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Vine a Lyon porque me dijeron que aquí me esperaba un trabajo, y yo ya hice ese trabajo, y no sé qué pasa, pero me estoy quedando. Me inquieta todo esto, pero no me asusto y, en fin, me concentro en la música de las hermanas Casady y dejo que me atrape mentalmente, de forma obsesiva, la primera (según el tablero alternativo) frase de Rajuela, de Julio Cortázar, hasta el punto de parecerme que suena como música indie y encaja bien con la hipnótica estética de CocoRosie y, además, podría ser el mejor comienzo de novela que ha existido nunca: «Sí, pero quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rué de la Huchette, saliendo de los portales carcomidos, de los parvos zaguanes, del fuego sin imagen que lame las piedras y acecha en los vanos de las puertas, cómo haremos para lavarnos de su quemadura dulce que prosigue, que se aposenta para durar aliada al tiempo y al recuerdo, a las sustancias pegajosas que nos retienen de este lado, y que nos arderá dulcemente hasta calcinarnos.»

Hasta ahora el comienzo que más me había impresionado era el de El extranjero. Lo leí en los días de mi extrema juventud y sin que nadie me advirtiera de lo que iba allí a encontrarme: «Hoy, mamá ha muerto. O tal vez ayer, no sé.» No se me escapa que ese inicio está considerado uno de los mejores de la novela contemporánea. Me viene a la memoria otro, de lectura más reciente: «He sido cordialmente invitado a formar parte del realismo visceral. Por supuesto, he aceptado. No hubo ceremonia de iniciación. Mejor así» (Roberto Bolaño, Los detectives salvajes). Es un comienzo magnífico, precisamente porque carece de ceremonia de iniciación alguna.

En el bar se escuchan ahora las combinaciones musicales diabólicas que crean las hermanas Casady cuando mezclan, por ejemplo, la explosión de una bolsa de palomitas de maíz con el constante martilleo de una máquina de escribir: mezclas que acaban convirtiendo mi mente en una inesperada y obsesiva cafetera de vapor. Todo está a punto de estallar, cuando me salvo al imaginarme al comienzo de una novela de Cabrera Infante: «Showtime! Señoras y señores. Ladies and gentlemen. Muy buenas noches, damas y caballeros, tengan todos ustedes. Good evening, ladies & gentlemen. Tropicana, el cabaret MAS fabuloso del mundo…» Después, sustituyo el showtime por el recuerdo de la más célebre ceremonia de iniciación que encontramos en el comienzo de una novela, la que se describe en las primeras líneas de Ulises de Joyce, donde, solemne, el gordo Buck Mulligan nos introduce en el altar de la literatura misma cuando eleva en el aire un cuenco y entona: «Introibo ad altare Dei.»

Es posible que viva obsesionado por la primera frase de mi próximo libro, no hay otra explicación para tanta inquietud por inicios de novelas. Me estoy diciendo todo esto cuando veo entrar a un detective privado con la clásica gabardina Burberry, estilo Mitchum. Llamo al camarero mientras apunto en la servilleta el incierto comienzo de novela que ahora escribiría: «Había una vez una gabardina de algodón que Thomas Burberry vendía a los deportistas en una pequeña tienda que había abierto en Hampshire.»

«Descendiente de escoceses e indios pies negros por línea paterna, y de noruegos por la materna, quedó pronto huérfano de padre y su madre volvió a casarse.» Creo que podría escribir una biografía de Robert Mitchum que empezaría así y que iría precedida de una cita de Martin Scorsese, de una frase que no acabo de entender: «Me olvidé de las mujeres, sólo recuerdo las gabardinas.» Pronto se cumplirán diez años de la muerte de Mitchum. Se ha hablado tanto estos días del centenario de John Wayne y de la retirada de Paul Newman que seguramente no se hablará mucho de Mitchum. No me gustan los números redondos, pero puedo hacer una excepción con el mejor detective privado de la historia del cine. Vine a la vetusta Lyon -ahora lo comprendo- a escribir la primera frase de la biografía de

Robert Mitchum. Desde que llegué, la heroica ciudad duerme la siesta.

