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La aparición de Tricky Dick cambió el panorama democrático de América, donde hasta entonces en política las malas artes siempre habían sido rechazadas para poder conservar cierto alto nivel de los valores democráticos. Impresiona en la biografía de Nixon el relato de su escalofriante decadencia en su segundo mandato. Es sabido que se emborrachaba ferozmente y que abusaba de una medicina que, en cantidades excesivas, producía mareos y confusión. Cuenta Summers que esa medicina, combinada con el alcohol, convertía al presidente en una especie de autómata delirante. Se valió de sus triquiñuelas para prolongar, mediante el engaño, la guerra de Vietnam. Y Pinochet, sin ir más lejos, no fue más que un pelele suyo.

Ante la evidencia de su caos alcohólico, todos los colaboradores del Loco Tramposo aprendieron a no obedecer esas órdenes nocturnas con las que pretendía que el mundo volara por los aires. Algo de todos aquellos desmanes perdura en el ambiente, creó escuela. El mundo se acerca hoy al que él soñó. El mundo es hoy tan patético como el que imaginó el lúgubre Tricky Dick de las normas invisibles.

Soñar cuando el sueño americano ha terminado. Dar la vuelta a la esquina, a la luz de un crepúsculo en el que la imaginación muerta todavía imagina. Un ambiente de podredumbre moral, una atmósfera a lo Tricky Dick. Soñar después del tiempo de los asesinos. ¿Qué quedará de tanta miseria? La larga sonata de los cadáveres. Y una muchacha con un viejo abrigo verde al final del muelle, bajo la lluvia.

Regresando ya del largo puente festivo, recuerdo al amigo que me escribió desde Lisboa: «Aqui estou fora das coisas cívis e na pura região da arte.» Un mensaje loco, pero en el fondo alentador. Seguramente es bueno que cada uno de nosotros cultive su pequeña locura personal. «Pues ya los portugueses, es cosa larga de describirte (…) porque, como son gente enjuta de celebro, cada loco con su tema», dicen que dijo Cervantes. A mí me gustaría que, junto al teléfono móvil de rigor, transportáramos en el bolsillo nuestra intransferible y nada homogénea locura portátil, subversiva, cada uno con su tema. «El problema en este momento es la locura única y universal de los seguidores de las mentiras de Bush y compañía», decía mi amigo. Y ya solo le faltó citar a las sombras pavorosas de Nixon y Bush, con su ácido bórico y su polonio y su desodorante y su pasamontañas y su cárcel de Abu Ghraib. Bonito panorama el nuestro. Un paisaje de manos arriba y todos al suelo.

A veces tener que regalar algo nos pone al borde del abismo, nos complica la vida hasta extremos que jamás habíamos sospechado. Es peligroso regalar. El gesto es desde luego la manifestación extrema de un elegante arte, pero no conviene que olvidemos que tiene su lado salvaje. Como todos perfectamente sabemos, no podemos regalar nada que nos guste mucho, pues si casualmente llegamos a encontrar algo maravilloso, el impulso natural nos conduce a quedárnoslo, nos lo apropiamos, no llega nunca a la persona a la que pensábamos obsequiar. En mi caso, lo más peligroso de regalar siempre han sido los libros, tengo una amplia experiencia en ello. Aunque sepa que puedo comprar dos libros y se acaba el problema, acabo comprando el libro sólo para mí, pues me parece inmoral comprar dos y regalar uno, porque entiendo que eso no es pensar en el otro, entiendo que eso no es regalar, pues sé que regalar es cesar súbitamente de vivir para nosotros mismos y pensar en la persona a la que vamos a obsequiar, pensar y concentrarse mucho en ella y quererla de verdad, quererla muchísimo. Amarla de verdad exige que le regalemos el libro y nosotros tengamos paciencia y nos fastidiemos unas horas o unos días, hasta haberle entregado el regalo. Y entonces, ya con el regalo hecho, comprar tranquilamente nuestro ejemplar, con cara de idiotas, eso sí, con cara de ser los típicos manirrotos, esos que regalan siempre lo que más necesitan.

