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He visitado una iglesia de Praga y no he tardado en salir de ella con desgana, como si fuera hubiera otra iglesia igual, adosada a la puerta de la anterior. Pero fuera sólo he visto la silueta de una muchacha con un viejo abrigo verde que, con los brazos alzados y en posiciones distintas, se ha vuelto hacia una niebla densísima para penetrar en ella.

¿Qué pensaría Kafka si viera esto? Tan imaginativo como era, no pudo llegar ni a sospechar que se convertiría en una enseña turística de Praga formando parte de un horrendo, grotesco, gigantesco marketing. ¿Cuál era, por cierto, su relación con el dinero? Recuerdo el viaje de negocios que a principios de enero de 1911 realizara a las poblaciones de Friedland y Reichenberg, que darían lugar a muchas anotaciones en su diario. En una de sus notas de viaje cuenta que en Friedland, lugar muy aburrido, había una única diversión: el Kaiserpanorama (o paisaje del Emperador), que venía a ser un cilindro de madera de unos cinco metros de diámetro, a cuyo alrededor 25 espectadores se sentaban para admirar a través de unas ventanillas perspectivas exóticas o sucesos de actualidad. Poco podía imaginar Kafka, en ese viaje de negocios de 1911, que un día la ciudad de Praga se convertiría toda ella en un gigantesco Kafkapanorama.

Voy andando por Praga con paso veloz, mi cuerpo levemente doblado, la cabeza un poco inclinada, ondeando como si ráfagas de viento me arrastrasen a uno y otro lado de la acera. Llevo las manos cruzadas a la espalda, y mi zancada es larga. Sé algo de lo que los otros hombres nada saben, y me domina una calma tenaz: un vacío mortal, aunque optimista, porque voy hacia el Café Kubista. ¿O voy al Slavia? De entre los que conozco, son los dos cafés más acogedores de la ciudad.

Como he llegado a Praga en un martes 14 de noviembre, siento curiosidad por ver qué hacía Kafka en esta misma fecha de otro año, y busco en sus Diarios. Veo que en 1911 el día 14 de noviembre también cayó en martes, y Kafka se despertó en Praga en la fría mañana de otoño, con luz amarillenta: «Traspasar la ventana casi cerrada, y todavía delante de los cristales, antes de la caída, flotar, con los brazos extendidos, el vientre abombado y las piernas dobladas hacia atrás, como los mascarones de proa de los barcos de tiempos antiguos.»

Con el placer propio del explorador que descubre algo, tengo la impresión de que este fragmento anuncia el comienzo de La metamorfosis, que sería escrita en noviembre de 1912, es decir, exactamente un año después. En ese despertar de Kafka de aquel 14 de noviembre de 1911 ya están ahí el famoso vientre abombado y la ventana por la que Gregor Samsa, convertido en un escarabajo, acabará escapando de la cárcel familiar. Porque el vientre abombado reaparecería al cabo de un año en el célebre arranque matinaclass="underline" «Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo (…) estaba tumbado sobre su espalda dura y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza, veía un vientre abombado…»

¿Y el 14 de noviembre de 1906? ¿Por dónde andaba Kafka hoy hace exactamente cien años? Llevaba un mes de prácticas como abogado en los juzgados de Praga y veía muy a menudo a «los señores del tribunal». Decido ir a ver esos juzgados que están en la calle Celetná, y un amigo me acompaña, y por el camino me acuerdo de Claudio Magris, que esta noche precisamente se encuentra en Barcelona, al lado mismo de mi casa y entre amigos comunes, presentando A ciegas, su último libro. Yo estoy en Praga, como si ése fuera mi destino más habitual. A las puertas del hoy

Tribunal Civil Regional, en la calle Celetná esquina Ovocny, me viene a la memoria el discurso que le escuché a Magris, hace unos meses en Madrid, acerca de las relaciones entre literatura y derecho. Y recuerdo tanto sus palabras que hasta recuerdo que acabó diciendo que los antiguos, que lo comprendieron casi todo, sabían que podía existir poesía en el acto de legislar: «No por casualidad muchos mitos dicen que los poetas fueron, también, los primeros legisladores.»