La vida fabrica coincidencias extrañas. A la misma temprana hora en que estaba preocupado por el posible derribo de la fabulosa palmera de la calle Cardener que tengo delante de casa, Isabel Núñez lo estaba por el tan temido derrocamiento del maravilloso azufaifo de la calle Arimon donde vive. Historias mínimas y paralelas, leves malestares graves. Calculo que hace unos treinta años que no veo a Isabel Núñez, pero el caso es que, a la hora temprana en que yo miraba con angustia la palmera, ella me estaba escribiendo un e-mail para hablarme de su pequeño drama grave: «Pretendo salvar un árbol de la calle Arimon esquina Berlinés. Han tirado una casa bonita (otra) y resulta que el árbol es un azufaifo (ginjoler), especie en peligro de extinción, protegida aquí y en Europa, árbol chino que vino a España por el sur, con los árabes. Algunos vecinos ilustres me apoyan, Parcs i Jardins nos da la razón, el técnico municipal nos dice que no les dará la licencia de construir si no cambian el proyecto y le dejan una esquinita al árbol, que hasta ahora daba sombra a la acera y la llenaba de flores pegajosas y de esa especie de dulces cerezas rojas gigantes.»

Más coincidencias: antes de irme a vivir a esa casa frente a la palmera de la calle Cardener, pasé una larga temporada en un piso en la calle Arimon, aunque no me acuerdo del árbol chino, como tampoco del alcalde Hereu, que nació en esa calle. En el blog de una amiga de Isabel Núñez (www.objet-a.blogspot.com) he encontrado información sobre el azufaifo: «Este árbol (Zizyphus jujuba), ginjoler en catalán, originario de China, llegó probablemente a Andalucía a través de la cultura árabe. Pekín está lleno de ellos, es muy común en los patios de los hutones, las casas tradicionales. En España había muchos en Granada. En Barcelona hay uno en la calle Arimon.»

Poco después de recibir el e-mail de Isabel, leía (con asombro ante el encadenamiento de casualidades) una carta de la señora López González a La Vanguardia: «En la calle Cardener-Torrent de les Flors del barrio de Gracia están derribando casitas, una de ellas no catalogada pero hermosa. Desde que empezaron los derribos, hay varios operarios con martillos neumáticos trabajando todos a la vez, sin casco, ni protección para los oídos, ni máscara para el polvo contaminante. No sabemos si se lo quitan o no disponen de ello. Y se han declarado ya dos incendios. Lo vemos desde nuestras casas, donde el ruido penetra. El distrito de Gracia ha dado el permiso para el derribo, según la Guardia Urbana, a la que hemos acudido varios vecinos. En Urbanisme y en el distrito no hay ningún proyecto presentado, según nos informan. Los responsables, según la prensa, son Akasvayu, que compró todas las fincas, y Construcciones Pedralbes, y ahora Derribos Ureña.»

No hablaba la señora López González de la palmera, pero la causa de su alarma era la misma que la mía y la de tantos vecinos de Cardener y Torrent de les Flors. Historias mínimas y paralelas, leves malestares graves. Ese mismo día en que apareció la carta publicada, redoblaron infernalmente en las obras de Cardener el salvaje ruido, como si quisieran vengarse de todo el vecindario. Y hasta hubo un momento en que pensamos que como castigo derribarían de un solo machetazo la esbelta palmera. Barbarie, a pleno sol del día, en Gracia. Sus verdes ediles «antisistema» callan y otorgan. En Sant Gervasi los mismos vientos. ¿Qué será del azufaifo? Pensando en ese árbol chino, me acordé de mi hermana Tere, que el día anterior me había hablado con tristeza del cedro y otros árboles del jardín (calle Martí, entre Secretari Coloma y Alegre de Dalt) bárbaramente derribados en una sola mañana, bruscamente desaparecidos -ante la mirada traumatizada de sus alumnos- de la agradable vista de la ventana del taller donde imparte lecciones de pintura china. En este caso no era un azufaifo, sino un cedro, pero el hecho es que la serenidad de su taller chino se vio brutalmente alterada por la fulgurante, mercantil y brutal supresión del jardín.