Veo en la madrugada del lunes un documental sobre su vida y obra y, al observarle con espíritu escrutador, me parece ver que es un hombre básicamente libre, inclasificable. Sin duda, su talento va más allá de la música. Despliega, eso sí, un discurso ingenuo, tirando a simple, y no tiene excesiva facilidad de palabra aunque paradójicamente, en revancha, tiene destellos de gran poeta. Es muy probable que tanto su condición de reventador sonriente como la ausencia de un discurso ideológico sólido sea precisamente lo que más le ha ayudado a cruzar inconmovible por todas las modas, épocas y doctrinas y a llegar hasta aquí, perfectamente indemne y, además, convertido, a pesar de su trasnochado hippismo, en el más moderno de todos. Porque el fatigado y fatigante Llach, por ejemplo, ya se retira con su estaca cuando Riba sigue más vivo y moderno que nunca, es puro y pleno presente. Lo de Pau nunca estuvo ligado a la escena oficial, y hoy es el que sigue estando más al día de todos. Está literalmente al día. Cuando leo que Alvaro Pombo dice: «Aún sigo siendo poeta más que otra cosa», pienso que Pau Riba, poeta total, ahí se limitaría a decir simplemente: «Aún sigo siendo.» Ha salido indemne de todas sus escaramuzas y, si se me permite decirlo, está entero de por sí. Lo suyo ha sido siempre un arte de vivir, un estilo de ingenuas intuiciones artísticas y mucha tramontana. La historia de sus fracasos es un homenaje a la desidia, una historia no sé si admirable, pero genial. Como nunca estuvo ligado a esas matracas ideológicas perecederas que han estado machacándonos toda la vida, ahora todo en él es vitalidad y plenitud de presente y hasta permite que, observándole un rato, podamos conectar directamente con una revolución moral que, como el propio Riba dice, ni fue insignificante ni ha terminado.
Sonrío ahora porque acabo de recordar que Riba todavía se asombra -como si aún estuviera en un viaje de ácido- de que se hable actualmente de choque de civilizaciones cuando dice que hace ya cincuenta años que viene chocando él frontalmente con la cultura y civilización («como todos los catalanes eran antifranquistas, parecía que todos fueran de izquierdas») en las que fue educado. Su ideología es un conjunto de asombros con la certeza en el fondo de que la vida puede ser de otra forma. A algunos lo que particularmente les asombra es que, habiendo fracasado tantas veces, siga siendo el rey.
Pienso en Riba y me digo que vivimos con tal aturdimiento que a veces ignoramos lo que tenemos ante nosotros en el momento mismo. ¿Qué hay en ese instante? ¿Cuándo empezó realmente? ¿Acabará en algún otro momento? No nos detenemos lo suficiente ante lo que tenemos delante y acabamos no conociendo el mundo, por la misma razón que las hormigas ignoran la historia natural.
Tiempo celestial, literalmente. ¿Y si en realidad la vida fuera siempre así? Tiempo para sentarse en un banco de la plaza de Rovira y recordar a Jean-Luc Godard y el día en que supe que solía entrar en los cines con las películas ya empezadas. Era lo que a lo largo de toda mi corta vida había querido hacer y no me había atrevido. No me gustaba esperar a que empezaran las películas. Durante una larga temporada estuve entrando siempre tarde en los cines. Luego dejé de entrar en ellos, simplemente.
¿Cuándo comienza algo? Si voy de viaje, en el momento de salir el avión, siempre se pone para mí en marcha una trama. Pero ¿en qué momento realmente empezó esa trama, esa historia? ¿Fue al facturar la maleta, o bien cuando paré un taxi para ir al aeropuerto, o cuando la azafata se negó a darme más de un periódico, o cuando, diez años antes, comencé a soñar en ese viaje, o bien cuando me dormí durante el vuelo y soñé que volábamos sobre las convulsiones azules de unos acantilados en el Pacífico?
