En su arquitectura, la ciudad recuerda esencialmente a Graz y Salzburgo, pero también a Praga y Amsterdam. El Tromostovje o Puente Triple, que es el más utilizado y admirado de los tres que atraviesan el río, fue creado en los años treinta por el arquitecto Jože Plečnik, aventajado discípulo de Otto Wagner que añadió al puente de piedra que ya existía dos suplementarios destinados a los peatones. La huella del virtuoso Plečnik (1872-1957), al que sectores conservadores quieren ahora santificar como si de un Gaudí esloveno se tratara, se observa en muchas partes de la ciudad: la Biblioteca Nacional y Universitaria, las iglesias de San Francisco y San Miguel, el metafísico cementerio de Zale.
Era de noche y había neblina. Y James Joyce iba en ferrocarril hacia Trieste. Creyendo que había llegado a su destino, descendió por error en Liubliana. El poeta Alex Steger me cuenta esto en un café del Tromostovje, y sonríe. James Joyce viajaba con toda su familia hacia su nuevo trabajo en Trieste y, como no disponía de dinero para pasar la noche en un hotel de Liubliana, se quedó allí en la Estación Central aguardando a que pasara el tren del día siguiente. A primera vista, la historia del error por la niebla podría parecer una metáfora de la odisea general joyceana y también de la recepción de su obra en Liubliana, pero lo cierto es que la obra de Joyce ha estado siempre presente en fracciones vanguardistas de la ciudad, incluso en tiempos de oscuridad y comunismo: fracciones hoy guiadas por el originalísimo Slavoj Žižek, del que acabo de leer su inquietante En defensa de la intolerancia.
«En el modernismo», escribe Žižek en un ensayo de hace años sobre Joyce, «la teoría sobre la obra se incluye en la obra: la obra es una especie de ataque preventivo a las posibles teorías sobre la misma.» A causa de esto, Žižek deduce que es absurdo reprochar a Joyce que no escribiera para un lector ingenuo, sino para alguien que tuviera la posibilidad de reflexionar, es decir, para alguien que pudiera leer con énfasis teórico y al que podríamos considerar un científico literario. Y concluye Žižek: «Es que esa aproximación reflexiva en modo alguno disminuye nuestro goce de lectura, sino más bien lo contrario: lo complementa con el añadido del placer intelectual, que es una de las marcas ¿¿el verdadero modernismo.»
El gozo intelectual es el título precisamente del último libro de Jorge Wagensberg, un conjunto de prosas que reivindican el afán de saber (esencial para sentirse vivo) y el placer que éste nos procura. Ciencia y literatura. El gozo intelectual parece escrito por un científico literario que al mismo tiempo es un sabio narrador. En sus páginas se puede pasar del tema nada desdeñable de la memoria de las hormigas a una sarta de historias tan impagables y antológicas como Tradición y síncope, que tiene su epicentro en el pintor Ángel Jové y su inolvidable relato, tan increíble como la vida misma, de la gata Negrita.
El país tiene dos millones de habitantes. Aire alpino descendiendo verticalmente en busca del mar. Pequeño país poético y seductor, fronterizo con Italia, Austria, Hungría y Croacia. Hasta la Primera Guerra Mundial, Eslovenia perteneció al imperio austrohúngaro. Después, fue parte de Yugoslavia. En 1991, proclamó con éxito su independencia. En Eslovenia el goce intelectual es una tradición, y hay verdadera pasión por la cultura; tiene doscientas casas editoriales, y el Estado se desvela por la preservación de la lengua.
Por la tarde, con Paula de Parma y Cris Oñoro, cruzo en diagonal el joven país independiente. Vamos de Liubliana a la extraña y remota ciudad de Maribor, donde a la hora en que llegamos domina el crepúsculo más profundo. Evitamos las metáforas mientras cenamos en silencio. Melancolía. Cuando regresamos a Liubliana, estoy una media hora sentado en un banco de la Estación Central tomándome un café de máquina frente a La oficina de turismo ya cerrada y leyendo a Srečko Kosovel (1904-1926), un genio y a la vez un meteoro de la poesía eslovena: «Liubliana duerme. / El conductor del tranvía duerme. / En la cafetería Europa / se lee el periódico Slovenski Narod. / Chasqueo de bolas de billar.» Una pausa. Slovenski Narod significa Nación Eslovena. Es agradable estar sentado de noche en la Estación Central oyendo pasar los trenes que vienen y van mientras Liubliana duerme y Europa es una cafetería gigantesca, donde escribir es perder países y dibujar nuevos mapas en la ceniza que nos dejaron los ímpetus de la experiencia.
MAYO
En Dos ciudades, Adam Zagajewski dice que si la música ha sido creada para la gente sin hogar (es el arte menos unido a un lugar concreto y es sospechosamente cosmopolita), la pintura, en cambio, sería el arte de los sedentarios que se complacen en la contemplación de la tierra nataclass="underline" «Los retratos afianzan a los sedentarios en la convicción de que sólo si pueden ser vistos viven de verdad.» Únicamente los bodegones, y no todos, dice Zagajewski, dejarían al descubierto la indiferencia total y absoluta de las cosas, su cinismo y su falta de patriotismo provinciano. Y como ejemplo cita los jarros pintados por Giorgio Morandi, que no tienen nada ver con Bolonia, la ciudad natal del pintor: son frágiles, esbeltos y llenos de aire.
Quedo preso de imágenes, sospechas y recuerdos. Tal vez todo esto explique, me digo, por qué siempre sentí gran simpatía por los estilizados jarros y botellas de Morandi. Es posible que en mi inconsciente los haya relacionado con la idea de que nada es de ningún sitio concreto y que el estado más lúcido del hombre es no tener nada y sentirse extranjero siempre.
Pero, de todos modos, ¿qué hace ese estilizado objeto frente a mi sedentario escritorio? Es un jarro azul oscuro que imita a la perfección uno de los que pintaba Giorgio Morandi. Lo compré hace cinco años en la tienda de un museo de Ferrara y lo coloqué frente a la mesa de mi estudio. De ahí no se ha movido hasta hoy, y siempre lo he considerado ligado a mi casa y al trabajo. Nunca hasta ahora se me ocurrió pensar que ese sencillo y frágil jarro podría ser el símbolo de mis viajes mentales, de cierto nomadismo cerebral. Pero seguramente lo es, porque sin él sería un escritor más sedentario: me da alas el factor Morandi, y a veces hasta me siento al amparo del misterio y la simplicidad de ese jarro. Es más, ahora comprendo por qué de los bodegones de Morandi suele decirse que en ellos está el arte de la pintura mismo con toda su fuerza y su sutileza, su enigma y su simplicidad, su espíritu y su materia.
Del único día que he estado en Bolonia recuerdo que, habiendo largo rato mirado hacia arriba, mirado con largo detenimiento la fachada del Palacio de Accursio, incliné la cabeza y vi de pronto a mis pies un tranquilo desagüe de aguas casi estancadas y allí, abandonada, una botella que parecía salida de un cuadro de Morandi, y lo que más recuerdo es que, al ver aquel sereno canalillo y la humilde botella solitaria, sentí un bienestar sorprendente. En el fondo, un bienestar más que comprensible si uno piensa en el largo y cargante rato que llevaba viendo la pretenciosa y agotadora fachada del palacio italiano.