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En el jardín de una casa de Brooklyn encontré a la enigmática Céline Curiol, corresponsal de Libération en Nueva York y autora de una primera novela rara, Voces en el laberinto, que tan abducido a ratos me dejara el verano pasado. Hasta aquel momento, Céline Curiol me había resultado un personaje enigmático porque en la solapa de su libro tan sólo se decía escuetamente que había nacido en Francia y que aquélla era su primera novela. Pero de hecho lo realmente enigmático era el libro mismo, la ambigua narración del deambular de una mujer joven -llamada siempre Ella en la novela- que trabaja como informadora de megafonía en la Gare du Nord de París, donde anuncia, invisible, la llegada y la partida de los trenes, los horarios y el número de las vías: una mujer que con su voz trasiega a diario con las almas de los pobres viajeros.

Ahora tenía a Céline frente a mí, inesperadamente, en aquel jardín de Brooklyn. La imaginaba en Francia. Asustaba saber que era la inventora de un complejísimo personaje femenino llamado Ella, y pasé revista fulminante a su novela y a la historia de aquella joven que, todos los días, cuando regresa sola a casa, espera la llamada del hombre al que ama sin que el sentimiento por parte de él sea recíproco, aunque eso poco le importe a Ella, que a la espera del hipotético momento en el que se reunirá con él se entrega paradójicamente al mundo entero, se entrega a la noche parisina más canalla y peligrosa, la noche de los barrios difíciles y de los bares turbios, donde se comporta de forma muy curiosa al demostrar una absoluta compasión por los desconocidos noctámbulos que en diferentes momentos hacen que su individualidad trastabille: la historia extraña de una joven, Ella, que oscila entre lo más íntimo y lo más universal; la historia de una mujer que va llegando al hombre que ama a través de un trayecto insólito, a través de su denodado interés y amorosa afición por los otros, siempre guiada por su fijación exhaustiva por cualquier detalle.

Porque Ella tiene esa rara habilidad de fijarse en los detalles y de paso ver cómo se transforman los otros a cada instante. Y porque la autora, por su parte, es hábil para verla a Ella. Y así por ejemplo, si la encontramos en un jardín, descubrimos que no hay ningún otro sitio en el que pueda estar: «No lo ha elegido, pero ahora mismo está allí, y es ella quien debe apropiarse del instante», escribe Céline Curiol de Ella.

A Ella no esperaba verla nunca. A Céline tampoco, pero entraba más dentro de lo posible, y la encontré el sábado en el jardín de un brownstone de tres plantas, cerca de la Séptima Avenida de Brooklyn. Al verla, comprendí al instante que no había ningún otro sitio en el que ella pudiera estar. Y como, aparte de eso, no sabía nada más de su vida, todo lo de ella pasó a sorprenderme, incluso que hubiera nacido en Lyon. Sonó el timbre de la puerta de la casa y los anfitriones nos dejaron solos unos momentos y no se me ocurrió nada mejor que desahogarme y contarle que a principios de mes había ido a su Lyon natal a unos encuentros literarios y durante más de setenta horas nadie de la organización se había puesto en contacto conmigo y había acabado atrincherándome en mi cuarto de hotel temiendo que me iría de aquella ciudad sin haber visto a nadie de los que me habían invitado. «A punto estuvo de ser un viaje fantasmal», dije. Y nada tan cierto. De hecho, en Lyon me convertí en un espectro a la espera de que alguien se acordara de mí. Me transformé en un fantasma que para matar el tiempo -que se deslizaba absurdo- comenzó a escribir un relato titulado La espera. Llegué a encontrarle tan notable encanto a mi condición de olvidado que sufrí una decepción cuando por fin fui descubierto en el hotel por alguien de la organización y vi arruinada mi feliz situación de invitado ignorado.

Le conté a Céline lo sucedido en Lyon y luego hablé de la energía con la que, una hora antes, había sentido Nueva York mientras caminaba por el puente de Brooklyn. Y fue entonces cuando me di cuenta de que no sólo el tema general de la espera nos unía, sino que, además, la brusca interrupción de mi soledad en Lyon recordaba aquel episodio de su novela en el que la heroína, tras las aproximaciones que ha ido haciendo a su amado, tiene la turbadora certeza de que él está a punto de besarla de nuevo, lo que pondría fin -lamentablemente porque se rompería el encanto- a la dura espera.

Iba a preguntarle a la bella Céline si sabía que a los dos nos unía la percepción del hechizo de toda espera cuando reaparecieron Paul y Siri, los dueños de la casa, con tres nuevos invitados. Los anfitriones, si uno se fijaba hasta la extenuación en los detalles (eso que tanto sabía hacer Ella), seguían siendo los de antes, pero no eran exactamente ya los mismos. En unos segundos, la luz crepuscular los había cambiado, y se diría que ahora estaban mirando al cielo de Nueva York y escuchando las voces de una imaginaria megafonía que en aquel momento estaría sobrevolando el jardín y el más allá de todo, incluso el más allá del hondo aire azul que parecía tan interminable como Brooklyn y tan inacabable como la más infinita de las esperas.

Nos hemos convertido en sospechosos que debemos ser muy protegidos. Aquel famoso concepto del miedo a volar que pusiera en circulación Erica Jong ha sido sustituido por un pánico distinto: el terror a los aeropuertos. Los días en que debo volar se parecen cada vez más a aquellos de la infancia y la terrible escuela. Esas brutales filas de gente en el aeropuerto quitándose el cinturón, el reloj y los zapatos… «Eso no lo hacen porque tú seas culpable, sino porque eres inocente, eres inocente y culpable al mismo tiempo», comentaba el otro día, con acento kafkiano, el escritor Justo Navarro. Pasar por ese cada vez más bronco control de pasajeros se ha convertido -como todo el mundo sabe- en algo cada día más vejatorio. En ocasiones hasta percibimos sadismo en el funcionario que ordena el «fuera el reloj y el cinturón», pero no podemos ni rechistar y menos aún demostrar que nos están puteando con placer y notable impunidad.

Siempre que paso el control de pasajeros y para no perder el control de los nervios, me acuerdo de El proceso, de Kafka: «"Sin embargo, no soy culpable. Es un error. ¿Cómo puede ser siquiera culpable el ser humano? Todos somos aquí seres humanos, tanto unos como otros", dijo K. "Eso es cierto", dijo el sacerdote, "pero así suelen hablar los culpables."»

Pero el miedo a los aeropuertos comienza mucho antes de llegar al control policiaco, en realidad empieza ya en el momento mismo en que nos despertamos y ponemos un pie en el suelo. Se ha agravado tanto la distancia entre Estado e individuo, entre singularidad y colectividad, que vivimos en una permanente situación de terror que, por si acaso aún fuera preciso, la televisión y todos los medios ligados al poder, cómplices perfectos de ese estado de pánico general, se encargan de recordárnoslo a todas horas. Por eso, despertarse en algún lugar de Occidente significa actualmente hacerlo en el centro mismo del círculo del terror. Si para colmo ese día tenemos que ir al aeropuerto, el asunto se agrava. Aunque parezca chocante, en los países árabes se puede vivir con más sosiego que en nuestros pueblos y ciudades, aunque eso no va a decirlo nunca la televisión, tan obligada como está a difundir sistemáticamente el pánico. Es más, sospecho que llegará un día en que tendremos tics aéreos y, por ejemplo, nunca nos quitaremos el cinturón de seguridad en casa para ver la televisión: llevaremos una repugnante vida de avión en nuestros hogares. Y es que los embrutecidos aeropuertos de hoy sólo son un anuncio del pavoroso futuro que nos espera.