Es mediodía y acabo de entrar en La Galerie d'Orient cuando suena el teléfono móvil. Me encuentro en el 42 de la Avenida de la Porte d'Ivry, en Chinatown, París, donde, según todas mis informaciones, Madame Chang tiene hierba de trigo, un producto que se consume como si fuera té y que tiene asombrosas propiedades medicinales, muy especialmente contra la hipertensión arterial.
Quien me llama al móvil es una amiga que se encuentra en Cracovia, donde pasea con el poeta Adam Zagajewski (del que precisamente acabo de leer su espléndido Dos ciudades) y el editor Jaume Vallcorba. Le cuento que la escena que estoy viviendo tiene parecidos razonables con el comienzo de una novela de Paul Auster y que se lo puedo retransmitir todo en directo, pues acabo de entrar en la tienda de Madame Chang y voy a preguntarle por su misteriosa y milagrosa hierba de trigo. En La noche del oráculo, Sydney Orr compra en El Palacio de Papel, la librería del misterioso señor Chang, un cuaderno de color azul que pondrá en marcha la laberíntica historia de la novela de Auster.
La señora Chang me muestra con orgullo el diploma chino que certifica que su hierba de trigo es la única verdadera del barrio. Ahora bien, el milagroso producto se ha agotado y no volverán a tenerlo hasta dentro de unas semanas. A lo largo de casi un minuto, las conversaciones con Cracovia y las que tengo con la señora Chang son simultáneas. Polonia, París, Pekín, Palacio de Papel… Es como si la letra P estuviera tomando posiciones en mi cabeza. Una historia ha comenzado, pero no sé cuál. Le digo a mi amiga de Cracovia que felicite a Vallcorba por haber publicado a Zagajewski, pero también por haber editado Vida de Samuel Johnson, de James Boswell. Y cuelgo, porque la letra P parece estar pidiéndome paso, no sé hacia dónde.
«Ser escritor es convertirse en otro. Ser escritor es convertirse en un extraño, en un extranjero: tienes que empezar a traducirte a ti mismo» (Justo Navarro, Homenaje a Paul Auster).
Conversando hace unos días en Barcelona con Martínez-Lage, que ha traducido magistralmente Vida de Samuel Johnson, acabamos hablando de lo que él llama «las páginas con naranjas» de esa biografía: las páginas 227, 792, 1008, 1044, 1047, 1097, 1060, con su desenlace en la 1595. Esas páginas componen por sí solas una mínima intriga que cruza discretamente el libro de Boswell, aunque hay que saber distinguir entre aquellas en las que se habla de las mondas que Johnson guardaba misteriosamente en el bolsillo y aquellas en las que se habla de la mermelada de naranjas. El caso es que mondas y mermelada van alternándose y que la intriga por averiguar por qué Johnson tenía la manía de guardar las mondas en sus bolsillos tarda mucho en resolverse, y tarda esencialmente porque Johnson se niega a explicárselo a Boswell cuando éste averigua que las mondas las deja luego a secar.
«Habrá que decir que (las naranjas) las mondaba y las dejaba a secar -le dice Boswell a Johnson con falsa solemnidad-, pero que no dio su brazo a torcer y jamás refirió qué hacía con ellas a continuación.» «No, señor -le contesta Johnson-: tendrá que decirlo cargando más las tintas. No dio su brazo a torcer siquiera ante el más querido de sus amigos, y jamás contó qué hacía después con las naranjas de Sevilla que había exprimido, pelado y puesto a secar.»
Hasta la página 1595, Boswell no se apiada del posible lector al que pudiera -en el siglo XXI por ejemplo- darle por leer el libro como una novela sobre el misterio de las mondas. Sólo entonces, en una sucinta nota a pie de página, refiere Boswell que la razón por la cual guardaba el doctor las pieles de las naranjas exprimidas puede hallarse en su carta número 558 de la colección de la señora Piozzi, donde parece que recomienda «piel de naranja seca, convertida en polvo fino como medicina».