He pasado por situaciones como ésa en muchas ocasiones y siempre he acabado regalando el libro y esperando unas horas o días para comprármelo yo. Pero, como en todo, hubo un día que fue la excepción a la regla, fue un día en el que entré en una librería y descubrí que mi autor preferido, sin previo aviso, acababa de publicar su nuevo libro. Lo compré para regalarlo, porque había entrado allí con la idea de buscar algo para regalar a una amiga. Salí de la librería. Volví a entrar. Compré un segundo ejemplar, este para mí. Entonces pensé que era inmoral comprar dos y regalar uno y me dije que debería haber comprado sólo el ejemplar de regalo, tal como estaba acostumbrado a hacer cuando se me presentaba ese dilema ético. Después, todo se complicó aún más cuando de pronto pensé en la amiga a la que iba a regalarle el libro y me di cuenta de que, a pesar de ser una de las personas que más quería en el mundo, en el fondo apenas sabía nada de ella -creo que en realidad no sé nada de nadie-, apenas sabía qué necesitaba o que le gustaba. En realidad, me dije, es una completa desconocida para mí. Acabé ampliando mi biblioteca con los dos libros idénticos, diciéndome que era muy improbable que.a alguien a quien en el fondo no conocía pudiera interesarle, gustarle exactamente el mismo libro que a mí. Al final, le regalé una lámpara, una que estaba de rebajas en la tienda de la esquina. Y ella, como si hubiera intuido lo que había sucedido, por poco me la tira por la cabeza. Es peligroso regalar.

Cuando no es peligroso, el arte de regalar libros es complicado. Es complicado regalarlos cuando quien los recibe, como me sucedió en cierta ocasión, pregunta si merece la pena leerlos. Le dices que sí y entonces pregunta si es un libro que podría haber escrito él. Le dices que no y le contesta que no puede ser un buen libro pues, como decía Pascal, los mejores libros son aquellos cuyos lectores creen que también ellos podrían haberlos escrito.

También es complicado regalar libros a gente muy exigente que los mira con extraña atención y acaba preguntándote si les acabas de regalar medio kilo de papel y tinta o bien una nueva vida. Complicado también cuando regalas un libro que es un clásico indiscutible y te dicen que muchas gracias y que es un gran obsequio porque les permite mirar hacia otro lado y otros regalos, pues un autor clásico es un hombre al que se puede elogiar sin haberlo leído. Complicado también cuando la persona a la que has regalado el libro te dice que no piensa leerlo, pues sólo ha leído uno en toda su vida, uno de Ramiro de Maeztu, que le pareció tan bueno y que explicaba tan bien el mundo que ya no ha necesitado nunca leer ninguno más, pues cree que aquel que leyó era insuperable.

Es complicado regalar un libro porque muchas personas se fijan sólo en el título de la novela que les ofreces y creen que contiene un mensaje velado para ellos, y algunos acaban incluso sintiéndose aludidos. Me ha ocurrido varias veces. El día, por ejemplo, en que regalé En busca del tiempo perdido a un amigo que creyó que trataba de indicarle que había hecho siempre el imbécil, que toda su vida había estado perdiendo el tiempo. El día en que regalé El arte de callar, del abate Dinouart, a alguien tan susceptible que pensó que trataba de indicarle que fuera menos charlatán, que hablara menos, sobre todo en mi presencia. El día en que regalé El laberinto de la soledad y el amigo tímido que lo recibió y que llevaba años sufriendo en silencio su condición de solitario casi rompió a llorar porque había creído leer El laberinto de tu soledad. Me acuerdo del día en que regalé Rumbo a peor de Samuel Beckett a una amiga deprimida. Y también el más que inolvidable día en que por equivocación regalé una novela al autor de la misma, que precisamente acababa de mandármela a mi domicilio y entendió, con razón, que me burlaba de él y de su libro.