer reír a la gente. Luego, vuelve a recaer.
Empiezo a contar las páginas recibidas, hay casi cinco. No me puedo creer que tenga el tiempo para redactar este tipo de mensaje en la oficina. Se trata de un fax con chistes acerca de los hombres, una especie de decálogo de los principales errores masculinos en la cama. Como hay demasiada paja, utilizo la técnica de lectura rápida que me han enseñado en la universidad para captar lo más divertido.
Al cabo de un rato, prefiero dejarlo. Sonia ya no sabe qué inventar para ser graciosa. Pero al menos me ha ayudado a olvidar la presencia del gordo de al lado, que se ha despertado de repente y está mirando, por encima de mi hombro, lo que estoy leyendo. Nuestras miradas se cruzan y se dibuja sobre sus labios morados una pequeña sonrisa cómplice, a la cual no respondo porque no me da la gana.
Me pongo a seguir con mucha atención las indicaciones de una pantalla en la que aparece el mapa del mundo y la situación de nuestro avión. Ya estamos en el continente americano, y con esta imagen, consigo dejar atrás la angustia de los últimos días, entre los nervios de Andrés y mi obsesión por Cristian. Otra aventura me está esperando.
El aeropuerto de Lima se parece a un mercado de frutas y verduras. Es un caos que me deja aturdida apenas pongo el pie en territorio peruano, hasta que consigo pasar el control de pasaportes, cambiar soles peruanos y arrastrar mi maleta hasta la salida. Cuando las puertas del aeropuerto se abren sobre el exterior, me invade un calor húmedo, desagradable, que me anuncia ya noches de sudor y enfermedades gástricas. Me cuesta respirar, y un olor horrible a fruta podrida contamina el ambiente. Busco desesperadamente un taxi que tenga aire acondicionado, y me decanto por el coche de un hombre pequeñito, vestido con una camisa de lino crudo y unos pantalones verde militar. Se está quitando las gotas de sudor de la frente con un pañuelo y no para de mirarlo después como si hubiese descubierto un tesoro. Al verme, me hace una señal con la mano para indicarme que está libre. No dudo ni un minuto y me acerco.
– Voy al hotel Pardo, en Miraflores. ¿Tiene aire acondicionado en su coche?
– Claro, señorita. Suba, la llevo rápido -me contesta, mientras me quita literalmente la maleta de las manos.
El aire acondicionado del taxi consiste en unas pequeñas hélices colocadas en la cabeza del asiento del conductor, en dirección a los pasajeros, y que no paran de girar con dificultad, produciendo el ronroneo de un avispón en pleno vuelo. Me abstengo de cualquier comentario. Mejor eso que nada.
La ciudad de Lima es una gigantesca chabola donde muchas casas, a punto de derrumbarse, tienen bolsas de plástico a modo de techo. No me había imaginado esto. Busco con avidez una casa bonita, algún edificio residencial, niños con uniformes azul marino y calcetines largos saliendo de la escuela, pero no los veo. En su lugar, aparecen pequeñas caras sucias, con mocos secos. El taxista me señala con su dedo el mar y las playas de la ciudad. En un semáforo, se da la vuelta y me comenta:
– No vaya nunca a bañarse allí, señorita. Todas las playas de Lima están contaminadas. Tendrá que salir de la ciudad para poder bañarse sin riesgo.
Miro aterrorizada a unos basureros inmensos que cubren las playas, y constato con horror que hay gente allí, con los bajos de los pantalones levantados hasta la rodilla, rebuscando entre la porquería que otros han depositado. Me entran náuseas, y tengo que volver la cabeza repentinamente para no ponerme a vomitar en el taxi. Instintivamente, busco en el bolso mi carné internacional de vacunación y me pongo a repasar todos los nombres escritos a mano con la fecha de las inyecciones. El viaje en taxi se me hace eterno, y no me atrevo a mirar de nuevo por la ventana, por miedo a ver el horror justo delante de mis narices. Por fin, llegamos a un hotel cuya fachada anuncia habitaciones de lujo, y después de despedirme del taxista, aparece a toda prisa un botones, vestido con un traje rojo y negro, y zapatos relucientes.
– Bienvenida al hotel Pardo, señorita -me dice muy amablemente.
En la recepción del hotel ya están avisados de mi llegada, y me entregan la llave de una suite que da directamente a la parte interior del edificio, tal como había solicitado. Por fin pienso encontrar tranquilidad. La habitación es de color beis, con un sofá de cuero marrón en el rincón. La cama, inmensa, está recién hecha, y me acuesto un momento para renovar la energía que he ido perdiendo durante el viaje en avión y el interminable trayecto en taxi. Pero me viene de repente a la mente la primera misión que tengo que cumplir, y que es urgente: llamar a Prinsa.
No encuentro a mi interlocutor, así que dejo un mensaje. Decido bajar nuevamente a recepción y la chica que me atendió al llegar, una morenaza que no para de sonreír y dice llamarse Eva, me ofrece la posibilidad de contratar a un guía para visitar la ciudad.
– Tenemos a muchos y todos muy bien de precio.
Me saca una lista antes de que pueda reaccionar y me la pone debajo de los ojos. Yo no tengo ninguna intención de contratar a un guía turístico pero un nombre me llama la atención, por tener el mismo apellido que aquel escritor españoclass="underline"
Rafael Mendoza
Gula turístico
Fotógrafo de Prensa y Cámara
Tel.: 58 58 63 Bipper: 359357934
– ¿Conoce usted a Rafael Mendoza? -le pregunto a Eva.
– Rafael es un óptimo profesional y además un excelente fotógrafo. ¿Quizá le gustaría tener fotos del Perú?
Su rostro se ha iluminado al pronunciar su nombre, y de nuevo sin preguntarme nada ya está marcando su número de teléfono.
Oigo que deja un mensaje en el contestador.
– Rafa, soy Eva, del hotel Pardo, es urgente. Hay trabajo para ti.
Con la promesa de Eva de que conoceré a Rafa al día siguiente, cojo el ascensor con unas ganas de sexo que no sé explicar. Quizá por la tensión de tantas horas de vuelo. Al llegar al piso de mi habitación, mientras busco las llaves en el bolso, escucho una voz.
– Buenas tardes, señorita. ¡Qué casualidad que estemos en el mismo hotel!
Todavía no le he visto la cara, pero mi mirada se para a la altura de sus labios y no hace falta ver nada más. Ya he reconocido la sonrisa cómplice en esa boca pequeña, cínica, que babeaba unas horas antes sobre mis piernas, mientras estaba en el avión. El paquidermo medio calvo ya ha introducido las llaves en la cerradura de la puerta de su habitación. Me paro un momento para mirarle y él aprovecha para decirme: