FEBRERO
Pronto hará ya veinte años, un domingo 11 de junio de 1989, compré a precio de saldo unas tarjetas postales antiguas -imágenes de paisajes portugueses de los primeros años del siglo- a un vendedor callejero de la plaza del Comercio, en Lisboa. Era mediodía y caía, a aquella hora, un sol de justicia sobre la plaza. La compra de aquellas postales fue un hecho trivial, y sigue siéndolo ahora, pero no he podido olvidarlo. Banal o no, me ha traído consecuencias a lo largo de estos años, y volvió a traérmelas anteayer mismo. De entre aquellas postales había una del faro de Santa Marta en la población de Cascais, cercana a Lisboa. En la parte superior de la elegante vista atlántica podía leerse en portugués: «Farol de Santa Martha e Vivenda Lino.» No sabría decir por qué, pero me dio por pensar que aquel sencillo paisaje antiguo -una casa, dos palmeras, unas rocas y el faro pintado con bellas rayas horizontales de blanco y azul y coronado por el color rojo- guardaba una misteriosa relación con una vida anterior mía. Mirando aquella postal, tuve la sensación repentina de vivir una inmersión radical en la melancolía. Luego, me olvidé. No fue hasta 1993 cuando volví a encontrarme con aquel paisaje de Cascais. Lo encontré inesperadamente en una revista femenina, y allí estaba el mismo paisaje, pero actualizado. El faro había crecido verticalmente y había tres en lugar de dos palmeras. La casa o «vivenda Lino», informaba la revista, pertenecía ahora a los Kennedy portugueses, «la emblemática familia de banqueros apellidados Espirito Santo». Volví a conocer una inmersión radical en la melancolía. La memoria difusa de haber estado alguna vez en aquel lugar. ¿Cuándo? No lo sabía. Pero ya había estado allí antes de haber estado nunca.
Medio año después, una noche, mis amigos Herminio, Manuela y el poeta Al Berto, sin saber nada de mi relación con el faro, me llevaron en Lisboa a la terraza de un bar de Cascais, delante mismo de la casa de los banqueros Espirito Santo, donde, por cierto, de niño había jugado muchas veces el príncipe Juan Carlos. Les conté mi historia, y ellos se rieron. «Así que eres de aquí», dijo Al Berto.
Meses después, al ver la versión cinematográfica de Sostiene Pereira, la novela de Tabucchi, me quedé de piedra cuando descubrí que habían rodado junto al faro de Santa Marta las escenas que transcurren en la clínica talasoterápica. Reconocí de inmediato el paisaje. Después de todo, era mío.
De vuelta en Barcelona, tropecé casualmente con un cuento de Tabucchi, El pequeño Gatsby: «El viento movía las cortinas, tú dormías, el faro lanzaba destellos intermitentes, la noche era apacible, casi tropical, pero yo llegaría enseguida a mi faro, lo sentía, estaba cerca, bastaba esperar que en la noche me mandase una señal de luz, no dejaría escapar esa ocasión, no atormentaría mi vejez con reproches por no haber ido al faro.»
Escribo ahora sobre ese faro en un hotel, el Novotel Vermar, cerca de Oporto, en el desolado pueblo de Póvoa de Varzim, frente al Atlántico. Por la noche, el viento mueve las cortinas de mi cuarto, y llueve mucho, pero no estoy ante mi faro ni aguardo sus señales de luz. Me hubiera gustado que al menos este gigantesco hotel, fantasmagórico y destartalado en invierno, fuera el mismo de la costa atlántica portuguesa en el que rodó Wim Wenders El estado de las cosas. Así me habría sido posible ensayar cierta inmersión radical en la melancolía. Pero ni eso. A veces, en la noche, llego a ser yo mismo el que, desesperado, mueve las cortinas del cuarto…
Y, bueno, quería sólo decir que escribí la historia de mis relaciones misteriosas con el faro y la publiqué en un libro que reunía artículos. Y un día de Sant Jordi de hará unos años se me acercó un joven de Tarragona y me contó que, habiendo viajado a Cascais con mi libro, había conocido a una joven portuguesa y habían ido a dormir aquella misma noche a una pensión frente al faro. Ella se enamoró de él al verle y escucharle de noche, junto a las cortinas del cuarto (con el faro, las palmeras y la casa de los Espírito Santo al fondo), leyendo el fragmento dedicado a aquel paisaje. «Y ahora quiero presentarte a mi mujer. Nos casamos gracias a tu faro», añadió, dejándome tan sorprendido que, no sabiendo qué hacer, pasé a estrechar perplejo la mano de la esposa lisboeta.
