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Una vez, compré un libro de relatos sólo porque en la portada había un bodegón de Morandi. Fue hace mucho tiempo, en 1988, y entonces, claro, aún no sabía que un día tendría el jarro azul oscuro frente a mi escritorio. Pero algún mecanismo interno debió de moverse en ese momento para que pudiera yo intuir por fin que Morandi y la ausencia de todo patriotismo provinciano tenían que entrar en casa. El libro se llamaba Narradores de las llanuras y lo había escrito Gianni Celati, nacido en Bolonia en 1937. Y siempre pensé que el bodegón de Morandi (Naturaleza muerta, 1938) estaba ahí porque escritor y pintor compartían el mismo lugar de nacimiento. Narradores de las llanuras resultó ser como una versión abreviada de Las mil y una noches de nuestros días en un viaje a lo largo del río Po. Era un bellísimo viaje a través del Valle Padana de alguien que iba detrás de historias que contar, a la búsqueda de aquello que llamamos lo maravilloso cotidiano: un viaje casi ritual de retorno a los orígenes de las historias, a la escucha de los narradores orales que hablan de los «hechos de la vida».

Temí esta mañana haber perdido el libro de Celati, pues hacía años que no lo veía. Pero no he tardado en encontrarlo intacto en un rincón de la biblioteca, y ha sido como recuperar un juguete casi olvidado de la infancia, o como haber viajado de forma fulminante hasta el Valle Padana. He releído entonces algunas de las historias simples y llanas de Narradores de las llanuras y me ha parecido descubrir que pudo en su momento existir un motivo menos obvio para esa portada boloñesa del libro de Celati. Y es que, mirando el mapa de las llanuras que se incluye al inicio del libro, he observado que para seguir el itinerario de los cuentos orales hay que moverse por derroteros parecidos a aquellos por los que se desplazara Morandi cuando en 1913 consiguió esa modesta plaza de profesor suplente en escuelas elementales que le llevó durante dieciséis años a pueblos perdidos de las llanuras y de la Emilia. Su admirador De Chirico dijo de esos años que «para mantener su obra en la pureza, de noche en las aulas desoladas de alguna escuela elemental, Morandi enseñaba a los niños las leyes eternas del dibujo geométrico, el fundamento de toda gran belleza y de toda profunda melancolía». Pero, claro está, cuando compré ese libro de Celati en 1988, no podía saber nada de leyes eternas y todo eso, pues hasta ignoraba la biografía del profesor de dibujo Morandi y su modesto itinerario escolar en las llanuras.

Creen muchos con firmeza que las cosas son únicamente lo que parecen ser y que detrás de ellas no hay nada. Muy bien. Sin embargo, a mí me basta con levantar la vista hacia el jarro que tengo delante para que esa creencia se derrumbe y las leyes eternas del dibujo geométrico, en cambio, permanezcan en pie en su lugar físico, en su sitio, mientras voy leyendo los signos pasionales de mi alfabeto metafísico.

En unas instrucciones de Julio Cortázar para tener miedo, doy con un párrafo que habla de un pueblo de Escocia donde venden libros con una página en blanco perdida en algún lugar del volumen. «Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere.»

He mirado el reloj. Eran las tres y diez. Hacía años que no creía tan literalmente en lo que leía. De hecho, me ha parecido que seguía vivo de puro milagro. (En realidad, con reloj o sin él, es así. Estoy vivo de puro milagro.) He vuelto a pensar en Cortázar y me he acordado de La puerta condenada, un relato de 1956, donde en un hotel de Montevideo un comerciante oye en la noche el misterioso llanto de un niño tras el armario que tapa una puerta cerrada. El relato de Cortázar comienza así: «A Petrone le gustó el Hotel Cervantes por razones que hubieran desagradado a otros. Era un hotel sombrío, tranquilo, casi desierto. Un conocido del momento se lo recomendó cuando cruzaba el río en el Vapor de la Carrera, diciéndole que estaba en la zona céntrica de Montevideo. Petrone aceptó una habitación con baño en el segundo piso, que daba directamente a la sala de recepción.»

