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– ¡Ah, no! -dijo un exaltado Gainsbourg-. La aventura moderna no es repugnante. Nosotros tenemos ética.

Si Rimbaud en el siglo XIX sembró en Francia la esencia del ser moderno, Gainsbourg, en la misma Francia, señaló el fin del «todo vale», marcó los límites morales de la vanguardia y dio la primera patada a la modernidad sin ética. Un momento histórico.

Jane Birkin, arrastrada por su perrito, pasando a toda velocidad, de incógnito, frente al Café Bonaparte. Es un recuerdo reciente. Hace quince días, estaba sentado con Bryce Echenique en París, en la terraza del Café Bonaparte, cuando vimos pasar a una espigada, guapísima, misteriosa Jane Birkin, que caminaba o volaba, arrastrada por la velocidad de su encadenado perrito. Fue una feliz fugaz visión de Birkin, toda una artista verdadera. Y recordé que ella siempre fue la artífice de la reconciliación entre su marido y Ringer, a la que dedicó palabras amables: «Me parece una maravillosa intérprete. Los verdaderos fans de Gainsbourg la aprecian tanto como yo.»

Nunca olvidaré el corredor de Saknussemm, en Islandia, por el que viajé fascinado y aterrado en días esenciales de mi infancia, y menos aún el volcán Sneffels, cuyo cráter -según nos descubriera Verne en Viaje al centro de la Tierra- era la puerta de ese corredor, como tampoco se borrarán de mi mente nunca las lecciones de abismo que el profesor Otto Lidenbrock le daba a su joven sobrino Axel, que, intrigado y temeroso, se inclinaba sobre la chimenea central del volcán islandés y se daba cuenta de que una sensación de vacío se estaba apoderando de todo su ser. Sintiendo el pobre Axel que estaba abandonando el centro de gravedad y enajenándose de vértigo, pensaba: «Nada más embriagador que la atracción del abismo.»

Esa atracción yo creo que Jules Verne la había registrado ya muy temprano en su propia vida, pero también en su admirado Poe y muy concretamente en un relato de éste, El demonio de la perversidad, donde un personaje al borde de un precipicio mira el abismo y siente malestar y vértigo y también atracción y reflexiona: «Porque nuestra razón nos aparta violentamente del abismo, por eso nos acercamos a él con más ímpetu. No hay en la naturaleza pasión de una impaciencia tan demoníaca como la del que, estremecido al borde de un precipicio, piensa arrojarse en él.»

Tanto esas lecciones de abismo del profesor y geólogo Otto Lidenbrock como el profundo impulso de vértigo del personaje de Poe, me persiguieron en mi primera juventud, y digamos que muy pronto trocaron mi fascinación por el vacío en una irremediable fascinación -ya para toda la vida- por el misterio de los volcanes, tanto por los reales como por los inventados, con preferencia por estos últimos, que se me presentaban más huecos que todos los otros juntos. Sobre mis volcanes inventados -que ahora creo recobrar en la obra de mi admirado Vicente Rojo, que de un tiempo a esta parte trabaja en hondos volcanes imaginarios- debo decir que constituyeron muchas veces la geografía de un sueño muy recurrente en días ya lejanos, un sueño que consistía en un viaje completo al interior del globo terráqueo, un viaje a un interior que siempre se me aparecía iluminado eléctricamente. Era un periplo que se iniciaba normalmente cuando ingresaba por el cráter perfectamente circular de un volcán que coronaba severamente el triángulo, también perfecto, de la propia montaña o pirámide: un cráter de un extremado color abismo que parecía iluminar con fuerza la vasta iluminación eléctrica del centro del mundo, un centro que -dicho sea de paso- está normalmente en todos nosotros y al que hay que descender a través del círculo craneal -real o inventado, como uno prefiera- de nuestro cerebro abismal.