Paso la tarde en mi cuarto del hotel de la Porte d'Ivry terminando Finalmusik, la novela de Justo Navarro en la que hay un traductor en Roma y una trama policíaca no tan suave como la trama de las naranjas de Johnson. Cuando cae la noche, bajo a recepción para consultar mi correo electrónico y me encuentro con un e-mail del propio Justo Navarro, donde me habla de Zagajewski y de un verso de éste que se encuentra en Deseo y que le parece estupendo:
«Llegan las vacaciones: una naranja pelada.»
Una o dos grandes casualidades. Trago saliva. De regreso en mi cuarto, voy acabando la novela de Justo Navarro, un trabajo a contratiempo de las dóciles modas narrativas de hoy. Cuando llego al desenlace, me pierdo en la fiesta romana del excepcional final de Finalmusik, donde me encuentro con la policía secreta polaca y con el príncipe eclesiástico de Cracovia, monseñor Ziemnicki. Me llaman en ese momento al móvil. No es mi amiga desde Polonia. Mejor así, porque habría vuelto a tragar saliva y habría quedado todo demasiado redondo si el círculo o «maldito embrollo» romano, encima, se hubiera cerrado como una dichosa naranja redonda.
Ya es de noche cuando salgo a la avenida y veo cerrada la tienda de la señora Chang y me quedo pensando en la hierba de trigo que no he conseguido mientras me pregunto, con emoción, qué puede ser esa medicina de naranja que aparece como una sombra en la vida de Johnson, y luego dejo que regrese el sentimiento de admiración por el humor y la belleza urbana de ese arriesgado thriller tan atípico que es Finalmusik, una belleza urbana que inevitablemente me remite a unos versos de un amigo de Nueva York de Paul Auster, que escribió: «Esta brumosa mañana de invierno / no desprecies la joya verde entre las ramas / sólo porque es la luz del semáforo.»
Después, me quedo con la mente en blanco, pero sin miedo cruzo la Avenida de la Porte d'Ivry, como si fuera un novelista indomable del estilo de Justo Navarro. Un poderoso claxon se va perdiendo en la noche china. La letra P dice que quiere estilizarse, pero apenas le hago caso. No ignoro que en cualquier momento pueden llegar las vacaciones. Y con ellas la gloriosa naranja pelada.
JUNIO
No pego ojo porque ciertas palabras insisten desesperadamente en mostrarse como el comienzo de una futura novela: «Cuánta ruina en cada cosa y qué exceso de retórica en la última hormiga.» Estoy completamente seguro de que no es un buen inicio de libro. Pero las palabras vuelven a mí e insisten y me impiden dormir. Maldita última hormiga. Enciendo la luz y ahí sigue, al lado de la lámpara, L'angoisse de la première phrase del joven escritor francés Bernard Quiriny. Ese libro, o, mejor dicho, ese título, es probablemente el culpable de mi agobiante insomnio.
Me levanto, me visto, salgo del cuarto de hotel y enfilo, casi a oscuras, un largo corredor que me lleva hasta la escalera secundaria por la que desciendo lentamente hacia el bar, sorprendentemente abierto todavía: una vacilante claridad primero, y luego una explosión de luz que llega acompañada de la música indie rock de CocoRosie. Si antes estaba muy desvelado, ahora mucho más. La historia musical de Bianca y Sierra Casady, las dos voces de CocoRosie, me atrae misteriosamente desde hace unas semanas, pero lo último que esperaba era encontrarme con su música a estas horas y en el bar de este perdido hotel de la plaza de Célestins, en la ciudad de Lyon. De golpe, la noche se perfila infinita. Y regresa, obsesiva, la retórica de la última hormiga. Me siento extraño aunque perfecto escuchando las voces rasgadas y la música hipnótica de CocoRosie, atrapado por su mezcla de folk y sus guiños a lo Billie Holiday y su pulcro empleo de medios de grabación de baja fidelidad, el llamado espíritu lo-fi.