He recordado que Vlady Kociancich escribió un ensayo sobre una casualidad de tipo fantástico entre La puerta condenada y Un viaje o El mago inmortal, un relato escrito por Bioy Casares en aquellos mismos días y de trama idéntica a la de Cortázar. Decía Kociancich que si ya la casualidad argumental era rara, la presencia de otras muchas coincidencias lo enrarecía todo aún mucho más. Petrone, el personaje de Cortázar y el narrador de Bioy tienen la misma profesión y viajan a la misma ciudad, Montevideo (en el Vapor de la Carrera, un barco que salía de Buenos Aires a las diez de la noche y llegaba la mañana siguiente a su destino), y están a punto de registrarse en el mismo hotel sombrío y tranquilo. «A Petrone le gustó el Hotel Cervantes por razones que hubieran desagradado a otros», dice Cortázar. «Juraría que al chofer del taxímetro le ordené que fuera al Hotel Cervantes», se asombra el personaje de Bioy con inquietante perplejidad cuando el taxi se detiene frente al Hotel La Alhambra.

Y aún hay más. Una vista melancólica desde el cuarto de baño aparece casi idéntica en el comienzo de los dos relatos. Y la coincidencia está también en las voces nocturnas de los vecinos de cuarto que despiertan a los personajes: mientras el llanto enigmático de un niño tras el armario que tapa una puerta condenada impide dormir a Petrone, al donjuán fracasado de Bioy le toca el castigo de una pareja que hace el amor atronadoramente.

Bioy Casares, en unas declaraciones de los años ochenta: «Sobre Cortázar le voy a contar que estando él en Francia y yo en Buenos Aires escribimos un cuento idéntico. Empezaba la acción en el Vapor de la Carrera, como se llamaba entonces. El protagonista iba al Hotel Cervantes de Montevideo, un hotel que casi nadie conoce. Y así, paso a paso, todo era similar, lo que nos alegró a los dos.»

Y Cortázar, que siempre habló del poder mágico de los hoteles montevideanos, decía en una entrevista: «Yo quería que en el cuento quedara la atmósfera del Hotel Cervantes, porque tipificaba un poco muchas cosas de Montevideo para mí. Había el personaje del Gerente, la estatua esa que hay (o había) en el hall, una réplica de Venus, y el clima general del hotel. No sé quién me recomendó el Cervantes, donde en efecto había una piecita chiquita. Entre la cama, una mesa y un gran armario que tapaba una puerta condenada, el espacio que quedaba para moverme era el mínimo.»

El Hotel Cervantes, en la calle Soriano entre Convención y Andes, continúa en pie. Así que, si algún día voy a Montevideo, iré a verlo y trataré de alojarme en el segundo piso, en una «pieza chiquita», donde tal vez siga estando ese gran armario que tapa la misteriosa puerta condenada. He mirado en Internet y parece que el hotel no ha cambiado mucho, continúa sombrío y tranquilo, aunque mejor será decir relativamente tranquilo. En el viejo garaje del antiguo teatro de al lado han montado un centro cultural, y hace unos años el hotel (se ha sabido que Gardel y

Borges fueron sus ocasionales clientes) fue declarado monumento histórico. Por lo visto, el Gran Oriente de la Francmasonería Mixta Universal realizó los días 12 y 13 de diciembre de 2003, en las instalaciones del hotel uruguayo, su VI Gran Asamblea: «La misma se desarrolló en un ambiente de trabajo intenso, donde reinó la fraternidad, la serenidad, la tolerancia y el respeto mutuo.»

Como puede intuirse, el hotel no se ha modernizado nada. Ignoro si continúa ahí la mítica estatua del hall, la réplica de Venus, pero lo que es seguro es que los viernes y sábados hay «intercambios de parejas»; acuden los llamados swingers, que «andan ganando espacio en la sociedad montevideana, pero lo pierden en materia jurídica». Es como si el intercambio de parejas quisiera recordarnos el intercambio de tramas en los cuentos de Bioy y Cortázar. Cosas que pasan.