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A veces, el humor se revela como el único sentido del universo. Y es que el famoso vacío cósmico no es tan inmenso si descubrimos que tiene en el humor un inquilino perpetuo. En ciertas ocasiones, el humor se revela pavorosamente como el único sentido de la ciencia. El telescopio espacial Spitzer, por ejemplo, ha medido por primera vez las temperaturas diurna y nocturna de un planeta extrasolar y, al parecer, las temperaturas allí son extremadamente altas en un lado del planeta y extremadamente frías en el otro. Todos los teletipos han propagado la noticia. Gran descubrimiento, pero me pregunto si valía la pena tanto ruido para semejantes nueces. Sin ir más lejos, se puede decir lo mismo de la Cataluña de las últimas semanas. Mientras en el Valle de Arán las nevadas eran importantes, en

L'Ametlla de Mar continuaba el ardor del inconsciente verano.

He llegado hasta el poeta Charles Simic, autor de Hotel Insomnio, gracias a un artículo de Martín López-Vega en el que se decía que «es muy posible que no haya en la poesía norteamericana de hoy, a excepción de John Ashbery (de quien no es exagerado decir que es a la poesía de la segunda mitad del siglo XX lo que Eliot fue a la primera), poeta más relevante que Charles Simic».

Buscar libros de este autor traducidos al español significa, en el momento de escribir esto, ir a la caza sólo de dos títulos: El mundo no se acaba, con traducción y prólogo de Mario Lucarda, y Desmontando el silencio, antología preparada por Jordi Doce. Simic nació en Belgrado en 1938 y vive desde el 49 en Estados Unidos. Es un yugoslavo de Chicago. «Querido Friedrich, el mundo todavía es falso, cruel y bello…» Enlaza filosofía con poesía y maneja técnicas simbolistas y surrealistas en admirables poemas, donde se concilia tradición y vanguardismo. Un soberano equilibrio. Simic es un maestro cuando inserta en su poesía imágenes de raíz surrealista en el contexto de un poema realista y ofrece una versión de la realidad que, como escribe López-Vega, «podría compararse con un tapiz de aire medieval hecho a medias por Joseph Cornell y El Bosco, tejido, eso sí, con hilo telefónico».

Algunos amigos son terriblemente imprevisibles. Raúl Escari, por ejemplo. Fuimos muy amigos en los días que viví en París. Regresó a Argentina hace unos años. Cuando en abril pasado estuve en Buenos Aires, vino a verme al hotel cercano a la plaza de la Recoleta y lo hizo con el manuscrito de su autobiografía. Hasta aquí digamos que todo normal. Pero con Escari nada suele ser nunca normal. No sé si porque fue el inventor de eslóganes del Mayo francés (uno de ellos era nada menos que aquel que hablaba de pedir lo imposible a la vida), pero el hecho es que en la recepción del hotel aún recuerdan que les entregó el manuscrito de su autobiografía y les encargó que lo fotocopiaran para que yo pudiera leerlo. Fue como confundir recepción con la barra de un bar y, en lugar de las llaves, pedir un whisky. En vano le explicaron que había una casa de fotocopias cruzando la calle. No sé cómo lo hizo, pero insistió con gracia y consiguió lo imposible, y se marchó de allí habiéndome dado copia de su manuscrito.

En su autobiografía habla de Roland Barthes, Copi, Marguerite Duras, William S. Burroughs, Severo Sarduy y otros amigos suyos de los días de París. La acaba de publicar en Buenos Aires con el título de Dos relatos porteños. En una entrevista en Página 12 le han preguntado si es verdad que se fumó las cenizas de su amante y amigo Copi. Para Escari el episodio tiene su gracia y su efectismo, pero no refleja lo que ha querido hacer en su libro. El caso es que en la entrevista cuenta que al día siguiente de que incineraran a Copi, los tres amigos más cercanos del escritor -Michel Cressole, Guy Hocquenghem y él mismo- fueron en París a la casa de la China, que era como llamaban a la madre de Copi: «Sobre la mesa estaba la cajita con la marihuana. La madre hacía poco que había llegado y hablaba mal francés. Y se había pasado cuidando a Copi en el hospital, ella no dormía, debía de estar muy cansada. Michel, que era el más atrevido, le dijo: «China, ¿podemos hacer una pipa de hasch?» «Bueno», dijo ella. Fumamos. Después, Michel agarró la cajita y le dijo: «¿Usted puso las cenizas de Copi aquí?» Y ella le contestó que sí. Tiempo después, Michel me dijo: «¿Te acordás cuando nos fumamos las cenizas de Copi?» Yo no me acordaba, ni estoy seguro.»

