Es peligrosísimo regalar libros, sobre todo si quien los recibe cree que tu noble gesto está en relación directa con tu gran remordimiento y, a partir de ese momento, siempre que te lo encuentras actúa como perdonándote alguna antigua deuda. Es peligrosísimo regalar a tus amigos el libro que acabas de publicar. Les escribes dedicatorias afectuosas y crees que se apiadarán de ti o te admirarán. Pero muchos no piensan para nada leerlo, aunque algunos simularán haberlo hecho, te citarán de memoria frases de la página 127 del libro. Y, sin embargo, en alguna parte -eso es lo impresionante de este oficio- un desconocido nos leerá con increíble atención y esperará años antes de dirigirse a nosotros.
Has oído hablar mucho de alguien y tienes una idea preconcebida de cómo es esa persona, de modo que te acercas a ella esperando encontrarte con una mujer fría, tímida y glacialmente inteligente. Son tantos los prejuicios que acumulabas que al final nada es como esperabas. Ella resulta ser cálida y divertida, aunque, eso sí, glacialmente inteligente, en eso no te habías equivocado. Fleur Jaeggy es su nombre. Admiré siempre sus relatos y no imaginaba que un día la conocería a ella personalmente. Conocerla ha sido una experiencia inolvidable, como si se hubieran abierto nuevos cauces hidráulicos en tiempos de sequía.
Escribo el adjetivo hidráulicos y me doy cuenta de que en pocos días mi lenguaje se ha acampesinado, seguramente porque paso esta semana en un apartamento prestado, en el campo. Estoy en un estudio de paredes blancas, sin libros, y dando paseos estudiosos por las huertas próximas. Simpatizo mucho con las paredes vacías. Si por algún motivo me viera obligado a poner algo en ellas, colocaría un pequeño cuadro que reprodujera la esfinge de los hielos que Gordon Pym creyó ver en el fin del mundo. Me fascina el frío. He llegado a veces a pensar que el frío dice la verdad sobre la esencia de la vida. Detesto el verano, el sudor de las suegras despatarradas por las arenas del circo de las playas, los arroces al sol, los pañuelos para el sudor. Me parece que el frío es muy elegante y se ríe de una manera infinitamente seria. Y el resto es silencio, vulgaridad, hedor y gordura de caseta de baño. Me fascinan los copos suspendidos en el aire. Amo las ventiscas, la espectral luz de la lluvia, la azarosa geometría de la blancura de las paredes de esta casa, donde reina el más gélido frío existencial. Tan glacial es aquí todo que salir al campo acaba resultando una bendición.
El local más frío del mundo, mi local preferido, estaba en París pero ha desaparecido. Fui ayer con Fleur Jaeggy a verlo, pero, para mi asombro, ya no queda nada de ese antro helado y ultramoderno. Era un sótano zen que acogía el restaurante Lo Sushi, donde una comida minúscula, maki y sashimi, desfilaba ante los ojos de los hipnotizados clientes, y lo hacía sin cesar, sobre una obsesiva cinta transportadora que zigzagueaba silenciosamente por la sala. Un brutal restaurante polar y sushi para solitarios radicales. En la gélida barra cada uno de los clientes tenía un ordenador del restaurante conectado a Internet y un número -diría yo que mortal- de asiento que les ofrecía, a través de una técnica delirante, la posibilidad, si querían, de conversar con los demás. Si tú eras el número 7, el 15 podía ser que se interesara por ti y te mandara un mensaje. Un lugar para pasar frío y llorar. Lo más terrorífico de todo era que nadie allí conversaba. Me gustaba mucho ese local y quise mostrárselo a Fleur. Pero el restaurante ya no está, el sótano lo utilizan para otra cosa. Seguramente, el negocio era demasiado ultragélido y ha fracasado. «En las obras de Jaeggy -escribe Enric González-, desechado todo sentimentalismo, es justamente el frío del ambiente el que otorga valor a los sentimientos cuando éstos aparecen, el mismo valor que cobra en una morgue cualquier señal de vida.»