Salgo muy tarde del restaurante de Emy Destinnové en la calle Katerinská y, cuando emprendo el camino de retirada al hotel, me acuerdo entre la bruma de que, como sugieren los poetas de esta ciudad, todavía hoy, cada madrugada, Franz Kafka vuelve a su casa de la calle Celetná, con su traje negro y su bombín, dando brincos ágiles sobre los guijarros. Y por un momento imagino que no es con el escritor con quien voy a cruzarme, sino con el Golem, hombre artificial de barro, y personaje clave de la Praga de los misterios. Sé cómo puedo destruirlo y que el fantoche del Golem vuelva a ser un amasijo de blando barro. Pero no me encuentro con nadie, sólo con un gato que podría llamarse Murakami y que desaparece, tal como ha aparecido, de la forma más inesperada. El gato tiene conmigo la misma relación que la ciudad tiene, desde siglos, con la familiar niebla.

DICIEMBRE

Seguimos todavía en los tiempos de Tricky Dick. Puente de la Constitución y espectaculares colas en los aeropuertos españoles por el control de los peligrosos dentífricos y desodorantes. Lo malo es que la norma que prohíbe embarcar con líquido en los aviones no la podemos impugnar los ciudadanos. Y es que dicha norma nunca ha sido publicada, con lo cual nosotros no podemos verificar o, en su caso, impugnar su aplicación, al no tener derecho a conocer su contenido. Vivimos en el mundo de las normas invisibles. Quien haya leído El proceso de Kafka, sabrá que la situación es exacta a la de esa novela. Estamos ante una norma etérea. ¿Por qué es secreta? Según Jacques Barrot, comisario europeo de Transportes, hacerla pública «iría en detrimento de la eficacia de las disposiciones de seguridad si los terroristas pudieran obtener información detallada, de las medidas adoptadas en los aeropuertos». Pero Io único que nosotros vemos es que los terroristas van infiltrando polonio y nuestras familias cruzan las aduanas manos arriba con el dentífrico en la boca.

El polonio me recuerda que en octubre de 2000 escribía Tomás Eloy Martínez, a la vista de las elecciones norteamericanas: «Los dos candidatos son grises y tal vez pesen menos que una pluma en la historia de este siglo. Aquel que sea elegido podrá sin embargo torcer el cuello de la historia en cualquier dirección. Y eso los vuelve, en potencia, más imponentes y temibles de lo que son.» El paso del tiempo suele modificar el sentido de los comentarios políticos que leemos. En el caso que nos ocupa se ve que, como es lógico, el comentarista no podía ni imaginar la catastrófica política de Bush con su intervención en Irak. Acierta, en cambio, cuando intuye que el gris presidente elegido torcerá el cuello de la historia. ¡Caramba si lo ha torcido!

En el avión me dedico a leer Nixon. La arrogancia del poder, donde Anthony Summers cuenta la vida de Tricky Dick, el claro antecedente y maestro de Bush y compañía. Es la mejor y más documentada biografía de Nixon, un personaje cuya alargada sombra tramposa se extiende todavía hoy sobre nosotros en medio de ese clima de represión de derechos civiles que cada vez nos toca más de cerca. Porque Nixon no es desgraciadamente una ya antigua y simple anécdota siniestra de la historia. Más bien vivimos en una asfixiante atmósfera política que él contribuyó a crear y que sus mejores discípulos están perfeccionando.

El libro de Summers cuenta cómo en 1950, en su campaña para senador, Nixon fue el que inauguró los golpes bajos y los malos modos en la política norteamericana (hoy tan extendidos por todo el mundo) y debido a eso pasó a ser conocido por el apodo de Tricky Dick, Ricardito el Tramposo. Le sacaron ese mote por la ferocidad y la mala leche que desplegó para ganarle el escaño a la demócrata Helen Gahagan Douglas, decidida anticomunista a la que Nixon bautizó como Pink Lady utilizando, con muy malas artes, el apoyo que brindaba a la senadora una organización con una sigla muy parecida a la de la Liga de las Mujeres Comunistas.