Otro amigo, Ednodio Quintero, llama por teléfono y me suelta de golpe: «Tokio no mata.» Un breve silencio. «¡Ah!», digo. Escucho de fondo el ruido de un ferrocarril que pasa. Y no tardo en enterarme de que es un tren nipón que cruza por una barriada oriental de Tokio desde la que mi amigo me llama. Sabía que Ednodio estaba viviendo en Japón, pero no esperaba que me llamara desde allí. Cuando vivía en Mérida, en su bella ciudad venezolana, no llamaba nunca. Ednodio pasa a hablarme de dentaduras. Me cuenta que una moda juvenil en Tokio consiste en exhibir unos dientes bien feos. Muchas chicas se compran dientes de vampiros para estar horrendas y más al día. También está de moda allí ir a las fiestas con una maleta. Se hace en Tokio mucha vida en la calle, y la maleta ha cobrado un carácter casi de necesidad. La ciudad, según Ednodio, está llena de gente que lleva su casa/maleta encima porque, por las distancias y otros ajetreos, no pueden regresar a veces fácilmente a sus lejanos hogares. No hay que ver todo esto con ojos de susto, trata de explicarme Ednodio. Un breve silencio entre Tokio y Barcelona. «Tokio no mata», vuelve a decirme, y se despide.

El amigo Gonzalo M. Tavares ha fundado un barrio portátil, un maravilloso Chiado literario -que jamás arderádonde compran el pan y toman el aperitivo el señor Valéry, el señor Juarroz, el señor Walser, el señor Henri (Michaux), el señor Calvino, el señor Brecht y otros.

Tavares ha ido a Madrid a presentar dos de sus libros, El señor Valéry y Un hombre: Klaus Klump. Me han dicho que ha evocado en público cómo nació nuestra amistad: cantando los dos a voz en cuello en Parati, Brasil, Quisiera tener un millón de amigos. Tavares publica un promedio de siete libros al año y es muy ingenioso y triunfará, eso es.algo que se ve venir. Hasta me extraña que los editores españoles no le hubieran percibido y traducido antes. Su barrio de los señores Brecht y compañía, que compran el pan y toman el aperitivo, es de una originalidad importante. De momento, a España sólo ha llegado el señor Valéry, pero los demás ya tienen la maleta, seguramente japonesa, preparada.

«Nosotros, siempre nosotros… más algunos amigos» (Roland Barthes).

Si no recuerdo mal, Barthes también decía que así como se puede descomponer el gusto del té, aparentemente tan especial, en unos cuantos elementos cuya sutil combinación produce toda la identidad de la sustancia, asimismo la identidad de cada amigo, lo que le convierte en amable, depende de una combinación delicadamente sofisticada y, por ello, absolutamente original, de rasgos mínimos reunidos en escenas fugitivas, día a día. Cada uno despliega ante nosotros la escenificación brillante de su originalidad. Mañana voy a Praga, donde veré al escritor Iñaki Abad, un amigo de Nápoles que vive en la ciudad de Kafka desde hace tres años y con el que siempre hay conversaciones para el recuerdo. Como no leerá estas líneas, no sabrá que será con él con quien haga mi primera prueba de fuego o experimento de investigación del estado actual de mis amistades: tratar de cazar la esencia de la diariamente renovada originalidad de cada uno de mis amigos, y festejarlo luego con los pequeños ritos de la amistad.