En el blog de una muchachita uruguaya, sin duda completamente ajena al cuento de Cortázar, puede leerse acerca del Hotel Cervantes: «Su teléfono es el 900-7991 y tiene un lugar ganado en el tema swinger. Es un hotel viejo y venido a menos, del que me ha dicho mi prima que una vez fue con el novio y vio una cucaracha, y bueno, entonces fue a la recepción a exigir que le devolvieran el dinero.» La verdad es que tanto desastre y cucaracha me permiten albergar esperanzas de que hayan dejado intacta la enigmática y condenada puerta, de tal modo que tal vez un día pueda verla y quién sabe si abrirla, aunque sin resolver el misterio nunca.
Fui a Madrid para celebrar los 103 años de Pepín Bello, ágrafo recalcitrante, el bartleby -artista sin obras- más longevo del mundo.
– Que bueno.
Fue lo primero que le dije a Pepín al verle, y luego le aclaré que esas dos palabras (Que bueno) constituían el cuento más breve de la historia, un relato de dos palabras que había que leer sin acentos ni signos de exclamación: un cuento mínimo que escribiera la argentina Luisa Valenzuela valiéndose de un título provocadoramente extenso sobre un café de barrio:
El sabor de una medialuna a las nueve de la mañana en un viejo café de barrio donde a los 97 años Rodolfo Mondolfo todavía se reúne con sus amigos los miércoles por la tarde
Que bueno.
«Pepín Bello. Buenazo, imprevisible, aragonés de Huesca, estudiante de medicina que nunca aprobó un examen, hijo del director de la Compañía de Aguas de Madrid, ni pintor ni poeta… no fue nada más que nuestro amigo inseparable» (Luis Buñuel).
Fui ayer a Madrid a saludar a Pepín Bello. No le había visto nunca hasta el día de ayer, en la Residencia de Estudiantes, donde celebraron su 103 cumpleaños con la publicación de Ola Pepín!, un conjunto de siete ensayos que -firmados por Christopher Maurer, Agustín Sánchez Vidal, Román Gubern, Andrés Soria Olmedo, entre otros- profundizan en los entresijos de la época en la que Dalí, Buñuel y Lorca fueron los grandes amigos de Pepín en la hoy legendaria Residencia.
Fui a Madrid a ver a Pepín y, cuando alcancé cierta confianza con él, le saludé de la manera que le saludaba Dalí cuando hacía ostensibles faltas de ortografía en aquellas tarjetas postales de los años veinte que le enviaba desde Bruselas o Cadaqués:
– Ola Pepín!
«Un muchacho delgado, de bigotillo rubio, absurdo y divertido, que se llamaba Pepín Bello, con el que simpaticé vertiginosamente» (Rafael Alberti).
A José «Pepín» Bello (Huesca, 1904) siempre le gustó estar en la sombra. De hecho, dice que figurar es lo que menos le gusta del mundo. Fui ayer a verlo y, tal como me habían dicho, es un hombre tan conmovedor como agudo y simpático, y está en plena forma; no vive en el pasado sino en un presente mentalmente muy activo, que transmite de inmediato con un sentido de la libertad creativa muy estimulante.
Pepín Bello no desmiente que Luis Buñuel fuera boxeador en su juventud, pero dice que el cineasta jamás ganó algún combate: «Luis luchó contra Hernández Coronado. Hizo un match nulo. No se dieron ni un golpe, los dos tenían mucho miedo. Hubo mucho baile de puntas de pie y mucha parafernalia, pero de boxeo nada de nada. Terminó el tiempo después de cuatro rounds. Los jueces del combate dijeron que no tenían elementos de juicio para decidir quién era el ganador. Fue algo ya surrealista.»
Aquel combate fue, en efecto, puro surrealismo antes de que Bretón lo inventara en Francia. De hecho, dicen que Pepín Bello inspiró vanguardismo a toda la generación del 27. Y ahora quizás lo más surrealista de todo sea que haga ya noventa y dos años que Pepín ingresara en la Residencia (entonces la Institución Libre de Enseñanza) para estudiar el bachillerato. Me recuerda a Bartleby, aquel personaje de Melville que no sólo trabajaba, sino que vivía en la oficina, pues llevaba años sin moverse de ella. Pepín parece que no se haya movido nunca de la Residencia, y a veces -como nos sucede leyendo Conversaciones con José «Pepín» Bello, el libro de David Castillo y Marc Sardá que acaba de publicar Anagrama- uno hasta diría que Pepín se ha entretenido estudiando -ya tiene su mérito- el bachillerato más largo de la historia.