Cuando pienso en todo aquello, me digo que al escribir adquirimos más responsabilidades de las que creemos. Podemos llegar a ser responsables incluso de matrimonios, aunque espero que no de sus desgracias o de sus divorcios. Durante años, esa pareja de Cascais vino a verme y saludarme todos los días de Sant Jordi. Desde hace cuatro años han dejado de hacerlo.
Anteayer mismo, poco antes de salir hacia Póvoa, recibí una sorprendente carta que acompañaba a un catálogo de arquitectura del taller de los hermanos Manuel y Francisco Aires Mateus, de Lisboa. Como no les conocía de nada, indagué inmediatamente sobre ellos. Entre muchas obras, son autores del plan de recuperación urbana del centro histórico de Grândola. En su carta, Francisco Aires Mateus me informa de que en su taller están trabajando en la remodelación y adaptación del faro de Santa Marta a museo: «También yo, en este tiempo que ha transcurrido entre el proyecto y la obra, siento el faro como mío (…) Le envío el catálogo con el proyecto sobre el faro, donde podrá constatar el intento de una estrategia de continuidad en la que es necesario que todo cambie para que todo quede como está.»
Con exquisita amabilidad promete enviarme fotografías del resultado final, aunque no dice nada de consultarme si me parece bien ese resultado, supongo que porque da por sentado que el faro y la inmersión radical en la melancolía ya son de todos.
¿De dónde puede haber surgido la idea de recopilar esta mañana nombres de personas nacidas el año en que nací? He encontrado de todo. Un astrónomo extragaláctico vietnamita, por ejemplo, que se llama Trinh Xuan Thuan. Hay muertos: Paco Monge, Salvador Puig Antich, Paquirri, Alejandro Onassis. Está el eterno príncipe Carlos de Inglaterra. Amigos como Jordi Llovet, Tito Dalmau y Alberto Manguel. Amigas como Jimena Jiménez. Un mito de adolescencia, Marisol. Un escritor al que he visto un solo día en mi vida, en Milán, y que estuvo en el origen del título del cuento que aquel mismo día decidí escribir sin saber de qué trataría, Te manda recuerdos Dante: el escritor guatemalteco Dante Liano, nacido en Chimaltenango. Y dos personas que vinieron al mundo el mismo día que yo: Al Gore (vino al mundo dos horas antes de mi llegada, así que pudo olfatear primero el calentamiento global) y la actriz de Brooklyn Rhea Perlman (ignoro la hora de su alumbramiento). Hay muchos más nombres: Dominique Sanda, Jessica Williams, Victor Hugo Rascón Banda, Rita Malú, Ian McEwan, Jaume Sisa, Hrafn Gunnlaugsson, James Ellroy, Basilisa Ponsá, Manuel da Cunha, Gerard Depardieu.
Me gustaría hacerme con un informe preciso, muy detallado, acerca de cuántas de todas esas personas dejaron ya el tabaco, el alcohol o el café, y en qué momento y circunstancias lo hicieron. Pero noto que debo cambiar de ritmo y de tema y decido salir a la calle. Atrás quedan los nacidos en mi mismo año. Ahora voy andando por la Travessera habiendo tomado toda clase de precauciones. Cuello alto del abrigo, grandes gafas de sol, sombrero. Juego a inventarme que me he vuelto susceptible y que no deseo que me pare nadie por la calle. Y todo porque acabo de leer a Julien Gracq: «Gentes por lo demás delicadas y decentes, y que de seguro no soñarían jamás con abordar a un desconocido (que acaba de serles presentado) con la pregunta: "¿Qué, todavía enamorado?", se creen no obstante obligadas a decir desde el inicio, como si fuera un gesto de cortesía: "¿Y qué, tiene algún libro en curso?"»