Sé que el fin del azufaifo, el cedro y la palmera no es el fin del mundo, pero con pequeños malestares graves se va forjando un gran malestar grave y gestando ese rumor que muchos ya hemos escuchado y que habla de que, con la ciudad vendida a la especulación inmobiliaria y a un turismo indiscriminado y regalada la industria cultural a Madrid, estamos ante el fin de Barcelona. Ya no es sólo la barbarie que en una sola mañana a mí me ha alcanzado por tres ángulos distintos (una prueba de que el promedio de salvajadas tiene que ser grande), sino también esa incomodidad creciente de notar que la ciudad ya no es nuestra, que es un gran parque temático para extranjeros y que en realidad con tanta estupidez ya se ha producido -en los próximos años simplemente se confirmará- el fin de Barcelona. En cierta ocasión, le pregunté a Pep Guardiola si un futbolista, en el momento mismo de realizar la última gran jugada de su vida, podía llegar a intuir que con aquella gran jugada había llegado el fin de su carrera. ¿Sabe ya Barcelona que su gran carrera hacia la nada ha llegado a su final?
Horroriza el nivel de ignorancia de este país y, sobre todo, de satisfacción con esa ignorancia. Es un país con mucha inquina y mucha mala leche, de escasa -por no decir nula- categoría moral. Y a mí me parece que si eres mínimamente culto, estás perdido. Barcelona, por su parte, era una ciudad que al menos antes miraba a Europa y que tenía vida interesante, sobre todo intelectualmente. Pero la ciudad está espantosa ahora, por muy de moda que esté en el mundo. Está de moda, por otra parte, por esa permisividad que no están dispuestas a conceder otras ciudades europeas más importantes y más serias. Aquí a Barcelona viene todo el mundo a cagarse en la calle, y hasta les aplauden. La ciudad se ha vuelto un parque temático y no pienso tardar mucho en irme de ella para empezar una nueva y mejor vida. Me gustaría marcharme a Nueva York, que es la ciudad que está anotada en primer lugar de mi lista mental. Pero estoy casi seguro de que, por comodidad, la ciudad elegida será París, donde sobre el papel lo tengo más fácil todo. Sí, me iré a vivir a París a pensar -como Pessoa cuando estaba en Sintra y quería estar en Lisboa, aunque cuando estaba en Lisboa quería estar en Sintra- que tendría que estar viviendo en Nueva York.
El interior de nuestra casa tiene siempre un antiguo y obsesivo paralelismo con el de nuestro cerebro. Encontré mi interior favorito, el otro día, viendo un reportaje televisivo sobre la Maison de Verre, de París. Aquel paisaje doméstico me pareció que era exactamente el que toda la vida había deseado tener en la casa que nunca he tenido. En otras palabras, me habría gustado vivir en los singulares espacios de la Maison de Verre, la original mansión ideada en 1931 por el arquitecto Pierre Chareau para vivienda familiar y consulta médica del doctor Dalsace. Y no sólo eso: me habría gustado que los interiores de mi cerebro se parecieran mínimamente a la laberíntica y audaz casa de la rué Saint-Guillaume de París.
Cuando la semana pasada se me ocurrió ir a ver la admirada mansión desde fuera (había oído que era burocráticamente complejo obtener un permiso para visitar el interior), no recordaba en qué numero de la calle se encontraba esa casa de vidrio y no hubo forma de dar con ella, fue como si la hubieran borrado deliberadamente previendo que me acercaría por allí. Recorrí con Paula de Parma dos veces, de arriba abajo, la breve rué Saint-Guillaume, y nada: la fachada de adoquines de vidrio que me sabía de memoria (hasta la había visto en un spot de David Lynch para Yves Saint Laurent) no aparecía por ninguna parte, y deduje que la Maison de Verre la habían borrado o bien se hallaba en una discreta segunda línea -como un cerebro secreto- ocultándose de la vista de la gente que pasaba por la calle. Cuando, unos minutos después, abandoné la busca de aquel exterior de mi interior ideal lo hice muy molesto al ver que ni siquiera ese espacio de apariencias me era accesible, y además frustrado porque debía abandonar aquella misma tarde París y no sabía cuándo podría reanudar la busca.