Es un libro de conversaciones lleno de anécdotas y de retratos muy divertidos de personajes famosos, un libro que nos conecta con la euforia de unos días geniales que la guerra civil truncó dando paso a un cambio de clima moral y a la envidia que hoy todavía algunos sentimos por aquellos tiempos del 27. Cuando eso pasa, cuando la nostalgia y la envidia se cruzan trágicamente, todo nos conduce a pensar en aquella frase de Flaubert en Salambó: «Qué tristes debemos de estar en nuestro tiempo para resucitar Cartago.» De hecho, ese tremendo cambio de clima moral queda perfectamente sintetizado por el propio Pepín cuando en Conversaciones cuenta cómo, en plena posguerra y a la pregunta de un periodista sobre Lorca, el novelista Cela, con gracia siniestra, dijo del poeta granadino que simplemente era un maricón. Lo que había sido en el 27 un derroche de ligereza y libertad mental se había convertido, de la noche a la mañana, en un sórdido callejón del Gato de la mala leche carpetovetónica: tiempo de silencio, tiempo sólo para ahogarse.
«Y ahogarse, claro, ahogarse es extraño, quiero decir extraño para aquellos en la orilla. Todo sucede tan discretamente» (John Banville, Eclipse).
Parece que le esté viendo ahora mismo al discreto Pepín Bello, decano de los artistas sin obras, ágrafo recalcitrante, consumado bartleby que prefirió no escribir.
Ayer miércoles en la Residencia, a las doce de la mañana, cuando le vi por primera vez, no podía dejar de preguntarme qué habría pasado si en los años veinte Pepín les hubiera dicho a los jóvenes Lorca, Buñuel y Dalí que él celebraría su 103 aniversario allí mismo, en la Residencia. ¿Qué habría sucedido? Seguramente habrían pensado que era una de las tantas ideas geniales de Pepín, que siempre fue el más surrealista de todos.
Ayer en la Residencia modifiqué para Pepín el título (pero no el texto) del cuento más breve del mundo, que pasó por unos instantes a llamarse así: El sabor de una medialuna a las doce de la mañana en un viejo café de barrio, junto a la Residencia de la calle Pinar, donde a los 103 años Rodolfo Mondolfo, es decir, Pepín Bello, todavía se reúne con sus amigos los miércoles al mediodía.
Que bueno.
En mi familia, las relaciones con China son muy antiguas. Mi hermana Tere se enamoró, a finales de los sesenta, de la pintura china en el taller de Sainz de la Maza del Paseo de Gracia de Barcelona. Allí ella se instruyó en la técnica de los pinceles sobre el papel de arroz y al mismo tiempo estudió taoísmo y otras corrientes filosóficas y aprendió a interpretar la escritura china. Cuando todos mis amigos eran maoístas, mi hermana les sacaba una ventaja increíble a todos. Pintaba como una paisajista china de la época de Velázquez. Su pintura clásica dejaba estremecidos a los amigos que blandían el posmoderno Libro Rojo de Mao. Su caso era tan asombroso que hasta le hicieron un reportaje en el No-Do, donde hablaron de la primera pintora china de Cataluña.
Mi hermana ahora da clases de técnica de pintura china y no ha parado de evolucionar artísticamente desde aquellos comienzos académicos. Sus cuadros son actualmente una original fusión de dos culturas, son cuadros chinos filtrados por una visión occidental. Desde finales de los sesenta no ha parado de investigar en la tradición pictórica china y de viajar a París, donde visitaba a Ung-No Lee, su guía y maestro. A la muerte de éste, decidió que había llegado la hora de conocer el lejano país que tan misteriosamente la inspiraba y, un buen día, se fue a la China. Todos fuimos a despedirla al aeropuerto. Volvió y dijo que China era tal como la había soñado. Es curioso. Sergio Pitol regresó la semana pasada de un viaje a China y lo único que me comentó fue que allí no había parado de soñar.