Dos perseguidores: uno invisible en el trópico, sonriendo en la oscuridad; el otro, llorando en Europa, en la luz fugaz de un puente parisino. A veces me parece que los dos, atrapados entre la risa y el llanto, son una misma persona, la misma que se encuentra uno cuando lee al García Márquez primerizo.
Comenzar es muy fácil. Pero lo malo viene después, cuando hay que seguir dando la talla. Al principio, uno comienza, llega, busca la protección de un grupo generacional y se come el mundo. Lo difícil viene después, cuando hay que seguir comiéndose el mundo. Lo más difícil es mantenerse, y ya no digamos acabar. Ödön Von Horváth solía decir: «La mayor alegría del mundo es comenzar.» Pero no pasará a la historia por eso, sino precisamente por su manera de acabar. Murió fulminado por un rayo en plenos Champs Élysées de París. Von Horváth fue un caso raro como escritor, porque supo comenzar y acabar.
«Al principio era la palabra. Después la palabra se volvió incomprensible» (Ennio Flaiano, citado por Nicole Kraus en un hotel de Liubliana).
En el último día de este invierno primaveral recibo inesperadamente en casa La ciudad en invierno, el título que me recomendara fervientemente ayer Lolita Bosch por teléfono. ¿Es una casualidad o ella ha actuado para que me lo enviaran? Sólo sé que hablé ayer con ella los minutos suficientes para felicitarla por sus artículos, por sus libros y por llamarse como se llama. «Suponiendo que te llames Lolita», añadí, sin darme cuenta de que con eso estaba dando carta de ley a su apellido.
El invierno primaveral va quedando atrás, pero para sustituirlo llega este libro con el que ha debutado la joven Elvira Navarro, este libro lleno de invierno auténtico y de frío y de enfermedad moraclass="underline" cuatro historias sobre Clara, un personaje esquivo y esquinado, al que no le faltan perseguidores, aunque ella también persigue mucho, y tal vez por eso se inicia en la vida chocando depravadamente con ella -con ella misma y con la vida- en medio de un paisaje de antiguos cauces crueles de ríos inútiles.
Se diría que a este excepcional debut literario lo cruza el fantasma de una idea fría, tan impasible como la iniciación torcida de Clara a la vida. ¿La vida? Elvira Navarro parece tener un don singular para mostrarnos el ángulo ofensivo de la misma. Como si ésta sólo hubiera sido inventada para los que no la viven como la vive la propia vida. En cuanto a la trama y su geografía iniciática, el libro parece emparentado con las obras de Fleur Jaeggy y de Simona Vinci y, como señala sagazmente su editor, trae el recuerdo de dos de los mejores relatos de terror de la literatura española de todos los tiempos: Mi hermana Elba, de Cristina Fernández Cubas, y Siempre hay un perro al acecho, de Ignacio Martínez de Pisón.
La ciudad en invierno tiene una estructura peculiar, como si Satie estuviera al piano: cuatro movimientos desobedientes que nos conducen -como si fuéramos el perseguidor del último relato- a la impresión de estar dando vueltas detrás de un desvarío tan implacable y subversivo como aterrador. De la mano de su pérfida protagonista, Elvira Navarro lo altera todo y desplaza la normalidad hacia una inédita boñiga general. Y en algunos momentos -como en el desenlace perfecto del segundo movimiento narrativo- se observa, además, que el talento literario es un don natural de esta autora, que ha escrito un primer libro tan clásico como feroz y admirablemente transgresor: la sutil, casi escondida, verdadera vanguardia de su generación.
ABRIL
La tristeza. Y el tema de los fantasmas tumbados y otros pioneros del porvenir aflorando a primera hora de esta noche.
«-Su joven amigo -dijo Chamfort- no tiene ningún conocimiento del mundo, no sabe nada de nada.
– Sí -respondió Rivarol-, y ya está triste como si lo supiera todo.»
Mientras que algunas personas padecen agorafobia, el hikikomori reacciona con un completo aislamiento social para evitar toda presión exterior. Suelen normalmente ser jóvenes japoneses, varones la mayoría, que se encierran en una habitación de la casa de sus padres durante periodos de tiempo prolongados, generalmente años. Sienten tristeza y apenas tienen amigos, y la gran mayoría duerme o se tumba a lo largo del día, y ve la televisión o se concentra en el ordenador durante la noche. En Japón les llaman también solteros parásitos. Aquellas máquinas solteras que inventara Duchamp se han hecho, pues, realidad. Se calcula que hay un millón de jóvenes hikikomoris en Japón. Un número muy alto de fantasmas tumbados, de ensimismados tristes, de muertos en vida.
Los japoneses parecen los pioneros de un porvenir que se intuye poblado de seres alienados, inútiles, solitarios, extraviados en la infinitud de la Red, abocados a la destrucción. Es un porvenir visible, por ejemplo, en Pulse, de Kiyoshi Kurosawa, película muy ligada al fenómeno de los solteros parásitos. En ella, un adolescente, Kawashima, novato en materias informáticas, se ve sorprendido un día al encontrar en su ordenador una extraña página web abierta. La página web en cuestión, vía webcam, muestra a un desconocido vagando por una habitación. Ahí comienza el terror en esta película que empieza contando una historia de mística digital y termina con pavorosas imágenes de un mundo dirigido directamente al desastre.
El cine de Kiyoshi Kurosawa. (Kobe, 1955) tiene un trasfondo existencialista y metafísico, y su universo espiritual ofrece la más angustiosa y completa aproximación al fenómeno de todos esos solitarios que viven atrapados en un Más Allá de Internet en el que irrumpen sombras, a veces sólo siluetas inmóviles que acechan al modo de inquietantes imágenes de pesadilla que andan espiándoles desde lo más hondo de las pantallas de sus ordenadores. En Pulse sorprende el modo en que uno se ve atrapado en una espiral que nos conduce de lo que parece una historia más de fantasmas que usan la tecnología, a una intrigante trama visionaria y apocalíptica de horror global sobre la extinción de la humanidad: una clara intención de denuncia de una sociedad de hikikomoris peligrosamente alienada, solitaria, enferma, condenada al hundimiento.
«Cuando empecé a pasar las tardes en el cuarto de baño, no tenía previsto instalarme en él…» (Jean-Philippe Toussaint, El cuarto de baño).
Completamente de acuerdo con Pascal cuando dice que los mayores problemas de los seres humanos vienen de no poder quedarse tranquilos en su habitación. Lo dice en uno de sus más celebres pensamientos, y se diría que esto es lo que piensan precisamente, hoy en día, los hikikomoris, pioneros de un tipo de angustiosas conductas que en el mundo del futuro serán habituales. Es decir, que aquellas ingenuas o simpáticas ficciones en las que se veía a gente que se encerraba en el lavabo y decidía no salir de allí nunca más (la novela El cuarto de baño, de Jean-PhilippeToussaint, por ejemplo, o la película El Anacoreta, de Juan Estelrich, que tanto nos sorprendían) han empezado ya a convertirse en una contundente y dura realidad.
Cuando, a la vuelta de Colombia, empecé a pasar el día entero en mi gabinete de estudio, no tenía previsto instalarme en él. Pero llevo días aquí haciendo vida de hikikomori, de parásito en útil contacto constante -hay que ir acostumbrándosecon la soledad extrema, en definitiva con la soledad infinita que nos espera a todos después de la muerte, es decir, después de que entremos en la eternidad. Aunque mañana romperé con el radical aislamiento. Voy al Registro Civil (expediente 4859/06) a firmar unos papeles. Sí, mañana, 10 de abril, me caso.