¿Cuándo comenzó el año? ¿En qué momento se puso en marcha el argumento del nuevo año? ¿Fue durante el tradicional almuerzo en casa de Joan de Sagarra, o en la calle de Venus cuando sentí frío y casualmente encontré un taxi para ir a su casa, o más bien en la madrugada con el documental sobre Pau Riba? Recuerdo algo que escribiera Sánchez Ferlosio acerca de la reacción de su hija de tres años el día en que, yendo con ella por el parque del Retiro de Madrid, oyeron, de pronto, las voces de un teatro de títeres. Se acercaron y la pieza debía de ir, ya más o menos, por la mitad. Era un día de tiempo celestial y la niña nunca había visto marionetas, pero, para enorme sorpresa del padre, ella entró instantáneamente en la función, como si se tratase de algo sobradamente conocido desde su nacimiento, riéndose ya con la primera frase. De pronto, el padre descubrió que la niña no sabía lo que era un argumento, que no tenía ni idea de que una obra de teatro se suponía que era una serie de hechos enlazados que se sucedían en el tiempo. Para ella no existía tal sucesión. «Para ella», escribe Ferlosio, «cada instante era puro y pleno presente, sustentado en sí mismo, completamente dueño de su propio ahora, ajeno a cualquier antes y después, acabado y entero de por sí.» Lo que la niña estaba viendo no era nada que pasara u ocurriera en el tiempo, sino un puro manifestarse en el ahora.
Sobre esa idea del puro y pleno presente, Macedonio Fernández tiene unas líneas acerca de lo que él llamaba un presente deslumbrador, exaltación de cada segundo: «El futuro no vive, no existe para Cósimo Schmitz, el herrero, no le da alegría ni temor. El pasado, ausente el futuro, también palidece, porque la memoria apenas sirve; pero qué intenso, total, eterno el presente, no distraído en visiones ni imágenes de lo que ha de venir, ni en el pensamiento de que enseguida todo habrá pasado. Vivacidad, colorido, fuerza, delicia, exaltación de cada segundo de un presente en que está excluida toda mezcla así de recuerdos como de previsión; presente deslumbrador cuyos minutos valen por horas.»
En la oscuridad de las siete de la mañana, el ordenador entró en un salvaje estado de completo desorden. Un contratiempo terrible porque disponía yo sólo de tres horas para entregar unas páginas. Esperé a las ocho, a cuando hubiera ya clareado, para llamar a un servicio técnico de urgencias. Tenía que terminar de escribir mi artículo sobre la inseguridad y la crisis de sentido en el mundo actual, pero si había algo realmente inseguro para mí en aquel momento era el ordenador. En cuanto al mundo, éste siempre podía esperar. Me senté y recuperé el libro de la noche anterior, el libro de Enzensberger hablando del perdedor radical, de aquel que puede estallar en cualquier momento y, por ejemplo, atrincherarse de buenas a primeras en su piso después de haber tomado como rehén al arrendador que venía a cobrar el alquiler. ¿Yo mismo, por ejemplo, podía estallar en cualquier momento? ¿Debía considerarme un perdedor radical sólo porque estaba sin ordenador? Estaba muy nervioso, y para colmo leí: «No se trata de irritación, sino de rabia asesina. Lo que al perdedor le obsesiona es la comparación con los demás, que le resulta desfavorable en todo momento. La irritabilidad del perdedor aumenta con cada mejora que observa en los otros.»
No pasaba nada, simplemente tenían que arreglarme el ordenador. Sólo tenía que esperar hasta las ocho. No debía buscar culpables a mi mala suerte. Pero esperar precisamente era a lo que se dedicaban muchos perdedores: «El perdedor discurre a su manera. Eso es lo malo. Calla y espera. No se hace notar. Precisamente por eso se le teme.»
Mientras esperaba, oí en la radio que los españoles seguían hiperconsumiendo como locos, que no se sabía de dónde salía tanto dinero, pero que, después de habérselo gastado todo en Navidad, el éxito de las rebajas de enero era un hecho. A las ocho menos cuarto, pedí por teléfono que urgentemente vinieran a arreglarme el ordenador. «De lo contrario, no respondo de lo que ocurra», quise añadir. La avería del ordenador -no sabía que dependiera de él hasta extremos tan desesperados- me había trastornado. Había dejado de ser el durmiente habitual.