Horas después, como si fuera la consecuencia lógica de la búsqueda de mi interiorismo ideal, al regresar a Barcelona me encontré con un libro que no esperaba para nada y que resultó perfecto para lo que buscaba: Casa. Un título sobrio para la primera novela que el peruano Enrique Prochazka (Lima, 1960) publicaba en España. El libro, estructurado como si el cerebro del autor fuera tan audaz y laberíntico como la casa de su novela, lo abría una imponente cita de César Vallejo: «Una casa vive únicamente de hombres, como una tumba.»
Siempre me ha parecido interesante Prochazka, escritor que se considera borrado y que al mismo tiempo es Alguien (por decirlo en los términos de su novela Casa), pues es filósofo, montañista, estudiante de Letras y de Arquitectura, gestor de políticas educativas y autor de ensayos de interpretación sobre Hegel. Hace unos meses, escribí un artículo acerca de sus derivas sin haber leído más que sus palabras de hombre borrado. Y ahora, tras leer Casa, sé que no andaba equivocado al intuir su raro talento y también sé que no deja de ser un milagro que su novela haya llegado hasta nosotros, pues Prochazka no está siquiera entre los escritores mediáticos del Perú de ahora. Pero pienso que, ya que aterrizó por aquí Casa, no estaría mal que probáramos a adentrarnos en los audaces interiores de esa trama que adopta apariencias de ciencia ficción: Hal, famoso arquitecto, despierta sin recordar sus últimos quince años. Repentinamente desdoblado y espectador de su propia condición, debe asumir que ha olvidado su más inmediato pasado y que ha de acostumbrarse a vivir en la casa diseñada por él mismo bajo los principios de una audaz teoría arquitectónica, única y extraña. Llama entonces a un psiquiatra. «Saber quién soy implica descubrir por qué diseñé esta casa.» Se trata de entender al desmemoriado ocupante de la cerebral casa a partir del arquitecto de la misma. En sus investigaciones sobre los fascinantes pero también horribles interiores del lugar, le apoya un eficaz mayordomo llamado Clarke, lo que tal vez nos da una pista: Hal remite a HAL 9000, la computadora de 2001, Una odisea del espacio, novela escrita por Arthur C. Clarke.
La sospecha súbita de que tanto los secretos de la mansión borrada de la rué Saint-Guillaume como los laberínticos interiores del borrado Prochazka no pueden tener casa que los ampare, sólo ideas antiguas para tumbas muy frías. Y poco después, al despertar de esa pesadilla en mitad de la noche, la sospecha enloquecida de que el cerebro de Hal es la casa y ésta a su vez es Wittgenstein, que en los años veinte hizo de arquitecto de la Kundmanngasse que su hermana decidió construir en Viena: una mansión llena de raros detalles estéticos, a veces idénticos a ciertos pensamientos terribles de su arquitecto.
JULIO
Viaje a Nueva York. En el momento exacto en el que Woody Allen decía en la Universidad Pompeu Fabra que cualquier excusa era buena para venir a Barcelona, me dije que la fortuna de los hombres es asombrosamente diversa y que para mí cualquier excusa era buena para huir a Nueva York. La invitación a un acto literario en esa ciudad no pudo llegarme en momento más oportuno, cuando más asfixiado me sentía por el clima general de Barcelona, Woody Allen incluido.
Es una intensa experiencia -tal como me dijera Perico Pastor- sentir la ciudad desde el puente de Brooklyn a lo largo de la media hora que dura la travesía a pie. Es más, entrar en Brooklyn andando tiene algo de iniciación a la comprensión total de Nueva York y hasta permite entender a qué se refería Paul Morand cuando nos dejó dicho que, si te llevan al centro de Brooklyn Bridge a la hora crepuscular -a mí me llevó Eduardo Lago-, en quince segundos habrás comprendido Nueva York.