Fueron precisamente ciertas partículas volcánicas de ese círculo craneal las que, en días de extrema juventud, engendraron en mí cierto deseo de mimetismo que se centró muy especialmente en el volcán Tängri, de la novela El mar de las Sirtes, de Julien Gracq: una montaña salida del mar, un cono blanco y nevado flotando como un alba lunar sobre un tenue velo morado que lo despegaba del horizonte. Durante un largo tiempo, estuve convencido de que yo era el propio Tängri y de que encarnaba el núcleo vivo -su cráter nevado- de esa montaña. Todavía hoy en día mi obsesión existencial es mimetizarme en volcán Tängri, constantemente. Es más, creo ser, al igual que esa montaña, un triángulo de fuerza eléctrica de delirio onírico. Todo esto es más razonable de lo que pueda parecer a primera vista. En el fondo, los volcanes, reales o inventados, no son más que la búsqueda del origen, del comienzo de la vida y del arte. Un volcán resume mejor que nada la contradicción entre la belleza y el dolor. Un volcán es el origen y es también geometría de la erupción, mezcla entre la atracción y el rechazo. En un volcán inventado estará siempre el origen de mis lecciones de abismo con el profesor Lidenbrock y la configuración idónea de mi encarnación del Tängri. ¿Cuántas veces habré descendido por esa profunda y ancha grieta que atraviesa las paredes laterales de ambos flancos de un Tängri en el que brota un resplandor rojo, que de pronto trepa en una repentina llamarada y más tarde se extingue abajo, en la oscuridad? Desde esos abismos sube un rumor y una conmoción, como de planchas enormes que golpearan y trabajaran… Es el arte, es la grieta del destino.

Ha muerto Daniel Emilfork. «Murió de vejez y de soledad», me ha escrito su amiga Valérie Lang al anunciarme hoy su muerte. Actor francés de origen chileno, fue intérprete en películas de Polanski, Fellini y muchos otros, y también un gran actor shakespeariano. Se decía de él que era «el hombre más feo del mundo», y la verdad es que este actor de una bondad infinita había hecho merecimientos para parecerlo, pero sus padres eran judíos de Ucrania, que a su vez procedían de Etiopía, donde el concepto de belleza seguro que era y sigue siendo distinto.

Fue un gran actor en tiempo de prodigios. Supe de su existencia hace años cuando en el avión de vuelta de un viaje a Chile leí una entrevista con aquel chileno parisino o chileno emparisado (que diría Jorge Edwards), y sus declaraciones me inspiraron un personaje de El mal de Montano, la novela que estaba entonces escribiendo. Surgió de allí la figura de Tongoy, «el hombre más feo del mundo». Contaba Emilfork en aquella entrevista que, siendo aún muy niño, una amiga de su madre le había dado a entender que él era muy feo y un perfecto vampirito. «¿Soy feo, mamá?», le preguntó a su madre, ya en casa, el pequeño Emilfork, muy preocupado. «Sólo en Chile», le respondió su madre.

Con la previa mediación de la actriz Valérie Lang, le visité una tarde de invierno del año pasado en París. Siempre impresiona visitar a un personaje que en ocasiones has considerado tuyo. Quiero decir que impresiona verle convertido en una persona de la vida real.

Resultó ser un hombre entrañable, de gran elegancia moral. No sabíamos de qué hablar, pero estuvo todo muy bien. Recuerdo que, al atardecer, en la austera casa de Montmartre, pasamos a hablar en voz cada vez más baja a medida que la luz se iba. Y que todo eso creó un clima de bella y extraña felicidad, que ya en el momento de vivirlo parecía estar yo viviéndolo exclusivamente para el recuerdo.

NOVIEMBRE

Leo con pena el artículo de opinión de un colega que durante años, en vista de que no tenía la recepción crítica que esperaba, buscó y logró la ayuda de grandes nombres de la literatura para que hablaran bien de sus libros. Al leerlo, me doy cuenta de que han pasado los años y, a pesar de las frases elogiosas que le dedicaran esos grandes hombres literarios, la obra de mi colega sigue siendo mala, de baja intensidad. De nada le ha servido la protección de los grandes nombres. Ahora él mismo puede ver que le habría resultado más rentable emplear su tiempo en escribir mejor que en coleccionar frases rimbombantes de algunos figurones. Al reflexionar acerca de esto, me viene a la memoria algo que dijo Jules Renard en su impagable Diario: «Hay grandes escritores y escritores buenos. ¡Seamos de los buenos!»