Esas señales han sido siempre el truco de los tímidos o de los neuróticos. Pueden llegar a ser duros, distantes, muy gélidos, y sin embargo, de pronto, en un instante, romper el hielo. Como dice la propia Fleur: «Cierta glacialidad también revela sentimientos.» Al releerla, Jaeggy me ha transportado hoy al recuerdo de una joven inglesa, Rachel Seiffert, narradora nacida en Oxford en 1971 y que debutara hace unos pocos años con la notable The Dark Roorn. Luego, Seiffert se ha descolgado con unos geniales cuentos de prosa sobria y muy poética, Trabajo de campo, donde algunos relatos deslumbran por su concisión, inteligencia y sentido máximo del detalle. Contacto, por ejemplo, es un cuento que aborda precisamente la dificultad de contactar con las otras almas. Todo alrededor de ese cuento está pensando para comunicarnos la frialdad de las relaciones entre ciertas madres e hijas. Hiela el espíritu ese cuento, pero paradójicamente contacta, aunque también es verdad que no con todo el mundo, creo que sólo con lectores como los de los libros de la esencial Jaeggy.
Seiffert y Jaeggy, seguramente sin saberlo, tienen mundos paralelos. Son escritoras que se olvidan del latoso toque femenino e incorporan dureza, crueldad y sobriedad a sus gélidas pero conmovedoras y terribles historias desesperadamente inteligentes, frágiles y curiosamente vigorosas. Sin duda, este estudio de campo o recia morgue de paredes blancas en el que paso yo la semana está algo más que bien acondicionado para la apasionante actividad de leerlas a las dos. De Jaeggy no hay nada mejor que Los hermosos años del castigo, obra maestra que leí hace unos años: «Nunca se habló de amor como, en cambio, es costumbre en el mundo.» Me he quedado pensando en esa frase. Y luego he salido con la idea -si se quiere, demencial- de fumar un cigarro de hielo.
«A falta de sol, aprendo a madurar en el hielo» (Henry Michaux).
He despertado cautivo del síndrome Oblómov, esa pulsión que toma su nombre de las costumbres apáticas del personaje de una novela que Iván Goncharov escribió en 1858. Oblómov es un joven y desvalido aristócrata, incapaz de hacer nada con su vida. Duerme mucho, lee algo, bosteza continuamente. Encogerse de hombros es su gesto preferido. Es de esa clase de personas que tienen la costumbre de reposar antes de fatigarse. Estar tumbado cuanto más tiempo mejor parece su única aspiración, su modesta rebeldía. Encarna al indiferente al mundo por excelencia. A lo largo de toda la novela de Goncharov, el joven Oblómov raramente sale de su habitación, donde permanece tumbado en un diván intentando evitar los problemas, las propuestas y las obligaciones que le llegan del exterior, y hasta muy avanzado el libro no le veremos, por primera vez, salir de la cama.
Invadido por la pereza y al ver que no pienso hacer nada, imagino, sin salir de la cama, que me han contratado para dar consejos al gobierno catalán. Me fijo en que si bien los días de la semana tienen nombre, las noches de la semana aún no han sido bautizadas por nadie. Decido entonces sugerirle al gobierno que comience a buscarles nombre a esas noches. Y me digo que por hoy ya he trabajado suficiente. ¿Le podría al gobierno interesar mi idea? Seguro que, como toman tantas iniciativas extravagantes, pensarían que una más no importa.
Llamo al amigo Jordi Llovet y le cuento que desde ayer trabajo para el gobierno catalán, al que le doy perezosamente consejos. «No das golpe, vamos», me dice. Un breve silencio. La casualidad quiere que pase a hablarme con entusiasmo nada menos que de Oblómov, del que me dice que es el emblema de cualquier ocioso o cansado que se precie. Y luego me habla también del escritor uruguayo Juan Carlos Onetti, que en sus últimos años se negaba a moverse de su cama y que pudo perfectamente ser uno de los componentes más secretos de la secta Oblómov… Me callo. Hago como si no supiera de qué secta me habla. Pero me acuerdo, me acuerdo muy bien de que la secta se reunía hace unos años en Nochebuena en el restaurante Oblomov de Glasgow. Que yo sepa, no hay otro restaurante con ese nombre en todo el mundo y ellos decidieron reunirse allí, en el 372 de Great Western Road, pero la cosa no funcionó porque el propietario, Oblomov, hombre activo donde los hubiera, se negó siempre a leer el libro ruso que lleva su nombre, y más aún a simpatizar con el personaje central de la novela. Al parecer, la actitud del restaurador escocés acabó propiciando el secretismo involuntario de la secta y, desde que dejaron de reunirse en Glasgow por estas fechas, la conjura de la secta Oblómov se ha deslizado hacia vericuetos subversivos y ultrasecretos.